jueves, 13 de diciembre de 2018

Sallieri

I
-      ¿Llegarás muy tarde? – preguntó Gloria mientras cambiaba los canales de manera monótona.

- Quizá sí, nunca he respondido a esas invitaciones – respondió Sallieri.

- Lleva tu llave, no te esperaré despierta. Dormiré antes de las once – contestó tirando el control a un lado.

Sallieri le dio un beso en la frente, tomó las llaves, el abrigo y salió rumbo a la negrura de la noche.

El frío de las siete ya se hacía sentir en el cuerpo y Sallieri se frotó las manos con fuerza mientras miraba el reloj.

- A lo mejor se han vuelto puntuales – reflexionó.

Levantó la mano cuando llegó a la autopista y un destartalado Nissan amarillo se detuvo frente a él. Cuando la ventana bajó, un sujeto con poca vocación por el oficio le dirigió una mirada rápida y con voz aguardentosa preguntó.

- ¿A donde lo llevo?

Sallieri buscó entre los bolsillos del abrigo el celular. Tras encontrarlo buscó la dirección que le había llegado al correo hacía un par de semanas.

- Avenida Industrial en cruce con la Avenida María Reiche – dijo mientras trataba de mantener la pantalla prendida.

- Veinte soles – dijo secamente el taxista.

“Veinte soles, maldito criminal” pensó Sallieri pero sabía que estaba contra la hora y tras un brusco asentimiento con la cabeza, movió la manija de la puerta y se sentó en el asiento trasero. El taxi, ni bien se cerró la puerta, emprendió una endiablada carrera.

Hacia afuera, decenas de personas corrían por las calles tratando de evitar la impredecible lluvia veraniega que había sorprendido a la ciudad. Las luces de colores de las calles iluminaban las distintas representaciones de Papá Noel que decoraban casas en diversos estados de deterioro.

- ¿Tenías que hacerlo en la víspera de noche buena? – murmuró Sallieri. El chofer ni se inmutó ya que tenía puesto en los parlantes un ritmo pegajoso pero insoportable.

Sallieri volvió a revisar el correo electrónico que había recibido y que, a su vez, era el motivo por el que estaba en ese taxi rumbo a una fiesta y no comprando los regalos de navidad para su familia. El correo decía lo siguiente.

“Para Sallieri: Por motivo del nacimiento del primer hijo de la familia García – Quinto, nos complace en invitarlo a la reunión que se llevará a cabo el 23 de Diciembre del 2018 en el hogar de nuestra familia para compartir un momento especial. Aprovechando dicha situación, también le comunicamos que se envió la invitación a todos los miembros de la promoción 2006. Lo esperamos”

Sallieri apagó la pantalla. Esos correos sobre reencuentros de promoción habían llegado año tras año y él los había ignorado sistemáticamente.

- ¡Pero tienes que ir! – dijo Gloria a su terco esposo.

- No tengo los mejores recuerdos de mi época escolar, querida – respondió Sallieri mientras se servía un té en la cocina.

- Si te invitan es porque te consideran ¿Por qué ignorarlos? – dijo Gloria al tiempo que alcanzaba el azúcar a su esposo.

- Nunca terminé de empatizar con ellos, no son los mejores amigos que uno pueda pedir – dijo Sallieri firmemente.

- Pero en esta ocasión es distinto, una de tus compañeras tendrá a su primer hijo. No puedes faltar.

Sabía que discutir con Gloria era imposible, más aun tratándose de nacimientos de hijos (algo contra lo que Sallieri había luchado por años con el objetivo de restarle importancia) por lo que Sallieri terminó aceptando a regañadientes. Mandó su traje a la lavandería y al recogerlo lo planchó para tratar de dar la mejor impresión tras más de diez años de alejamiento. Compró un regalo barato (ni recordaba exactamente de quién era el hijo) y lo envolvió torpemente en su escritorio.

- Llegamos – dijo el taxista sacándolo repentinamente de su ensimismamiento.

Sallieri le dio un billete de veinte soles al taxista quien lo escrutó hasta el cansancio en la improvisada lámpara que había acondicionado en el panel de su auto. El taxi arrancó y Sallieri avanzó por la negrura de la calle, tratando de forzar su memoria para poder ubicar la casa de una persona a la que no veía hace muchos años y que, probablemente, hubiese preferido no ver.


II



- Sallieri, dale otra más, no tengas culpa – dijo frenéticamente Cecilia.

Sallieri dio otra bebida más a la botella de ron que yacía en sus manos. Ya no recordaba cuantas horas habían pasado.

- El muchacho no viene por varios años y ahora quiere dar la apariencia de sobrio y culto – dijo Carla quien le daba un empujón a Sallieri y este, con aparente relajación, devolvía la botella a su lugar.

Habían pasado tres horas desde que la fiesta de reencuentro había comenzado. Numerosas personas, a las cuales Sallieri no recordaba o no identificaba, habían llegado trayendo regalos para la familia y comentando los disímiles caminos que habían tomado sus vidas tras la salida del colegio.

- Y Ernesto ¿Sigue con vida? – preguntó uno por ahí mientras subía el volumen de la música.

- Oí que estaba en Argentina.

- A lo mejor se aparece hoy.

- Ese era tan vago que no por la nota final se aparecía y se va a aparecer en una reunión de confraternidad – comentó otro haciendo estallar las carcajadas en el lugar.

Sallieri sonrió tímidamente y miró el celular. Ya eran las diez de la noche. Quería llegar temprano a casa para poder dormir tranquilo y, al día siguiente, iniciar una loca carrera al centro comercial para comprar los regalos para la familia.

- ¿Y por qué tan callado, Sallieri? – dijo Bonifáz, un sujeto al que recordaba poco en el colegio.

- Mañana tengo que ir a comprar regalos para mi familia.

- ¿Recién en estas fechas? – dijo otra chica – Pensé que Sallieri aún conservaba esa responsabilidad que tenía en el colegio.

Todos rieron y las botellas volvieron a rotar. Sallieri le dirigió una sonrisa fingida y tomó su copa mientras cruzaba las piernas.

- Yo siempre creí que Sallieri era maricón – soltó repentinamente otro sujeto que recordó que se llamaba Ralph – lo recordaba con sus libros en una esquina y siempre acompañado de ¿Cómo se llamaba ese orejón?

- Ludwig, era Ludwig – dijo otra chica aportando al linchamiento de Sallieri.

- Ese mismo. Ludwig y Sallieri eran siempre los raros del salón. Pensé que se casarían – dijo firmemente el tipo.

Volvieron a reír y Sallieri sintió como su rostro se iba poniendo rojo. Ya sea por el alcohol o por la vergüenza, Sallieri sintió incomodidad.

- Sigo siendo responsable, que tú no hayas conocido eso no significa que me etiquetes a alguien igual a ti – añadió Sallieri mordazmente mientras volvía a beber de su copa.

La sala se quedó en silencio. Solo quedó la música pero se sentía hueca e incómoda. Ralph fue el primero en hablar.

- Disculpa Sallieri, yo no quise decirte eso… - dijo pero Sallieri lo interrumpió.

- Olvídalo solo no quiero tocar el tema – dijo tajantemente mientras buscaba más licor en la mesa.

La sala volvió a retomar la conversación pasado el impase y volvieron a conversar sobre sus vidas. A una chica se le ocurrió la “genial” idea de jugar a la Botella Borracha y fue allí cuando el round dos apareció.

Todos sentados en el suelo con su suerte dejada a un trozo de vidrio tubular, las confesiones iban y venían. Los besos, las caricias y las miradas cómplices se lanzaban como dardos por toda la habitación en una noche que prometía encerrar secretos tan oscuros que si saliesen al exterior destruirían decenas de familias.

Llegada la media noche, el alcohol había surtido el efecto necesario para hacer aflorar los sentimientos más recónditos sepultados por los años del colegio.

- ¡Sallieri! Le tocó el turno a Sallieri – dijo enfáticamente una de las chicas.

- A ver ¿Cuál fue tu amor más secreto en el colegio? – dijo Estefanía ocultando una sonrisa picarona mientras Sallieri pensaba su respuesta.

Sallieri pensó la respuesta. Lo curioso era que la persona estaba allí. Ya con la confianza que otorga el alcohol, Sallieri respondió.

- Confieso que era Camila, nunca tuve el valor de decírselo pero ya que estamos aquí, se lo digo de una vez – dijo coquetonamente Sallieri.

La sala dio un pequeño gritito de emoción y Camila, quien se encontraba a dos lugares más allá, sonrió tiernamente.

