martes, 5 de enero de 2016

La Sirena





I

Estrellitas van, nunca se ocultan

Ese es mi amor, que por ti pulula

Donde estarás, donde te hallarás

Cholita linda, a mi corazón encantas



“Siento el rasgado de las cuerdas, arañando la superficie de mis oídos y el compás de la percusión sincronizando mi pulso. Tienen talento, no hay duda, pero no el suficiente. Todos siguen festejando, tomando, comiendo, bailando…”



Cuando me dirás el sí, cholita de bellos ojos

Singular cuerpo, perfecto antojo

Te veo lejos de mí, por qué por qué

Si ayer te amé, ¿hoy ya para qué?



“Lo siento en mi garganta, esas notas no pueden ya dar más. Qué idiota ¿En serio cree que esas cuerdas aguantarán semejante ritmo? Ah, casi es el momento. Aun sin mirar aquella cuadrilla siento sus defectos. Esa guitarra, ah, debió ser más cauto, tiene cuatro abolladuras en la caja y el mástil está astillado. Creo que ya es hora. Sí, no me equivoco…”



Por qué serás así, por qué me haces eso a mí

Si yo te amé y nunca te fallé

Ayer tenía tu amor y hoy solo rencor

Cholita de Candarave, tu amor a mí me…



Repentinamente la cuadrilla paró en seco la canción. La alegre fiesta campesina se vio interrumpido por el silencio y muchos silbaron en protesta. Algunos borrachos comenzaron a armar alboroto.

- ¿Qué pasó? ¿Ya se les acabó el repertorio? – gritó Don Emiliano quien había estado moviendo alegremente el cuerpo tomado de la mano de su comadre.

- Creo que se olvidaron la letra. ¡Vaya chasco! – exclamó Don Silverio al tiempo que se servía otro vaso de cerveza y le pasaba a su compadre quien silbaba a toda máquina exigiendo la reanudación del tema

La cuadrilla musical miraba hacia todos lados buscando el origen de aquella interrupción. No demoraron mucho en encontrarla. Félix, un guitarrista del pueblo de Ticapampa, sostenía a su veterana amiga de madera como quien hubiese cargado el cadáver de su hijo. Tenía el mástil quebrado y las cuerdas se habían roto.

- ¡Félix! ¿Qué le pasó a Maquirina? – preguntó el sujeto del charango mientras abrazaba su instrumento como temeroso de que pueda adquirir una enfermedad imposible.

- No entiendo, ayer la revisé y estaba completamente bien. Rindió excelente durante todo el ensayo – dijo Félix sin poder contener una lágrima al observar a su estática amiga reducida a desperdicios – No entiendo cómo pudo pasar esto, no tiene sentido.

Mientras los músicos disertaban sobre lo que había sucedido con la guitarra y el público asistente continuaba reclamando más música y más alcohol, un joven miraba desde las sombras lo ocurrido. Los había estado oyendo desde hacía varios minutos pero era justo en aquel momento que les dirigió la mirada. Chasqueó la lengua.

- ¿También lo sentiste, Ciro? – Dijo Maquera quien ajustaba las perillas de su charango.

Ciro descruzó los brazos y dejó de apoyarse en la pared. Miró la cuadrilla, ahora arruinada, y contó sus miembros. Eran nueve.

- No puedes poner una guitarra de afinamiento tan bajo en un grupo de nueve personas – dijo Ciro mientras acariciaba la cabeza de Kamanchaka, su guitarra – el mástil estaba astillado, oía sus crujidos cada vez que aquel tipo presionaba los trastes, se vio obligado a afinar más agudamente la guitarra haciendo que las cuerdas ejerzan más presión sobre el mástil. El resultado era obvio.

Antolino, el quenista de la cuadrilla de Ciro, también se levantó de su asiento uniéndose a la conversación.

- No solo eso, Ciro. ¿No notaste algo extraño en las zampoñas y la quena? – dijo acercándose al joven guitarrista.

- Los agudos – dijo Ciro – no sonaban como deberían sonar, por momentos el sonido se perdía pero nadie lo notó. Para un oído común, e incluso profesional, el cambio es mínimo.

- Tienen fisuras – dijo Antolino mirando gravemente la zampoña que colgaba del cuello del músico de la ahora ya arruinada cuadrilla – es por eso que el sonido se va por momentos. Y tienes razón, el cambio es casi imperceptible.

Ciro continuó observando al público que recamaba más música y más licor. Sintió asco. Ninguna de aquellas personas apreciaba realmente la música, solo la usaban como excusa para embriagarse. Aquello era un insulto a su talento, o al de cualquier persona que amase la música. Por más malo que este sea en ella.

Era justamente la falta de talento aquello que había motivado a Ciro ser lo que era: Una leyenda de la guitarra entre las localidades andinas de Tacna.



II

- ¡Tienes los dedos de piedra! ¡Vuelve a la nota anterior! – gritó el profesor de música a un asustado Ciro de quince años.

Intentando de todo corazón, Ciro volvió a repetir la melodía. Amaba la música pero sus dedos eran torpes. Volvió a fallar.

- Esto es un caso perdido – resopló el profesor.

