miércoles, 21 de enero de 2015

Una vieja leyenda familiar durante la guerra con Chile

-       Ve al monte por leña antes que oscurezca– dijo mi madre hace quince años.

Así empezaba toda una aventura. Al inicio a regañadientes y luego con alegría por las innumerables cosas que me imaginaba en el camino, me iba al otro lado del río para recolectar ramas y trozos de corteza de los árboles con el objetivo de colaborar con el encendido del horno de barro de mis abuelos.
Hacer pan artesanalmente en la casa de mis abuelos tenía todo el encanto del mundo. En las primeras horas se hacía el “calentamiento”. En esta fase, mi abuelo y yo solíamos alimentar el fuego con las ramas que traía desde diversas zonas de su chacra y oíamos el crepitar del horno junto con el sonido de las cigarras saliendo de sus refugios con la llegada de la noche mientras, anhelantes, mirábamos hacia la cocina (ubicada unos metros más abajo ya que el horno estaba en una parte elevada) donde mi madre, mi abuela, mis tíos y mis primos colaboraban con amasar, repartir el queso, limpiar los moldes y darle forma al pan.
En la segunda fase, cada miembro de la familia iba subiendo los moldes de pan (comúnmente llamado “latas”) al horno a medida que iban estando listas. ¿Mi labor? Esperar a que todo acabe para oír lo que tenía que contar mi abuelo aquella noche, como tantas otras, mientras comía un delicioso pan caliente con algo de café.
Aquel era el momento cumbre de la noche. Luego de que el pan estuviese listo, eran almacenados en mantos o canastas y todos los miembros de la familia Gallegos nos sentábamos en torno al horno caliente para conversar y cenar; pero había algo mucho más especial aún. La hora de las leyendas.
Mi abuelo siempre negaba conocer leyendas de su pueblo, pero tantos años visitándolo y oyéndolo me habían vuelto lo suficientemente diestro como para saber que si yo quería oír una leyenda de su parte, jamás lo conseguiría preguntándole directamente, sino por medio de alguna incitación como “Recuerdas lo que me dijiste aquella vez…” o “Como fue aquello que me había dicho…” bastaba aquel catalizador verbal para que comience una nueva aventura.
El día de hoy les traigo una de sus tantas leyendas contadas al costado de un horno de barro, una de esas leyendas que saben a pan recién horneado y a infusión de manzanilla caliente en un valle con olor a misterio.
Cuentan que, a fines del SXIX, la guerra contra Chile había llegado al pueblo de Chulibaya, ubicado al oeste de Tacna. Las hostiles tropas sureñas avanzaban destruyendo, saqueando y quemando todo a su paso. No perdonaron vidas ni nosotros se las perdonamos a ellos.
En el camino, las tropas peruanas entregaron todo en sus verdes valles, logrando retrasar el avance de los soldados chilenos, pero la retención no duró por mucho tiempo. La llegada de refuerzos chilenos provocó que las tropas peruanas queden reducidas y orilladas a la retirada para poder salvar sus vidas. Uno de aquellos soldados era Juan Gallegos.
Nacido en Tacna a mediados del SXIX, Juan Gallegos se había enrolado en las  filas peruanas para combatir en la guerra como tantos otros compatriotas fieles a su tierra, pero la voluntad no fue suficiente para él ya que la estrategia y el equipamiento enemigo resultaba superior al suyo.
Cuando sucedió la toma de los valles de la altura tacneña, Juan y un grupo de compañeros de guerra, huyeron al ser vistos por un escuadrón enemigo. En su huía, cuentan, los que conocen esta leyenda, que una espesa niebla (muy común por las madrugadas de aquel valle) redujo drásticamente el campo de visión de Juan y sus compañeros ocasionando que pronto cada uno comience a tomar una ruta distinta de escape sin saber si seguían una misma dirección.
Juan escuchó algunos disparos a la lejanía y luego un quejido de dolor. Habían atrapado a uno de los suyos. El lamento no estaba en sus planes aquel momento ya que si se detenía a buscar la fuente del sonido sería el siguiente en emitir una queja de dolor. A tientas, Juan corrió sin detenerse en línea recta ya que la niebla no le permitía tomar decisiones con respecto a su dirección.
Cuando Juan creyó haber avanzado algunos kilómetros, aguzó el oído en busca de sonidos. El cantar de algunos pájaros y el constante fluir de un río le indicaron que estaba próximo a las montañas y que quizás sería una buena idea quedarse allí por algunos días hasta que las tropas enemigas decidan retirarse.
Cogiendo un palo y usándolo como bastón para ciegos, Juan comenzó a tantear el piso por delante de él para asegurarse de no tropezar con algún desnivel o caer en algún barranco. Para su mala suerte sucedieron ambas cosas.
Juan cayó por un pendiente de pronunciación mediana, envuelto en un torbellino de polvo, ramas y piedras. Al estrellarse contra el suelo, levantó la cabeza e intentó buscar su rifle en el piso pero no lo encontró. Maldiciendo a medio mundo, Juan miró hacia arriba y vio que su caída había tenido aproximadamente treinta metros, pero el haber rodado entre ramas y arena le habían salvado de algún hueso roto, pero aquello era la menor de sus preocupaciones. Sin su rifle, él era tan vulnerable como los conejos que había pensado cazar por esas zonas y poder sobrevivir escondido en alguna cueva por algunos días.
La espesa niebla había desaparecido y ahora le cedía su paso al sol. Un calor sofocante lo acompañó durante todo el día y Juan ya estaba sintiendo los malestares de un cuerpo malnutrido y casi al borde de la deshidratación. Al caer la noche, Juan observó que muchos conejos salían de sus guaridas en busca de brotes de alfalfa o de algún distraído campesino que habría olvidado cerrar el corral de ovejas, y así, dejar expuesto su alimento.
Intentó cazar conejos con la ayuda de rocas, pero no había tenido éxito. Luego intentó tenderles trampas caseras, pero el resultado fue el mismo. Resignado, Juan supo que quizás hubiese sido mejor entregarse al enemigo para tener una muerte más rápida y sin sufrimientos, a perecer en aquel solitario lugar de hambre y sed siendo alimento de aves carroñeras o zorros.
Por ese terco instinto de preservación que tiene el ser humano, aun cuando este resulta peor que morir inmediatamente, Juan buscó algún lugar que lo proteja del frío ya que en los valles de Tacna, durante la noche el frío resulta casi imposible de soportar. Caminando por un par de horas, las esperanzas de Juan se iban cerrando ante él una tras una al descubrir que aquella zona carecía de matorrales grandes o cañaverales copiosos que lo ocultasen de la visión de algún grupo enemigo hasta que pudo observar, en una montaña cercana, una cueva.
A rastras, Juan llegó hasta la entrada de la cueva y vio que era perfecta para poder pasar la noche. Sus dimensiones y la ubicación, dándole la espalda al valle, era ideal para no ser observado por alguien a lo lejos. Hasta podía animarse a hacer algo de fuego.
Haría fuego mañana, hoy estaba muy cansado. Avanzó lo suficiente dentro de la cueva como para darse cuenta que esta aún continuaba hacia adentro, perdiéndose en la oscuridad. Al cabo de algunos minutos, Juan se recostó en el piso y cerró los ojos para poder dormir.