- Eres un tonto Sallieri ¡tú también me gustabas! – dijo y todos gritaron al unísono “Beso, beso”

Sallieri sonrió y se puso de pie para ir al costado de Camila. En medio de un mar de miradas, Sallieri la besó intensamente y todos aplaudieron alrededor.

- Espero no alterar a la señora de Sallieri – dijo Camila en medio del alboroto. Sallieri no respondió.

Contando los minutos, Sallieri sentía que la noche no era tan mala después de todo y que mañana, con el esfuerzo conjunto de unas pastillas más un buen desayuno, estaría listo para emprender las compras de navidad con su esposa.

Sin embargo, algo cambió repentinamente la noche. El timbre sonó.

- ¿Quién podrá ser? – dijo uno de los invitados.

Cecilia se puso de pie y salió a mirar por la ventana del tercer piso.

- ¡Es Ludwig! – gritó y todos miraron repentinamente a Sallieri.

La sangre se le subió a la cabeza ¿Ludwig había venido? ¿Sabría que él también estaba ahí? ¿Seguiría enojado aun después de tantos años?

Las preguntas no dejaban de brotar cuando la puerta del cuarto piso se abrió repentinamente y Ludwig hacía su repentina y tardía entrada a la reunión.

Alto, flaco, con una apariencia afilada y de unas características orejas sobresalientes, Ludwig hacía su entrada en el recinto y saludó afectuosamente a todos pero cuando llegó al lugar de Sallieri, solo le estrechó la mano secamente. Esta vez nadie dijo nada.

Ludwig se adaptó rápidamente al grupo y contó un resumen apresurado de su vida desde que dejó el colegio. Se había graduado en la Facultad de Ingeniería Química en una reconocida universidad y había contraído matrimonio casi pocos meses después de que había acabado sus estudios tras una larga relación de varios años con su actual esposa con quien, aparentemente, vivían una buena vida. Sallieri se hizo el distraído y evitó preguntar cualquier cosa pese a que se moría de ganas de hacerlo. Sin embargo, el favor vino por otro lado.

- ¿Te casaste con María? – dijo Ralph abriendo los ojos como platos – esa chica era un bombón en el colegio.

Todos rieron, era bien conocido que Ralph tenía la delicadeza de una lija para preguntar. Ludwig solo rio y dijo que no, que María y él habían terminado hace muchos años y que conoció a su actual esposa, Mónica, mientras estaban en la universidad.

- Lástima, se veían muy bien en el colegio – dijo otra compañera mientras preparaba una copa para pasársela a Ludwig.

- Yo recuerdo que en los recreos, María y Ludwig casi no paraban juntos pues el mayor tiempo posible lo pasabas con Sallieri – dijo Cecilia y la sala volvió a entrar en silencio.

Sallieri, encogido en un rincón, miró incómodamente a Cecilia y antes que comenzaran a hablar, Ludwig tomó la palabra.

- Sallieri y yo siempre hemos sido amigos y lo seguimos siendo. La historia de que él y yo nos habíamos peleado solo fue un mito para desprestigiar nuestro club de lectura. Al final Sallieri y yo hemos mantenido comunicación. Incluso yo me enteré de la reunión porque Sallieri me reenvió el correo y me hizo recordar que era hoy.

Todos soltaron un tenue “ah” que denotaba comprensión. Sallieri se quedó mudo a un costado. Era mentira, todo era mentira.

Por más de diez años, Sallieri había intentado comunicarse con Ludwig, ya sea por teléfono, correo u otros medios pero Ludwig siempre lo había evadido. Recordaba muy bien el día en que su amistad se quebró y de cómo había sufrido tanto el primer año sin la compañía de quien consideró algo más que un amigo por tantos años pero un error había hecho que se enfríe la amistad.

Fue una pregunta incómoda que le hizo salir de sus reflexiones.

- ¿Es eso cierto Sallieri? – dijo un compañero.

Sallieri se quedó mudo unos segundos mientras el resto quería escuchar una respuesta de su parte. Al final respondió.

- Cada palabra – dijo firmemente.

- ¡Ven, yo les dije que Sallieri y él eran maricones! – volvió a decir Ralph y la sala volvió a reír.

Esta vez Sallieri no hizo nada y solo rio mirando a Ludwig. Había algo sombrío en su mirada e incomprensible en su rostro. Quizá Ludwig solo quería evitar las preguntas incómodas o quizá solo no estaba aún preparado para hablar del tema. Sallieri le siguió la corriente toda la noche y la reunión transcurrió sin mayores aspavientos.



Epílogo

- Cuídate mucho y hasta pronto - se despidió la anfitriona del evento de esa noche.

Ya eran las cuatro de la mañana y en la pista no circulaba ni un alma. Sallieri decidió ir a pie hasta encontrar un taxi disponible.

Avanzó entre calles lóbregas y parques en decadencia. Una que otra casa emitía un ruido aislado por un televisor en actividad o una pareja entrenando las artes amatorias. Sallieri solo avanzó.

Cuando ya iba por los quince minutos de camino, sintió algo extraño. Alguien lo seguía.

Sallieri escrutó con la mirada el paisaje que tenía delante de él. Un desgastado parque con una fila de postes luminosos que formaban extrañas siluetas de los árboles que había allí. Sin embargo una silueta le llamó la atención. Era un hombre.

- Sallieri, hola – dijo Ludwig.

El corazón le dio un vuelco. Sallieri sintió nuevamente el calor subirse hasta el rubor de sus mejillas. No supo cómo reaccionar pero Ludwig dio el primer paso.

- ¿Podríamos hablar?

Sallieri, aun mudo por la sorpresa, asintió y Ludwig se sentó sobre una banca. Sallieri lo imitó.

- Han pasado tantos años – dijo Sallieri con la voz quebrada.

Ludwig no respondió. Solo miró hacia abajo y cerró fuertemente los ojos. La madrugada comenzaba a ponerse más húmedas y algunas gotas asomaron por entre las nubes.

Sallieri lo abrazó en señal de consuelo y Ludwig dejó escapar un par de lágrimas.

- Debí responderte, he sido un tonto – se lamentó duramente. El cielo crujió levemente.

- Han pasado años, Ludwig, las cosas ya pasaron y nuestras vidas están hechas – dijo mientras miraba su envejecido rostro atacado por los años.

- Llevo una vida de mierda, Sallieri- dijo amargamente.

- Lo sé – respondió Sallieri.

Sallieri no se había comido el cuento de la vida perfecta de Ludwig. Sabía que había tenido una exitosa vida profesional pero en lo marital, Ludwig no había sido muy diestro. Sobre todo teniendo en cuenta las cosas que sabía de él. Y sabía mucho, más que nadie.

- Me ha denunciado por abandono de hogar. Solo quería darle una vida digna a mi hija alejada de esa alcohólica. Su padre trabaja en el Poder Judicial y ha hecho lo imposible por quitarme el sueldo y la hija. No quiero mi dinero, quiero a mi pequeña, Sallieri. Jamás debí meterme con esa bruja.

Ludwig seguía llorando amargamente. Necesitaba un amigo, lo necesitó todos estos años. Sallieri solo acariciaba su cabeza cómodamente mientras Ludwig seguía botando algunas lágrimas más de amargura.

- Ahora tengo una orden de alejamiento. No puedo acercarme a ver a mi pequeña y tengo mi vida destrozada. No tengo nadie ni nada en qué creer, Sallieri, desearía que todo volviese hacia atrás.

Allí, acomodando el cabello de Ludwig, Sallieri recordó el inicio de la ruptura. Diez años atrás retornaron a su cerebro. Era el verano del 2006.

- Nos van a ver, estoy seguro que nos van a ver- dijo Sallieri mientras Ludwig cerraba la puerta del salón durante el recreo.

- Todos quieren ver el nuevo trompo de Ralph, tenemos el salón solo para nosotros – dijo Ludwig.

- Tenemos el aula solo para poder coordinar el club de lectura, Ludwig, este espacio no es seguro.

Ludwig sonrió. Tenía una vitalidad gigantesca y sus grandes ojos rebozaban juventud pero ese día no, ese día había pesar.

- Sallieri ya no estoy cómodo más tiempo con María. Siento que deberíamos acabar con esta farsa – dijo Ludwig con una gran carga de pena.

Sallieri reflexionó y quiso salir. Había evadido esa conversación durante el último año.

- Ludwig, sabes que no…

- Pero ¿Quién delimita la felicidad? ¿Lo hace el profesor, el auxiliar, el conserje, el director? La felicidad es circunstancial, Sallieri. Siento que debemos decirlo.