-       - Oiga usted ¿viene de parte de la cuadrilla?- preguntó una inquietante voz aguda.

Juan se incorporó de golpe. Su entrenamiento militar le había servido para obtener reflejos rápidos a la hora de una emergencia. Cogió una piedra a tientas y la levantó en alto mirando al pequeño hombre delante de él.

-       - Baje eso o se va a lastimar – dijo el hombrecillo – venga, ayúdeme con esto.
Juan, aún sin bajar la piedra, vio que el hombrecillo traía arrastrando por las orejas a cuatro robustos conejos. El estómago rugió suplicando un poco de ellos y el hombrecillo lo miró extrañado.

-      - Es raro que la cuadrilla lo haya mandado tan tarde, lo estuvimos esperando desde hacía horas – dijo el hombrecillo – pase, le invitaré algo para que cene.

Aquel hombrecillo no medía más de metro y medio, era ancho de hombros y tenía un poncho pardo con pantalones de lona sostenidos por una soga alrededor. Sus gruesos dedos sostenían los conejos muertos, pero los soltó para prender una rama de hojas secas a modo de antorcha.
Juan, aun profundamente impresionado de ver a alguien que actuase tan naturalmente en aquella zona abandonada, siguió manteniéndose vigilante, pero sabía que cedería ante la oferta de comida del hombrecillo. Al fin y al cabo, si hubiese querido matarlo ya lo hubiese hecho mientras dormía, lo mejor sería investigar sobre él con el estómago lleno.

-     -  Tenga esto – dijo malhumorado el hombrecillo – lleve los conejos, yo iré adelante con la antorcha. No se separe de mí porque no pienso ir a buscarlo. ¿Me oyó?

-   -  Lo oí bien, amigo. – dijo lo más naturalmente posible Juan mientras iba detrás del hombrecillo internándose en la cueva.