Sallieri no miró los ojos de Ludwig. Solo se concentró en el primer libro que tomó apresuradamente intentando desviar la conversación. Sin embargo Ludwig volvió a hablar.

- He terminado con María hace una semana, Sallieri, siento decírtelo ahora sin consultar – dijo secamente.

Sallieri sintió que el mundo se le desplomaba al oír eso.

- ¿Te das cuenta lo que acabas de hacer? ¿A las burlas a las que nos quieres exponer? Olvídalo, Ludwig, no pienso ser un apestado social.

- ¿Valgo menos que tu vergüenza, Sallieri?

Sallieri sintió un escozor en los ojos. Ludwig estaba al borde del llanto. Antes que su corazón pudiese reaccionar, el cerebro le ganó.

- Tengo una novia, Ludwig. He comenzado una relación con Gloria hace poco.

Ludwig reaccionó de inmediato. Se puso de pie y acabó con su intento de tomar la mano de Sallieri. Salió del aula y volvió tres horas después al salón. Vio las muñecas de su ex amigo al entrar y supo lo que había pasado en el baño. De ahí comenzó un silencio que duraría diez años. Hasta ahora.

Sallieri y Ludwig, sentados en la desvencijada banca del parque, ahora ya no los cubrían torres de libros, era la oscuridad de la madrugada quien les intentaba dar una nueva oportunidad.

Sallieri tomó la mano de Ludwig y este reacción lentamente. Su llanto había parado y ahora solo había espasmos.

- Lo siento – dijo suavemente Sallieri. Ludwig, aun sin mirarlo, asintió.

Empolvado por la vorágine de los años y desgastado por las normales vidas que habían intentado llevar, Sallieri supo que no había marcha atrás. Sabía que los centros comerciales aun abrirían en varias horas y de que su esposa en ese momento aún estaba durmiendo, esperando que él llegase para compensar su ausencia con un frenético movimiento que satisficiera sus apetitos matutinos. Ya ni siquiera sabía si realmente quería comprar los regalos de navidad.

Movido por un apetito que había guardado por diez años, Sallieri hizo lo que pudo haber cambiado la vida de su amigo.

- Acepto – le dijo tiernamente.

La cara de Ludwig se levantó y sus hinchados ojos ahora reflejaban algo similar al consuelo, Sallieri lo tomó de la barbilla acercándose a su entrecortada respiración y vio como los labios de su amigo se abrían de par en par, como un viejo conocido que había esperado por mucho tiempo a una visita. Las luces del parque comenzaron a apagarse.

A lo lejos, el primer taxi de la mañana comenzaba a hacer su ruta. Ludwig levantó la mano y Sallieri solo asintió. Tras conversar unos minutos con el taxista, ambos subieron al auto con un rumbo fijo: Recuperar el tiempo perdido.


jueves, 23 de agosto de 2018

Volví sin explicaciones



Hacía mucho frío, más de lo de costumbre.

Las gotas de lluvia rebotaban insistentemente en la ventana del decimotercer piso de un medianamente concurrido centro comercial mientras que observaba como un fila de hormigas llevaba laboriosamente unos granos de azúcar que había dejado caer, seguramente, algún despistado comprador.

- ¿Te falta mucho, Inés? – pregunté mirando a mi prometida quien rebuscaba entre los armarios de exhibición el vestido que usaría en la fiesta de los Gómez.

No me respondió, había estado fría toda la tarde, o al menos eso recordaba, y se había propuesto no responderme. Miré mi anillo de compromiso.

Dorado, frío y de mediano valor, este anillo simbolizaba un pacto que habíamos tomado hacía medio año en medio de una muy cuestionada relación que, al final, terminó en una pedida de mano.

Inés siguió rebuscando en el armario pero al parecer no encontró nada que le gustase. Salió de la tienda y pasó frente a mí como si fuese parte de la decoración del centro comercial. Cero caso, cero atención.

- Inés ¿Desde cuando tienes ese ligero moretón en el tobillo? – pregunté mientras ella se iba al siguiente puesto para preguntar por el vestido ideal. En ese lapso en que su falda onduló al pasar por mi costado, un ligero moretón asomó por la zona del tobillo.

Tampoco me hizo caso.

Suspiré profundamente, Inés tenía un carácter tan irremediable como el mío. Cuando una discusión estallaba, solo había que esperar a que se calme. Continué esperando y miré al exterior por la ventana.

- Odio el frío – mascullé – y odio aún más la neblina.

Afuera, una espesa neblina había comenzado a cubrir la calle, a duras penas se podía observar los faros de los coches que iban y venían de un modo extrañamente lento. Parecía una curiosa peregrinación de luciérnagas.

Cuando volví en mí mismo luego de hipnotizarme con los faros luminosos de los coches, reparé en que Inés ya había avanzado casi cincuenta metros y me puse de pie para seguirla pero algo me detuvo a mitad de erguirme.

Un ligero pero molestoso dolor en la columna me había detenido a la mitad de mi esfuerzo por ponerme de pie.

- Demonios, debe ser el frío que ha entumecido mi columna – dije mientras me tomaba fuertemente de la zona adolorida e iba a buscar a mi novia.

La encontré a cinco tiendas de la última que había dejado.

- ¿Y tiene zapatos en color granate para poder combinar el vestido? – preguntó sonriente a la dependiente quien le mostraba un reluciente vestido aterciopelado de un color perla profundo.

- Por supuesto, señorita – dijo la dependiente mientras sacaba una caja cercana y extraía los, dolorosamente caros, zapatos.

Miré el precio en el reverso de la caja. Los zapatos bien podían valer casi la mitad de mi sueldo. Pero no protesté.

- Claro, es probable que se te pase el enojo para pedirme la tarjeta de pagos – murmuré para mí mismo mientras veía como se probaba los zapatos y me recostaba en uno de los respaldares de la tienda.

El dolor volvió a molestar.

Mientras me divertía viendo los anuncios en la televisión de la tienda, un repentino vistazo a Inés me hizo saltar nuevamente la alarma.

Por encima del tobillo, donde hace rato había un pequeño moretón que le pude haber atribuido a un botín muy apretado (cosa incongruente pues Inés había ido en sandalias) o a un pequeño golpe casero, ahora se veía un moretón del tamaño de una barra de jabón.

- ¡Inés! – dije con tanta energía que algunas personas alrededor voltearon alarmadas – tu moretón está creciendo, tenemos que ir a ver a un médico.

No hizo caso. Al ver cómo era olímpicamente ignorado, me incorporé del respaldar para hablarle cara a cara pero un agudo dolor me detuvo. Mi columna vertebral, que ahora sentía un dolor muchísimo más potente que hace un momento, me había vuelto a dar una tremenda alarma. Caí sobre mi propio lugar.

Algunas personas de la tienda se acercaron a mí para ayudarme a incorporar. El dolor no había desaparecido pero si había bajado un poco pero mi prioridad era Inés.

- Inés, tenemos que… - comencé a decir pero repentinamente la dependiente me calló y le pidió a la gente que me ayudaba a ponerme de pie que avanzaran y dejaran libre el pasadizo - ¡Usted no entiende! Mi novia tiene un moretón que está que se pone cada vez peor en su tobillo y a ella parece no importarle eso…

- Señor – comenzó a decir tranquilamente la dependiente mientras le acercaba el segundo zapato a Inés – quizá sea mejor que vaya a verse a un espejo.

Aturdido por la repentina sugerencia de la dependiente, salí cojeando ligeramente rumbo al baño hecho una furia.

- Maldita bruja… las dos – dije furiosamente mientras buscaba los servicios higiénicos – y la otra ni siquiera se dignó en ayudarme a ponerme de pie… solo hace caso a sus malditos zapatos…

Tras una breve búsqueda, encontré los servicios higiénicos del centro comercial. La lluvia, que aún continuaba, había puesto resbaloso algunos ambientes por lo que era necesario caminar con cuidado para no tropezar porque daba la impresión de que el dolor en la columna cada vez se hacía más fuerte.

Tras esperar que un señor terminara de revisarse una verruga en la nariz, ocupé su lugar frente al espejo y lo que vi me dejo impactado.

Dos pequeños moretones, uno a la altura del ojo derecho y otro en el mentón, habían comenzado a salir en mi rostro. Los palpé temeroso y el dolor respondió tan bruscamente como mi dedo hizo contacto.

- ¿Qué carajo es esto? – murmuré mientras veía mi rostro en el espejo – Esto tiene que ser una broma.