El hombrecillo lo llevó a lo más profundo de la caverna. Estuvo tentado más de una vez a preguntarle si había visto tropas chilenas cerca, pero la actitud tan despreocupada del hombrecillo lo hizo sospechar que era probable que ni siquiera esté enterado que había una guerra. El solo quería sus conejos y saber si él era de “la cuadrilla”. Aún faltaba saber qué era ello.

-       - Llegamos al fin – dijo el hombrecillo mientras prendía otras antorchas – deje los conejos en la mesa.

Juan obedeció y repentinamente las luces de las demás antorchas iluminaron de golpe la cueva. Lo que debería ser una galería más de aquella cueva, el hombrecillo lo había convertido en una gran habitación, probablemente con ayuda de más personas usando picos y palas. El interior se encontraba amoblado, por lo que parecía ser, armarios, mesas y sillas que la gente de otros pueblos desechaban en la basura. Sin duda, el hábil hombrecillo las había restaurado y dado un uso para poder cubrir sus necesidades. Dejó los conejos en una mesa destartalada y se acomodó en una silla a la espera de respuestas. El hombrecillo sacó un cuchillo y comenzó a despellejar los conejos.

-       - Bien, supongo que la cuadrilla te ha enviado – dijo el hombrecillo mientras le sacaba la piel a un conejo como quien se saca un chaleco - ¿Qué tan bien tocas el charango?

Aquella pregunta lo sacó de contexto casi de golpe. Juan, antes de enrolarse en el ejército, frecuentaba mucho las fiestas locales de su comunidad. Las luces, la comida y la bebida le llamaron mucho la atención desde chico pero particularmente le llamaba la atención de las cuadrillas de música. Con el paso del tiempo, se volvió un autodidacta de la guitarra y tocó un par de veces en algunas festividades, pero todo se acabó cuando llegó la guerra.

-     -   No toco charango, señor. Pero puedo tocar una guitarra muy bien –dijo Juan esperando que esto fuese suficiente para recibir algo de comida.

-       - Guitarra – murmuró pensativo el hombrecillo mientras le quitaba el “chaleco” a otro conejo – sonaría muy bien para hoy. Tengo una guitarra por aquí. Será mejor que te prepares para la noche porque tocarás por horas con mis hermanos.

El hombrecillo le explicó al fin que estaba pasando. En unas horas, aquella gran habitación sería una especie de “sala de recepciones”. Una pareja se iba a casar y vendrían muchos invitados a festejar en aquel lugar, es por ello los conejos y otros alimentos que estaban puestos en la mesa. El hombrecillo, quien reveló llamarse Nanak, le dijo que sus hermanos se dedicaban a la música y que vivían en otras cuevas cerca de allí. Uno de ellos, el menor, tocaba el charango con una habilidad de maestro y por esas casualidades del destino, esta noche había sufrido un accidente dejándolo indispuesto para tocar. Debido a ello, Nanak contactó con una cuadrilla vecina para que les preste a un charanguista por algunas horas que iba a durar el evento; luego de ello, Nanak había salido todo el día en busca de conejos para la cena y al llegar a su cueva, había descubierto a Juan durmiendo en la entrada. El resto es historia conocida.
Luego de haber comido algo de asado de conejo y haber tomado algunos vasos de chicha, Juan estaba listo para tocar. Nanak le alcanzó una vieja guitarra (probablemente proveniente de algún basural pero, ahora, decentemente restaurado) y le pidió que vaya a una habitación que se encontraba algunos metros más allá de la cueva para que pueda ir practicando. Juan aceptó y, con la guitarra en una mano y una antorcha en la otra, se internó más adentro de la caverna encontrando la habitación mencionada. Cerró la puerta de madera y vio que allí había una cama de paja, una silla y pieles de cordero que alfombraban el suelo.
Tocó por algunas horas hasta que el cansancio se fue apoderando de él. No conocía al resto de la cuadrilla que lo acompañaría con otros instrumentos, pero podría seguir el ritmo sin ningún problema. Al cabo de unos minutos se durmió en la cama de paja.

-       - Qué haces, la fiesta ya comenzó! – grito el hombrecillo sorprendido de ver a Juan dormido en su cama – los novios ya llegaron y necesitamos la música ahora mismo.