Hice memoria. No me había golpeado con nada, no me había puesto alguna crema facial, no había tenido ningún tipo de contacto en toda la tarde.

- Debe ser una alergia – dije como para darle una respuesta lógica al asunto lo más rápido posible – debe ser una alergia a esos horribles pericos que compró Inés hace un par de días. Llegando a casa se los daré de cena al gato.

Salí cojeando del baño, puesto que el dolor en la columna aún continuaba, y busqué alguna baranda donde poder apoyarme y esperar. Ya Inés conocía el camino al estacionamiento y dependía de ella si quería irse o no sin él.

- No estoy en condiciones de conducir – murmuré mientras veía la multitud de personas pasar y salir corriendo cuando entraban en contacto con la copiosa lluvia – tomaré un taxi en casa mientras espero a que el dolor baje.

Debajo de la baranda, unos cuantos cientos de personas avanzaban a pasos apresurados llevando bolsas, carteras y cajas mientras que el agua hacía de las suyas ocasionando uno que otro aislado accidente. Más allá, la neblina se hacía muy complicado ver y lo único visible eran los faros de los coches y las luces de los semáforos.

Temblando, adolorido y húmedo, veía como los minutos pasaban e Inés no salía de esa maldita tienda cuando de repente sucedió.

En medio del mar de personas apresuradas por las compras, una cabellera ondeada de un color rojo oscuro pasó repentinamente. Mis sentidos se dispararon.

Me incorporé tan rápido como mi recientemente adolorida columna me permitía y salí en su búsqueda. Corrí por los pasillos esquivando gente cuando me vi rápidamente por una de las vitrinas. Una ligera línea roja había aparecido en mi ceja derecha. Me detuve, la toqué un ligero dolor me sobresaltó.

- Demonios, me corté – dije no muy convencido de exactamente con qué pero esa cabellera roja era mi prioridad.

Busqué con la mirada, había entrado en un elevador.

El elevador demoraría unos minutos más en volver por lo que no era una buena idea esperarlo. Miré a mi costado y divisé unas escaleras. No lo pensé.

Como si de una tortura se tratase, el bajar cada escalón fue un calvario pero la intriga me funcionaba mejor que la mayor dosis de sedante del mundo.

Cuando llegué al primer piso, el número de personas se había reducido drásticamente y la muchacha estaba en la entrada principal dispuesta a salir. Avancé hacia ella.

- ¡Hey! – grité como un salvaje pero no hubo respuesta. La chica salió apresuradamente.

Afuera estaba la parada de taxis, sabía que esta era la última oportunidad para poder verla. Era ahora o nunca.

Avancé a trompicones, ahora el dolor de la columna se había extendido a la pierna derecha. No me importó. Entonces, cuando me encontraba a unos escasos dos metros, decidí acelerar el paso y plantarme cara a cara frente a ella.

- Hola – le dije en el tono más inseguro del mundo.

- Hola – me respondió ella sumamente calmada, como si mi presencia no le causase algún tipo de incomodidad - ¿Cómo has estado?

Miré a mi alrededor. El exterior del Centro Comercial era una gigantesca planicie de concreto donde yacían algunas palmeras y bancas para poder esperar el taxi o charlar con alguien. El suelo estaba muy húmedo por la lluvia que aún continuaba y la neblina se hacía más espesa. Ella yacía frente a mí con un abrigo plomo y unas botas de cuero. Su rostro, que se asemejaba a una flor de durazno, estaba enmarcado por unos lentes negros delgados producto de su miopía que yo tan bien conocía. Todo el conjunto coronado por una cabellera ondulada de color rojo oscuro.

- Yo… no sé – dije repentinamente inseguro – es más, no sé por qué te he seguido.

Claudia me miró fijamente, yo conocía muy bien esa mirada. Casi cinco años.

- Supongo que solo fue el impulso, Miguel – me dijo mientras se sentaba en una de las bancas - ¿Quieres hablar?

Miré la banca, yacía extrañamente seca y oportuna para la ocasión. Me senté pero el dolor volvió a aparecer. Fingí no sentir nada y al parecer Claudia tampoco lo notó.

- Claudia… yo no… lo siento – comencé a decir pero Claudia me detuvo repentinamente.

- ¿Recuerdas la universidad? Esos años cuando todo parecía eterno y pasajero a la vez – dijo en tono soñador. Algo muy típico de ella.

- Si, fue tan interesante… no éramos exactamente una pareja normal.

Claudia rio brevemente, luego miró en dirección a las palmeras y observó cómo unas gotas caían paralelamente a su lado.

- Siempre te gustó este lugar, Miguel – dije tranquilamente.

- Te gustaba más a ti que a mí, es más, aún tengo los llaveros que me regalaste aquí cuando cumplimos nuestro segundo aniversario.

- Estaban en oferta.

- Eso también lo averigüé.

Reímos los dos. El dolor vertebral continuaba y me hacía dificultosa la risa. Todo era tan extraño.

Claudia era una ex enamorada que tuve antes de Inés. Duramos casi cinco años pero por circunstancias que aun extrañamente no recordaba, nuestra relación había acabado. Quería hacer memoria pero no lograba traer nada al recuerdo. Era un momento muy extraño e incómodo porque Inés aún seguía arriba comprando y yo me encontraba abajo hablando con una ex. “Pero no la estoy engañando” me consolé, y era cierto, solo me llamó mucho la atención ver a Claudia, a quien no había visto en muchos años, y quería aprovechar unos minutos de libertad para poder saludarla. Pero todo se había tornado muy extraño.

Claudia no estaba resentida, asustada, indignada ni nada. Ni siquiera estaba aburrida, parecía que hubiese estado esperando que yo salga a las afueras del establecimiento para poder hablar. Pero aún había cosas que no había logrado recordar. Por alguna extraña razón sentí que debía seguir hablando con Claudia. Precipité las cosas.

- Claudia ¿Por qué terminamos? – pregunté bruscamente mientras intentaba hacer memoria pero un dolor agudo comenzó a escarbarme el cerebro. No lo relacioné al hecho de hacer memoria.

- Tranquilo Miguel ¿recién nos hemos reencontrado y ya quieres recordar las malas cosas? – dijo serenamente mientras sacaba un pañuelo y me lo acercaba a mi rostro. El pañuelo se tiñó de rojo. Me asusté.

- ¿Qué ha pasado? – pregunté alarmado.

- Parece que te has dado un golpe en la ceja y una vena se ha reventado, pero tranquilo, tengo un pañuelo y no se ve grave – dijo mientras me secaba la herida. Sus cálidas manos me hacían sentir tanto - ¿Recuerdas cuando ese chofer se quiso pasar de vivo conmigo?

Recordé el incidente, había sucedido luego de que un descarado taxista le había dado un piropo subido de tono y yo reaccioné violentamente.

- Bueno, me hicieron cinco puntos en la cabeza por eso – dije recordando de manera divertida la anécdota – pero valió la pena y la herida fue mucho más grande que esta.

Claudia rio y retiró el pañuelo. Me sentí algo mejor pero le atribuyo la sensación al roce de las manos de Claudia que al tratamiento de la herida. De pronto sentí un hincón en las costillas. Dolió como el infierno pero pasó. Claudia pareció no notarlo.

- Siempre tan protector y siempre tan paciente – dijo acomodándome la chalina.

- Lo valías, fuiste maravillosa – dije mientras recuperaba el aliento.

- ¿Y ahora no lo soy? – bromeó y ambos reímos. Se sentía tan bien todo.

- ¿Y ahora qué haces por la vida? – dije intentando retomar la conversación.

- No lo sé, tú sabes que mi concepto de vida es distinto y ahora no es la excepción – me dijo en un tono enigmático pero estaba tan embelesado que pasé por alto lo que me dijo.

- Siento que no debimos de haber terminado… - volví a decir pero Claudia me tomó de las manos. Mis helados dedos se entrelazaron con los suyos.

- Miguel, no es el momento de hablar de eso – dijo serenamente – que ya no hay mucho tiempo.

- ¿Ya te irás? – le pregunté preocupadamente.

- No… creo que te irás tú – dijo sin darle mucha importancia.

Repentinamente sus dedos chocaron con mi anillo de compromiso. No mencionó nada y siguió tomando mi mano como hacía mucho tiempo lo había hecho.

- ¿Has venido acompañada? – le pregunté intentando sacar alguna noticia de su situación sentimental.

- Creo que ya no puedo tener compañía, Miguel – dijo tristemente.