Despertado repentinamente por segunda vez aquella noche. Juan esta vez no cogió una piedra, sino la guitarra y se echó a correr por la galería que lo conduciría hasta la primera habitación donde estuvo.
Había cambiado radicalmente. Donde antes estaba el rústico fogón y las ollas de barros rajadas, ahora había una tarima de madera con cuatro hombrecillos similares a Nanak tocando tambores, un arpa, zampoña y quena. Juan miró alrededor y vio que había al menos cien invitados, entre hombres y mujeres, por toda la habitación. Algunos de ellos conversaban de pie en grupos de dos o tres, otros mucho menos sobrios, estaban en grupos de diez o quince tomando chicha mientras reían escandalosamente. Las mujeres, de rasgos muy similares al de los hombres solo que con el cabello largo y espeso, iban y venían con bandejas de comida y bebida, atendiendo a, quienes Juan supuso, eran los novios. Los novios estaban al otro extremo de la habitación en una tarima lo suficientemente ancha como para albergar a dos personas. De cuando en cuando se acercaban algunos hombrecillos o mujerercillas a saludarlos y alcanzarles una copa.
Ensimismado en tan irreal visión, Juan escuchó que la cuadrilla ya se había ubicado en la tarima. Apresurado se puso al costado del arpista (que no pasaba de su ombligo) y comenzó la música.
Es aquí, amigo lector, donde las cosas se vuelven más complicadas para mí. Al haber escuchado al menos tres versiones distintas sobre el final de esta leyenda, me ciño a la versión contada por mi abuelo para evitar choques conflictivos con otras narraciones debido a la trama que he decidido adoptar. Muerdo otro pedazo de pan caliente, doy un sorbo a mi manzanilla y continúo.
Primero tocaron un huayno instrumental muy alegre. Su función de guitarrista fue de seguir el ritmo y observó cómo la gente, alegremente, dejó los vasos en el suelo y comenzó a bailar. Luego tocaron un Yaraví, en una tonalidad un tanto más dramática, motivando a que muchos cojan nuevamente sus vasos y los llenen de chicha ansiosos de conversar con sus amigos cercanos. Al Yaraví le siguió una zamacueca que incitó nuevamente al público una alegría jovial, luego algo similar a un vals y finalmente el Dunko.

-       - Te sabes las tonalidades del Dunko ¿cierto? – le dijo el hombrecillo mirándolo a los ojos – no queremos que nada salga mal. Estos clientes son muy importantes.

-      -  Claro, claro. No habrá ningún problema –le dijo Juan sospechando que el Dunko era algún ritmo local con una métrica similar, fácil para seguir con una guitarra.

El maestro de ceremonias, Nanak, se aclaró la garganta pidiendo el silencio en la cueva. Cuando el último hombrecillo se calló, Nanak habló en voz clara y fuerte.

-      - Ha sido una noche estupenda, amigos. Hemos bebido, bailado, llorado y reído las últimas dos horas sin parar. Y todo al mismo tiempo! – algunas risas en el público se dejaron oír mientras un hombrecillo borracho, al fondo, se caía dormido de su silla -  Damos las gracias por su asistencia a nombre mío y de mi familia. Esto no hubiese sido posible sin ellos. Por otro lado, quiero felicitar a los novios por su unión y que esta dure por muchos años más. Hasta que la muerte o la chicha los separe – nuevamente risas en el público y otro hombrecillo borracho más se caía hipando de su silla. Nanak prosiguió – Pero como lo bueno debe de acabar, es mi deber anunciarles que esta reunión ha llegado a su fin – quejas en el público e hipidos de ebriedad – pero no sin antes recurrir a nuestras más antiguas costumbres como lo es la música. Démosle un agradecimiento enorme a nuestra cuadrilla musical quienes nos han deleitado con algunas alegres melodías esta noche. Sería un crimen si nos despidiésemos así por así, es por ello que, antes de retirarnos, tocaran el Dunko. Gracias a todos por sus asistencia.