No quise tocar el tema. Aun no recordaba por qué habíamos terminado y preferí no entrar en ese terreno para no despertar rencores pero sea lo que haya sido, parece que ella se lo había tomado a bien.

El frío se hacía más insoportable pero no quería despegarme de Claudia. Sabía que si Inés me viese me mataría pero por la discusión que habíamos tenido antes de ir al centro comercial, no me importaba. Así éramos los dos, jodidamente orgullosos. Cuando quise volver a retomar la palabra, una sensación de toz se apoderó de mí. Tosí violentamente cuatro veces y escupí al suelo. Una mancha roja tiñó el gris del concreto.

- Tranquilo, Miguel – dijo serenamente Claudia – aquí tienes, límpiate.

- Claudia, no sé qué tengo – comencé a decirle como si ella pudiese darme una explicación – de pronto me he sentido mal hace una hora y siento que cada vez empeoro, tengo miedo de que pueda ser contagioso y…

- No es contagioso – dijo seguramente.

- Pero podría afectarte…

- No me afectarás – dijo de modo seguro nuevamente

Dejé el papel manchado a un lado y sabía que mi rostro tenía dos moretones y una cicatriz en la ceja muy notoria pero a Claudia parecía no importarle ni darle asco.

- ¿Cómo está ella? – preguntó de golpe.

- ¿Ella? – pregunté aun pensando en mis lesiones inexplicables.

Claudia tocó mi anillo y entendí la pregunta.

- Inés… es mi prometida – dije un tanto dubitativo al tener a Claudia como interlocutor.

- No suenas muy convencido, Miguel – me reprochó.

Suspiré, no quería mentirle.

- Tú conoces mi carácter, Inés no es como tú, tiene un carácter muy fuerte y por momentos no coincidimos.

- ¿Y por qué se comprometieron?

Tenía miedo de darle una respuesta. Tenía razón ¿Por qué me había comprometido? No sabía que responderle a ella ni a mí. En el fondo sentía que aún Claudia significaba algo que no había concluido pero también recordaba a Inés y sentía el presente tan fuerte como el golpe de una ola.

- Quizás Inés fue lo más parecido que encontré a ti – dije sorprendido por mi propia respuesta – Quizá no busqué a nadie nuevo nunca realmente.

Claudia me miró con reproche y se acomodó el abrigo que le tapaba hasta los puños. La gente poco a poco salía del centro comercial. Al parecer cerrarían temprano por el mal tiempo.

- Claudia ¿Por qué terminamos? – volví a preguntar para terminar de entender todo.

- A veces es mejor reiniciar todo, Miguel – me dijo obviando mi pregunta – a veces es mejor dejar que el tiempo circule y ordene lo que ha sucedido… por más que lo que venga no nos guste.

- ¿A qué te refieres? – pregunté sin entender lo que me dijo.

- A que me tienes que dejar ir, Miguel. Yo ya no represento una alternativa para ti.

Sentí una pequeña rabia por dentro. Aun me sentía unido a Claudia en cierto modo.

- Claudia… - comencé a decirle pero ella me volvió a interrumpir.

Sacó otro pañuelo y me secó la nariz. Sin que yo me haya dado cuenta, un hilillo de sangre había estado surcando mis labios. Sentí repugnancia de mí mismo, ya ni quería saber qué estaba pasando, solo quería tener la certeza de que podría volver a ver a Claudia.

- El tiempo ha hecho su trabajo, Miguel. No forcemos nada – me dijo serenamente.

- Pero el tiempo puede errar, el tiempo puede haber hecho mal las cosas, el tiempo no es perfecto… - comencé a decir pero Claudia me detuvo.

Por primera vez en aquel momento, los ojos de Claudia asomaron un par de lágrimas que no pudieron caer.

- Pero el tiempo no falló, Miguel… - dijo tratando de encontrar las palabras indicadas pero a la vez sintiendo un profundo dolor interior que su corazón de porcelana había albergado mucho tiempo - … el que falló fuiste tú.

Solté sus manos y me incorporé. Repentinamente tuve un chispazo de lucidez. Todo se veía raro pero aún más raro era el sentimiento que me había comenzado a invadir. Era miedo, pero elevado al nivel de terror. ¿Qué había hecho para alejar a Claudia?

Claudia no habló. Parece que ya se había dado cuenta que yo había notado algo muy raro en todo esto. Hubo un ligero temblor en la tierra y el ambiente se enrareció. Yo aún no procesaba nada correctamente. Entonces Claudia se subió las mangas de su abrigo.

Allí, donde dos suaves muñecas debían asomar al frío clima del centro comercial, yacían dos rayas rojas de gran profundidad dejando ver el grifo por el cual la vida de Claudia se había escurrido hace mucho tiempo atrás.

Sentí mareos, un dolor de cabeza muy agudo y mi cuerpo, por primera vez desde el momento en que salí del centro comercial, dejo crujir unos sonidos que presumiblemente eran huesos. Pero no me importó.

Claudia no estaba viva.

No me importó lo raro del momento, lo absurdo de las conclusiones ni de que Inés me viese en tan extraña compañía. Solo me importaba disculparme con Claudia por todo lo que la terrible memoria me había traído a la mente.

- Lo siento, no sabes cuánto lo siento… - comencé a decir aterrorizadamente pero ella se mantuvo firme y serena como en el inicio.

- Descuida, ya todo pasó – dijo sin rencores.

Me sentí terriblemente mal, las lágrimas escaparon de mis ojos, que ahora también los sentía adoloridos, y la abracé. No me importó nada ni nadie, solo la abracé muy fuerte como lo hacía con ella cuando me sentía deprimido. Ella también me abrazó con la delicadeza de una brisa.

- ¿Sigues bebiendo seguido? – me preguntó mientras me arrullaba mi magullada cabeza.

- Si… a veces – respondí. Pero era una mentira.

El alcohol había sido un vicio terriblemente nocivo para mí. Claudia y yo habíamos sido bebedores sociales en nuestros años de la universidad pero con los años eso se convirtió en un vicio destructivo. Claudia al inicio lo tomaba con humor pero a medida que el tiempo pasaba, las circunstancias se habían escapado de control. Especialmente conmigo. Lo recordaba claramente.

- ¡Nunca te importa saber si he llegado bien a casa! – gritó Claudia desde un extremo de la habitación mientras me abría paso a duras penas.

- No te interesa saber de mi vida, mujer – balbuceaba por el alcohol y me dirigía a la refrigeradora para tomar un par de botellas más.

- ¡Eres una desgracia de hombre! ¡Has faltado al trabajo dos semanas seguidas! ¿Acaso piensas vivir de esto?

Me exasperé y enfurecí. Me acerqué aun tambaleante a ella y le di una bofetada que la tiró al suelo. Claudia solo se echó a llorar por la impotencia.

- Es mi vida y son mis reglas, mujer. Si no te gusta te puedes largar – dije en tono altanero mientras tomaba directamente de la botella y me desplomaba en el sillón. El gato huyó de mi decadente presencia y tomé el control de la televisión para poner cualquier programa a todo volumen y callar el llanto de Claudia.

No me di cuenta en qué momento se había puesto de pie ni en qué momento se había dirigido a la azotea con mi navaja de afeitar. Lo siguiente que recordé es que ella se había quitado la vida en medio de la lluvia.

Y ahora estaba conmigo.

- No la hagas sufrir, Miguel. Ella te quiere – me dijo sin vacilar.

No respondí. Recordar lo que pasó me quebró completamente. Estaba física y emocionalmente fragmentado.

- Te juro que no… - comencé pero las lágrimas caían descontroladamente de mi rostro. Solo la abracé más fuerte como si el perdón tratase de ejercer presión.

Claudia no me odiaba, me abrazaba tranquilamente mientras acariciaba mi húmedo cabello.

- ¿La quieres? – preguntó repentinamente mientras yo manchaba de lágrimas y sangre su abrigo.

Pensé en Inés. Su dulzura, su ternura, su interés por sacarme del hoyo del alcoholismo en el que me había metido hacía tanto tiempo atrás. Después de Claudia, solo Inés se había interesado por dejarme algo de dignidad y apostar por un remedo de ser humano que solo tenía como futuro alguna cantina mugrienta donde se pudriese el hígado. Pensé en ella, en cómo realmente me recordaba a Claudia y en cómo ella había aceptado el reto que Claudia había iniciado. No sentía que yo valiese tanto pero ellas lo vieron distinto. Con una había fracasado pero con la otra aun no. Mi respuesta era segura.

- La quiero más que a nada en este mundo – dije más seguro que cualquier cosa que haya podido decir en este mundo.

- Se acaba el tiempo, mi amor – dijo Claudia. No entendí a qué se refería.

- ¿Te refieres a que Inés ya saldrá de compras y tendremos que recoger el auto de la cochera? – pregunté aun sin entender eso del tiempo que había mencionado antes.

- No, querido. Yo me quedo, el que se irá eres tú pero tranquilo. Volverás a donde debes estar – me dijo cariñosamente.

Aun sin entenderlo, seguía aferrada a ella. Mis lágrimas habían parado pero una pena incomprensible aún me corroía por dentro.

La neblina se hacía más espesa y la lluvia caía inclementemente. Entonces, rompiendo el incomprensible silencio de una calle que debería sonar concurrida, el motor de un auto retumbo en su arrancar.

Una camioneta negra salía de los estacionamientos subterráneos del centro comercial. Se me hacía muy conocida. Me incorporé en el asiento y sentí mi cuerpo hacerse pedazos. El dolor era insoportable e incomprensible por su origen. Tenté un último intento de mover el cuello para ver bien el auto ya que lo sentía completamente adolorido y lo que vi me pasmó, aún más que el hecho de haber encontrado a una ex novia muerta.

En el lado del copiloto, una mujer de facciones alargadas ponía una mueca de enojo y se negaba a ver al piloto por alguna razón. En cuanto vi quién manejaba el auto comprendí todo inmediatamente. Con las mejillas rojas y los ojos semiabiertos por los efectos del alcohol, una persona que rodeaba los 35 años manejaba temblorosamente el timón: Era yo.

El pánico me invadió.

- Claudia ¿por qué me duele todo el cuerpo? – pregunté.

Pero Claudia no respondió. Solo miraba seriamente el automóvil cómo salía erráticamente del estacionamiento.

- ¿Inés estaba enojada conmigo hoy porque bebí antes de ir a comprar su vestido? – volví a preguntar desesperadamente.

Pero Claudia me volvió a ignorar.

Algo macabro y desesperante había comenzado a apoderarse de mí. Parecía que algo lógico tomaba forma de una manera espantosa y aberrante. Entonces de pronto todas las palabras de Claudia parecían tomar sentido. Me resigné. Entonces Claudia habló.

- Falta muy poco – dijo ella.

- Lo sé – dije suponiendo algo terrible mientras mirábamos como repentinamente el auto, el aire, el ambiente y todo a su alrededor se ralentizaba.

- Hazla tan feliz como me hiciste a mí en nuestros primeros años, mi amor – dijo ella.

Esta vez yo no respondí. Sabía que me esperaba algo terrible pero era un capricho del tiempo. Finalmente lo entendí.

- Será mejor – dije de un modo seguro – por ti y por ella.

Claudia se puso de pie y me dio un beso en la mejilla.

- Espero no nos tengamos que ver en mucho tiempo – dijo – y cuando lo hagamos, me traigas buenas noticias.

- Espera – comencé a decir - ¿Entonces yo no voy a…?

Sin embargo Claudia solo estiró su brazo y señaló en dirección a la camioneta en la que íbamos Claudia y yo y luego señaló la pista de enfrente.

Como si de un fantasma de acero se tratase, en medio de la neblina surge un camión gigantesco que traía mercadería para el centro comercial. El camión cruza el semáforo en verde pero eso no vio el conductor que, producto del leve estado de ebriedad en el que se encontraba, avanzó negligentemente como si la pista estuviese completamente a su disposición.

Un sonido infernal colmó el ambiente. El auto se hizo pedazos y los gritos de horror aparecieron en el ambiente. Yo, aun sentado junto a Claudia, la vi por última vez. Se había puesto de pie y caminaba en sentido contrario.

Entonces comprendí los dolores. Sentí un tirón en el estómago muy poderoso y salí despedido del lugar donde había conversado con Claudia todo este tiempo. Una fuerza me jalaba rumbo al auto destruido que humeaba y ardía. Me colaba entre los hierros torcidos y me acomodaba en el lugar donde debía estado yo. Mi cuerpo se terminó de quebrar en un lento proceso que había tomado un par de horas y luego solo el silencio.





Epílogo

- Diagnóstico doctor – preguntó el oficial Maguiña mientras veía los cuerpos tirados en el suelo.

- Milagrosamente están vivos, ya hemos ordenado una ambulancia para que venga inmediatamente – dijo el doctor – me sorprende que hayan sobrevivido a tal accidente.

- Los milagros suelen pasar – dijo el policía.

El oficial salió de la escena del accidente y tomó una taza de café que había en las mesillas que habían dispuesto para atender a los bomberos y a la prensa que llegó para cubrir el accidente a las afueras del Mall del Sur.

- Pues sí, los milagros existen – volvió a susurrar mientras bebía el amargo líquido.

Recordó lo que le dijeron testigos que vieron previamente a la pareja en el Mall del Sur.

- El hombre se veía ligeramente ebrio. Estuvo sentado mucho tiempo frente a la ventana con la vista perdida.

- También armó un escándalo en la tienda de zapatos, por eso no le prestaron mucha atención a sus reclamos.

- También lo vimos en las barandas del décimo tercer piso. Su novia se sentía muy avergonzada y no quiso llamarlo. Creo que tenía problemas con el alcohol.

Se terminó de beber el café y llegó un enfermero trayéndole un informe.

- Oficial Maguiña, tenemos el informe – dijo apresuradamente.

- Adelante hijo – respondió el policía.

- El hombre sufrió un golpe muy duro en la cabeza, es probable que haya perdido ciertas capacidades cognitivas como la memoria. Tiene una herida muy grande en la ceja pero lo más inquietante es que su columna vertebral está casi destruida. En caso que este hombre viva, no podrá caminar nunca más.

- Entiendo – dijo seriamente le oficial - ¿y la chica?

- Sufrió lesiones menores porque llevaba cinturón de seguridad – dijo el enfermero viendo el expediente – pero un fierro del camión atravesó su pierna por encima del tobillo. Está destruido. Tendremos que amputar pero al menos podrá mantener el movimiento.

- Gracias, deja el informe en mi escritorio por favor.

El enfermero salió a toda prisa y pasó por el lado donde yacían tendida la joven pareja.

- Han tenido mucha suerte – dijo el enfermero mirando la gravedad de las heridas.

El enfermero se alejó y los dejó allí a la espera de la ambulancia.

Repentinamente la mano de Miguel tembló y tres dedos se movieron muy lentamente, casi un centímetro, buscando algo y encontró lo que quería. La mano de Inés sintió los dedos de su novio y presionó ligeramente los suyos.


domingo, 3 de junio de 2018

El Sendero de los Cuatro



I

La capital comenzó a temblar y el sueño del Inka se terminó.

- ¡Señor! ¡Señor! ¡Acaban de dar su primer aviso!

Un guardia había llegado corriendo a toda prisa por los pasillos del gran palacio del Puma en dirección a la recámara del Inka. Abrió la puerta y vociferó a todo pulmón la advertencia.

El Inka Sariri abrió los ojos de inmediato y se incorporó sobre sus pies con reflejos casi felinos. Tres minutos más tarde estaban corriendo rumbo al balcón real.

- ¿Cuántos son? – pregunto preocupado el Inka mientras se acomodaba la corona de oro y plumas.

- Cientos, quizás miles – dijo el guardia que trataba de seguirle el apurado paso al soberano.

- ¿Nuestros guerreros?

- Alistando las porras y las lanzas, mi señor – dijo el guardia, y añadió preocupado – aunque dudo mucho que sirvan contra esas bestias.

El palacio volvió a retumbar. El Inka y el guardia perdieron el equilibrio y cayeron. Se cogieron de la pared para poder incorporarse.

- Son miles, Kuntur… - dijo el Inka – y no están dando una advertencia. El momento ha llegado.

Tras tastabillar unos metros más allá, llegaron frente a las gruesas puertas que dividían el pasillo del quinto piso del palacio, del balcón. Cinco guardias más se sumaron al intento de abrir las puertas para presenciar el terrible espectáculo. Las puertas crujieron como nudillos de gigantes y estas se desplazaron de par en par para revelar un agobiante escenario. El Inka se aferró a los bordes del balcón y sintió una aguda punzada en su pecho.

- Que los dioses nos guarden… - murmuró. Los guardias también ahogaron un grito.

Desde el imponente balcón, donde generaciones de los habitantes del Pachasuyo habían oído los discursos de cientos de soberanos, ahora solo se podía apreciar la destrucción en su más terrible forma: El aniquilamiento absoluto.