Juan no entendió por qué se despidió antes de que tocasen el Dunko, pero supuso que sería porque, luego de la melodía, todos estarían tan ebrios que sería inútil despedirse en ese estado. Ojalá y hubiese sido así para nuestro valiente amigo.
El Dunko comenzó. Los sonidos iban fluyendo lentamente de los instrumentos, como preparándose para un repentino cambio de ritmo. Juan los seguía con la guitarra lentamente deseando que ello acabe rápido para poder dormir e irse de allí y pensar donde exactamente había estado esa noche. Pero el Dunko no cambió de ritmo. La melodía lenta fluía y los pequeños hombres del recinto bebían y conversaban despreocupadamente.
Había pasado treinta minutos y el Dunko era tan monótono como el tic-tac de un reloj. Cansado, Juan pensó que si le daba unos acordes más rápidos, la melodía aumentaría su fluidez. Lo intentó pero nada pasó, la cuadrilla seguía tocando monótonamente los sonidos.
Al cabo de una hora, el sonido ya era insoportable. Juan solo se había ceñido a hacer los tres sonidos que requería la cuadrilla. Dio un bostezo y miró al público con ojos somnolientos. La sorpresa le quitó casi todo el sueño.
Muchos hombrecillos habían dejado de tomar o bailar, solo se encontraban parados en sus propios lugares con la mirada perdida, envueltos en una especie de trance hipnótico que solo podría ser roto con el frenar de los sonidos. Pasaron los minutos y solo quedaban poquísimas personas tomando o comiendo algo, la mayoría yacía en su propio lugar sometido al trance. Juan quiso bajarse de la tarima para preguntarle a Nanak que estaba pasando pero Nanak, como adivinando sus pensamientos, volteó a ver a Juan y, por medio de gestos, le dijo que no deje de tocar.
Lo raro del panorama lo perturbaba. Ahora no se escuchaba ningún ruido más que el de los instrumentos. Los demás músicos de la cuadrilla estaban totalmente indiferentes ante aquel acontecimiento y tocaban sin parar. Juan volteó a ver a Nanak y vio que este también había entrado en trance. Absorto en el miedo, Juan sintió un leve cambio en la melodía. Los tambores habían acelerado la secuencia.
La melodía seguía siendo la misma solo que ahora iba más aprisa, y cada vez se volvía más rápida. Juan, un tanto perturbado por el miedo que le daba aquel panorama, apresuró los rasgados de su guitarra rezando con todas sus fuerzas para que ello terminase de una vez.
De pronto, en medio del sonido constante, repetitivo y presuroso, unas inmensas sombras se apoderaron de las paredes de la cueva como quien enciende una fogata y el humo negro forma columnas en el aire. Las sombras estaban presentes en toda la habitación y yacían inmóviles, como contemplando a los hombrecillos en trance. Juan había dejado de tocar paralizado por el miedo y se aferraba a su guitarra como un escudo. Las sombras comenzaron a titilar en la cueva y poco a poco comenzaron a girar en torno a las paredes como un monstruoso carrousel.
De pronto, uno de los hombrecillos gritó y una gran punta salió de su cabeza, pero sin perforar la piel, al mismo tiempo que la parte de adelante también se comenzaba a alargar formando un monstruoso pico. Por si eso fuera poco, todos comenzaron a repetir el mismo proceso mientras soltaban horrorosos gritos que retumbaban en las galerías. Desde los novios hasta Nanak, todos iban formando parte de una metamorfosis colectiva convirtiéndose en unas aves enanas, con facciones humanas, y horrorosas que no dejaban de graznar.
Juan fue bajando lentamente de la tarima mientras los demás músicos seguían tocando el Dunko sin sorprenderse por lo que ocurría. Hasta aquel momento el espectáculo solo era horroroso, pero al cabo de unos segundos, el horro le cedió paso al pánico.
Casi de golpe, aquellas monstruosas criaturas del diablo comenzaron a aumentar de tamaño. Primero llegaron al tamaño de Juan, luego pasaron los dos metros. Finalmente algunos, los más altos, llegaron hasta los cinco metros.
Aterrado por tales gigantes monstruosos, Juan emprendió una alocada carrera por la galería intentando adivinar por donde lo había guiado Nanak al inicio. Sentía los pasos de aquellas monstruosas cosas corriendo por diversas galerías de la cueva, sin saber a dónde irían ni cuál era su propósito. A Juan solo le importaba salir con vida.
Al cabo de una hora, Juan pudo ver la luz en una de aquellas galerías. Era la luz del alba. Atraído por los destellos del sol, Juan logró salir de la cueva y corrió con rumbo desconocido sujetando fuertemente la guitarra de Nanak.
Cuentan los pobladores que, luego de la guerra, un anciano de nombre Juan solía recorrer las carreteras de Ilabaya. Durante las noches de luna nueva, era común verlo caminando siguiendo el sendero del viento acompañado de una vieja guitarra. Nunca supieron de donde vino ni tampoco supieron donde vivía. Solo atinaron a llamarlo: Juan Sin Miedo.

Mi abuelo acabó la historia. Sin darme cuenta, no solo yo había estado atento al relato, también lo estaba mi abuela, mi madre, mis tíos y mis primos. Todos con las bocas llenas de pan, sosteniendo tazas de infusión de manzanilla, ahora heladas por la noche, pensando en el desenlace. Con algo de miedo, observo hacia la carretera. Aquella noche no había luna y creí oír el rasgar de unas cuerdas de guitarra.







Agradecimientos especiales a Danilo Ismael por la ilustración. Si gustan ver más acerca del arte de Danilo, visítenlo en Facebook: https://www.facebook.com/THEtobby?ref=ts&fref=ts


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