Desde el cielo, como si de un temible granizo se tratara, gigantescas rocas llovían sobre la parda ciudad que hacía solo unas horas fluía en comercio, agricultura, ganadería y minería. Pero el terror no acababa allí.

Cada piedra, al llegar a impactar contra su objetivo, se desenrollaba como un grotesco rompecabezas y adoptaban una forma humanoide que empuñaba una espada del mismo material que todo su cuerpo. Estos entes de aproximadamente tres metros de altura y una buena cantidad de toneladas en peso, arremetían violentamente contra las casas, corrales y otras construcciones ocasionando su inmediata destrucción, convirtiendo así a la ciudad en un amasijo de ruinas y fuego.

- Pururaucas – murmuró Sariri.

- Señor, es mi deber informarle que nuestra comisión de emisarios negoció con ellos hace cuatro ciclos lunares y habló con el rey de los Pururaucas, Vomur, acordando una tregua larga que durase más de cincuenta años – dijo apresuradamente.

- ¿Y por qué nos atacan ahora, Ninan? – bramó Sariri.

- Es probable que el rey anterior de los Pururaucas haya sido desafiado a un duelo y haya muerto, siendo otro el que usurpe su trono y tome esta terrible decisión, su alteza.

- Yo hablé con Vomur hace unas lunas atrás, el rey estaba seguro que la paz continuaría incluyendo en otros gobiernos posteriores al suyo. Es algo que se ha establecido así por el concilio de Gigantes de Piedra. No pueden romperlo a menos que el cambio haya sido demasiado radical.

El palacio volvió a temblar, esta vez más violentamente. No había tiempo que perder. Era necesario contestar el ataque.

- Ninan, ordena el ataque de las tropas – dijo sombríamente el Inka mientras quitaba la pluma verde de su corona – es hora de demostrarle a los Pururaucas que esta región nos pertenece.

El General Ninan corrió a toda prisa rumbo al torreón norte del palacio. Subió las escaleras lo más rápido que sus ágiles piernas le permitían y llegó a la parte más elevada donde yacía una mesa de piedra y, encima de ella, un cuerno de Carnero del Sol. Lo tocó con todas sus fuerzas y el profundo sonido retumbó por todas las calles de la asediada ciudad.

- ¡El cuerno ha sonado! ¡Todos a las calles! – rugió el comandante a sus tropas.

Miles de soldados del Pachasuyo corrieron al encuentro de los Pururaucas que seguían cayendo del cielo y desdoblándose al llegar a él. Las lanzas y las hachas echaban chispas por todas las calles de la ciudad y trozos de piedra caían rodando calles abajo, como testimonio de la fiereza de los soldados del Pachasuyo. Pero no eran suficientes.

Ninan cogió su temible porra, que tantas cabezas de Pururaucas había arrancado, y salió a toda prisa para ayudar a sus compañeros.

- ¡Cuídense de los impactos, fieros hombres! – gritó a cuanto soldado suyo veía en el camino.

El valeroso Ninan evadía los impactos como un galgo evade los obstáculos y con increíble precisión lograba asestar duros golpes a las pétreas cabezas de los gigantes. A su lado, muchos hombres resistían valerosamente la cruel invasión mientras otros yacían en el piso habiéndolo dejado todo por el reino que los crio y los vio convertirse en hombres.

- ¡Refúgiense en el palacio! ¡No se queden en las calles! – les dijo el General a las familias que huían aterrorizadas por la repentina invasión.

El viento helado de la tarde ya comenzaba a caer y la batalla parecía no acabar. Hombres y Pururaucas yacían enfrascados en una batalla que acortaba la vida de lo que hace unas horas había sido el glorioso reino del Pachasuyo. Entonces algo distinto sucedió.

El cielo se ennegreció como trayendo prematuramente a la noche y la lluvia de Pururaucas dejó de caer. Los gigantes de piedra se detuvieron en sus lugares y se postraron ante la llegada de cualquiera fuese la cosa que iba a llegar. Ninan se detuvo y sus soldados hicieron lo mismo.

De improviso, como un relámpago azabache, la negrura del cielo golpeó el suelo y un nuevo Pururauca había llegado. A diferencia de los otros, este no tenía una forma tan rustica si no que poseía extremidades más finas y un rostro más similar al de los humanos. Caminaba rumbo al palacio y su ejército lo seguía.

- General ¿Quién es él? – preguntaron los soldados que ahora se agrupaban en torno a Ninan.

- No lo sé… No es el rey Vomur.

El gigante desconocido se aproximaba a zancadas rumbo al palacio hasta que finalmente llegó a cien metros él. Sus soldados se detuvieron junto con su señor. Cuando se detuvo, el gigante habló.

- Inka Sariri, muéstrate y no te escudes con estos hombres tan débiles como cristales de monte – bramó el imponente gigante.

Más allá, resguardados en las ruinas de una casa demolida por la guerra, Ninan y sus hombres observaban la escena.

- Señor, creo que encontramos al rey Vomur – dijo de pronto uno de los soldados mientras observaba con un catalejo al gigante. Le pasó el artefacto a Ninan y él pudo ver a qué se refería.

Colgando como un tétrico adorno, la cabeza de Vomur, rey de los Pururaucas de la montaña de Tamputoco, yacía en el cinto del nuevo rey de nombre aún desconocido. La razón era obvia: Había sufrido un golpe de estado.

- Muéstrate, cobarde Inka Sariri o iré tras de ti convirtiendo esta fortaleza en comida para mis guerreros y vendiendo a la gente tras esa puerta como esclavos para los reinos del sur – volvió a vociferar el rey de piedra.

La puerta delantera del palacio se abrió de par en par y el Inka se mostró ante el monstruo vestido con su traje guerrero y portando en el brazo derecho un ostentoso mazo coronado con una estrella de piedra que, según se cuenta, fue tallado con el corazón del primer rey de los Pururaucas conquistado hace cientos de generaciones atrás. El Inka estaba dispuesto a pelear aceptando el reto del rey de los Pururaucas.

- El Inka Sariri no pensará en… - murmuró horrorizado uno de los soldados adivinando lo que sucedería.

El Inka era el soberano absoluto del Pachasuyo y su cargo no era un asunto meramente formal. Él se había ganado el derecho legítimo a ser un Inka. Uno de sus grandes méritos que lo había catapultado hacía muchos años atrás a ostentar el cargo máximo de esa región era su increíble habilidad para la guerra. Habilidad que le había valido grandes victorias que había peleado codo a codo con su general de mayor confianza: Ninan.

- El Inka Sariri podrá derrotar a ese monstruo y acabar este intento de invasión – dijo Ninan intentando animar a sus soldados pero sin convencerse mucho de ello – solo tiene que confiar en sus habilidades guerreras. Yo mismo lo he visto en muchas ocasiones destruir Pururaucas y Guerreros del Sur portando su majestuosa Porra.

Los soldados de Ninan no podían dar crédito a lo que sus ojos veían. El mismísimo soberano del Pachasuyo se enfrentaría al nuevo rey de Tamputoco, Tierra de los Gigantes de Piedra o Pururaucas, quien presumiblemente le había arrancado la cabeza al rey anterior… que ahora colgaba de su cinto.

- Esperemos que la cabeza de Sariri no cuelgue de su cintura más rato – dijo preocupadamente uno de los soldados.

- ¡Eso no pasará! ¡Muerte al tirano! - gritó de improviso uno de los soldados agazapados en las ruinas atrayendo la mirada horrorizada de sus compañeros, Pururaucas y del Inka Sariri.

Como si de un reflejo sobrehumano se tratase, el Rey de Piedra sacó una daga de mármol de su cinto, tan grande como una puerta de cabaña, y la lanzó sin siquiera voltear a mirar al valeroso soldado que había ido a su encuentro a fin de sorprenderlo con un ataque imprevisto. La daga viajó a una velocidad imposible e impactó en el cuerpo del soldado estampándolo firmemente contra una columna a casi doscientos metros más allá de donde había partido.

- Insensato… - murmuró Ninan conteniendo la ira – no era necesario que haga eso. Vomur era un rey sumamente diestro en batalla y aun así esta bestia pudo matarlo.

- ¿Nuestro Inka vivirá? – preguntó otro de los soldados temblando fuertemente mientras ajustaba inseguramente su espada.

- No lo sé – respondió Ninan.

Tras el trágico incidente, el Inka ajustó su mazo y señaló directamente al rostro del Rey de los Gigantes de Piedra.

- Pagarás por esto y por todas las vidas que te llevaste hoy, bestia – dijo encolerizado el soberano.

El duelo comenzó.

El gigante se abalanzó sobre Sariri con su prominente espada pero el Inka ágilmente lo esquivó para asestarle un duro golpe en la pierna. El sonido de ambas rocas chocando generó una onda expansiva que hizo que el suelo temblara y los soldados se tomaran fuertemente de las ruinas para no caer.

- ¿Qué fue eso? – pregunto uno.

- Es el poder de un mazo tallado con el corazón de un rey Pururauca y la sangre de un descendiente de Pachacámac – dijo seriamente Ninan – sin embargo su victoria aún no está asegurada.

La batalla se tornó más violenta. Los golpes iban y venían pero la agilidad del Inka Sariri lograba esquivar la mayoría de los, sin embargo, en un momento de descuido, el Pururauca realizó un movimiento inesperado. La espada del gigante retornó en la misma dirección que había sido blandida para atacar al Inka y este último no vio dicho movimiento. El peso del mango de la espada del Pururauca impactó de lleno en el brazo izquierdo de Sariri y este cayó al suelo con el brazo doblado de una forma extraña. El Inka yacía en el piso con el brazo fracturado pero su actitud desafiante no había desaparecido. Se incorporó y volvió a la batalla pero, esta vez, se hacía notar la falta de su extremidad izquierda.

Ninan reaccionó inmediatamente.

- Runam y Sique, vayan a los templos de Pachacamac y traigan una de las piedras del transporte que guarda el oráculo en el Arca a Pachamama. Necesitamos trasladar al Inka o este morirá a manos del Pururauca – gritó Ninan a sus soldados las instrucciones para llevar a cabo el plan de emergencia.

Con un brazo inutilizado, el fiero Inka Sariri seguía asestando golpes al cuerpo pétreo del gigante. Su sangre, según cuenta la leyenda, descendiente del mismísimo Pachacámac, hacía gala de su poder semidivino al reflejar en cada golpe una intimidante onda que hacía temblar el piso. Sin embargo el Pururauca rey, poco o nada cedía.

Cada minuto que pasaba, el Inka tenía una nueva herida abierta que dejaba ver el linaje de su divina estirpe. El Pururauca no cesaba en sus fieros ataques y la energía de Sariri parecía menguar cada vez más rápido.

- Señor, quedaba solo una. Los sacerdotes han sido asesinados en medio del asedio – dijo uno de los soldados que había llegado trayendo consigo algo envuelto en una diminuta manta.

- Dámela, esperaré el momento indicado para poder transportar al soberano. Cuando Sariri y yo desaparezcamos, evacuen la ciudad. Llévenselos a las planicies del norte. Los Pururaucas no pisan esa región porque es territorio neutral para ellos. Elaboren campamentos y asistan a los heridos. Trataré de traer refuerzo de los otros suyos para expulsar a los invasores.

- Entendido, señor – dijeron al unísono los soldados que ahora se iban a indicar las órdenes del general a los otros grupos agazapados en las ruinas.

Entonces, en una jugada imprevista, el Pururauca logró darle un golpe certero al pecho del Inka Sariri y este se desplomó en el suelo herido de muerte. EL gigante avanzó y lo tomó del cuello para mostrarlo a su legión de soldados de piedra.

- Pururaucas ¿Este es el débil rey con el que tranzan tratados de paz? – gritó elevando el cuerpo débil de Sariri - ¿Este es el hombre que les ha arrebatado las planicies de Tamputoco y ha creado el reino de los hombres llamado Pachasuyo?

La multitud de Pururaucas rugió en señal de victoria mirando el cuerpo debilitado del valeroso Inka.

- Son cuatro alimañas como tú y a los cuatro les quitaré la cabeza para convertirlos en trofeos – susurró el Pururauca mirando a Sariri – quiero que tu especie sepa que es el fin de su reinado.

El Inka miró hacia el vacío rostro del gigante, había algo de familiar en él pero no lograba saber qué.

Lo único que supo era que solo tenía una oportunidad. Reuniendo las pocas fuerzas que le quedaban, el Inka vociferó.

- ¡OH GRAN PACHACÁMAC, BRINDAME TU FUERZA UNA VEZ MÁS PARA HACER VALER TU PALABRA Y TU LEY! – gritó el sangrante Inka.

Repentinamente el suelo tembló como una piel de tambor, el aire aceleró su paso y numerosos picos de piedra emergían del suelo demostrando el poder del Dios de la Tierra.

El mazo de Sariri se tornó de un intenso brillo en su brazo derecho y antes de que el Pururauca se pudiese dar cuenta de lo que pasaba, el valiente Sariri golpeó con todas sus fuerzas al rostro del gigante de piedra esperando derrotarlo. Un gigantesco brillo iluminó el ruinoso Pachasuyo y un temblor muy violento sacudió la tierra. Soldados humanos y soldados de piedra temblaron ante tal muestra de poder. Cuando el temblor cesó y la iluminación desapareció, todos miraron al rostro del gigante de piedra que había recibido frontalmente un ataque casi divino.

La cabeza del Pururauca yacía casi completa pese a haber recibido un ataque directo del mazo de Sariri. El gigante se llevó la cara al rostro y, horrorizado, sintió que algo faltaba. Miró al suelo y vio algo familiar dando los últimos rebotes en el piso: Su nariz.

El gigante rugió de cólera y miró directamente a su ejército.

- ¡Destruyan absolutamente todo! ¡Que no quede piedra sobre piedra! – luego miró hacia Sariri quien yacía agonizante en su mano - ¡Tú! ¡Tú pagarás caro haberme hecho esto!

Los Pururaucas fueron en dirección al palacio para aniquilar a la población del Pachasuyo que se había refugiado en él, mientras que otro grupo se internaba en las serpenteantes calles del imperio para tomar las ultimas vidas que se refugiaban por ahí.

- ¡Detengan a los Pururaucas que van al palacio y a los interiores de la ciudad! – gritó Ninan quien vio temeroso cómo ese ataque tan fulminante apenas le había hecho daño al monstruo - ¡Yo iré a rescatar al Inka!

Ninan rompió la piedra del transporte que le había dado una de sus soldados. Sabía que solo tenía veinte segundos para salir de su escondite, tomar el brazo del Inka y esperar a que la piedra los lleve a uno de los cuatro grandes reinos de los hombres… de los cuales ahora solo quedaban tres. Diecinueve segundos.

Ninan salió de su escondite y corrió a toda velocidad en dirección al Pururauca rey para poder arrebatarle de sus manos al Inka, pero el gigante se dio cuenta. Blandiendo su espada, le propinó un brutal golpe al general y este cayó casi inconsciente al suelo. Quince segundos.

El Pururauca no desperdiciaría tiempo aniquilando a un pobre general derrotado, su sed de venganza lo consumíay necesitaba saciarla con sangre enemiga. Diez segundos.

El general se incorporó a duras penas y se llevó la mano al pecho. Una gran herida se le había formado y la sangre caía tiñendo el suelo de rojo. Cinco Segundos.

El Pururauca miró a los ojos de Sariri y le dijo:

- Va uno y son cuatro.

El gigante dio un golpe directamente al cuello del Inka y este se desprendió del cuerpo del soberano. El Pururauca levantó la cabeza del Inka quien había fallecido manteniendo su actitud desafiante hasta el último segundo de vida. El rugido del Pururauca se sintió en todo el Pachasuyo y un ligero temblor sacudió la región.

- ¡No! – gritó Ninan al ver el cuerpo decapitado de su soberano en el piso ya inmóvil. Dos segundos.

Entonces, al general y a la bestia se les ocurrió lo mismo al mismo tiempo: El mazo prodigioso de Sariri.

El gigante lo vió primero y se agachó a recogerlo, pero el general fue más rápido. Se lanzó y abrazó el mazo por debajo de su cuerpo como si de una tortuga se tratase para evitar que el gigante la tome.

- Tú, insignificante criaturia – rugió el Pururauca y sacó la espada para partirlo a la mitado.

Ninan sintió el filo de la espada de piedra acercarse a toda velocidad hacia él. Sentía que era el fin de todo y entonces la piedra funcionó.

En medio de un gran torbellino de color carmesí, Ninan era transportado a otro de los reinos donde los hombres gobernaban. Vio cómo se alejaba a toda velocidad del Pururauca, de sus soldados y de su reino.

El problema era que no sabía hacia donde lo transportaría.



CONTINUARÁ...


BattlegroundHunter.exe

I Tras una breve espera, la explosión se produjo. - ¿Cómo estamos de municiones, Chris? – preguntó Dante mientras acomodab...