Ciro, frustrado por su falta de talento y movido por la frustración, arrojó su guitarra al suelo y corrió por los pasillos. Las lágrimas ocultaban su visión. Al llegar al río, lloró amargamente su suerte. ¿Cómo alguien con tanto amor a la música podía ser tan malo en ella?

Su bisabuelo había sido músico, su abuelo también, su padre le siguió los pasos y él era la vergüenza de la familia. Kamanchaka era su única amiga en aquellos momentos.

- Abuelo ¿Cómo se llama esa canción que tocas? – preguntó Ciro admirando el lustroso instrumento.

El abuelo, que en aquel momento estuvo tan concentrado en su melodía que no notó en qué momento llegó su nieto, detuvo las notas y se acercó al pequeño.

- Es una improvisación, Ciro – dijo el anciano sosteniendo la guitarra – cuando se ama la música no se siguen partituras, si no el corazón.

Ciro no despegaba los ojos de la guitarra.

- Me gustó mucho esa melodía, abuelo. ¿Podrías tocarla nuevamente? – dijo el niño observando las brillantes cuerdas.

- Kamanchaka no sigue órdenes, hijo, solo emociones – dijo el anciano tomando nuevamente la guitarra – pero puedo improvisar otra.

Ciro continuaba mirando el río. Sus ojos ya secaban. Tarareó la melodía de sus recuerdos y se incorporó.

- Tengo que recoger a Kamanchaka e intentarlo nuevamente.

Con pasos ágiles dio media vuelta y se dirigió rumbo al aula.



III

La cuadrilla finalmente se estaba retirando del escenario.

- ¿Ya nos toca? – pregunto el violinista a Ciro – Creo que ya están retirando sus trastes.

- No les digas así – dijo repentinamente Ciro. Se sorprendió un poco de su imprudencia – todo instrumento es valioso en las manos adecuadas.

Antolino, quién había oído la breve riña, se acercó.

- Ciro – dijo calmadamente – bien sabes que eso no es totalmente cierto.

Maquera los oyó, rió discretamente y sirvió un vaso de cerveza para ofrecérsela a Ciro.

- Esos pobres muchachos no saben equilibrar los sonidos. ¿Quieres? – dijo Maquera extendiéndole el vaso a Ciro. No lo recibió – Además debes reconocerle algo de razón a Antolino. Tu bien sabes la ventaja.

Ciro volvió a mirar al público. Todos andaban ebrios lanzando botellas vacías a la derrotada cuadrilla. Uno de ellos, con una precisión prodigiosa, le atinó al arpa. El sonido reverberó en la estancia.

- Uhhhhhhh ¡eso debió doler! – dijo Henry, el arpista de la cuadrilla a la que pertenecía Ciro, que recién se incorporaba a su grupo tras ir por algunas cervezas – La botella destrozó la caja, esa arpa será inservible.

El guitarrista miró con pena el arpa destrozada. Observó el rostro del músico. Había en sus ojos un dolor incomprensible para cualquiera que esté en aquella estancia, incluido sus propios compañeros. Era el lazo que unía a todo músico con su instrumento, un lazo de amor y mutuo respeto. Levi, el violinista, volvió a reír escandalosamente y dijo en voz alta.

- ¡A esos ya no los ayuda ni la Sirena! – dijo visiblemente ebrio.

La reacción fue inmediata. Antolino, anticipando lo que podría pasar, tomó de los brazos a Ciro. Henry giró y le quitó el vaso de cerveza a Maquera, el mismo que aún estaba en la mano extendida del músico al ofrecérsela a Ciro, y le lanzó en la cara a Leví para que no terminara su frase o no diga otra de la misma gravedad.

- ¡Es que eres idiota o qué! – gritó Antolino a Levi sosteniendo a Ciro quien sin duda iba a irse contra él – deja de tomar o no podrás tocar durante nuestro turno.

Leví, con la cara escurriendo cerveza, comprendió la gravedad de lo que había dicho. Sin embargo, no ofreció disculpa alguna, solo se sentó en silencio.

- La Sirena no tiene nada que ver aquí – murmuró Ciro conteniendo la rabia – es nuestro talento lo que nos ha guiado.

- Ciro, la Sirena es la razón por la cual todos estamos aquí reunidos – dijo calmadamente Antolino.

Ciro calló, sabía que en el fondo tenía razón.



IV

Oyó los sonidos bailar como entre sueños. La melodía lo sacudía mientras su cuerpo se incorporaba. Había alguien tocando una quena afuera, casi a medianoche. La ventana estaba abierta.

Ciro saltó de su cama, tomó una linterna y salió a averiguar la causa de aquel sonido.

- ¿Quién anda ahí? – preguntó temeroso de lo que haya escuchado pueda haber sido un ladrón – Estoy armado.

El sonido continuaba. Era muy fuerte pero no perdía su delicadeza, todo el valle retumbaba con aquellas notas.

- Repito – dijo nuevamente Ciro a la oscuridad – ando armado y exijo que se manifieste.

La música paró y se oyó el crujir de unas hojas. Aquel sujeto se incorporó.

- No temas, amigo, solo vine a tocar algo de música a las orillas del río – dijo saliendo de la oscuridad y entrando en el rango de luz de la linterna de Ciro – Me llamo Antolino y he venido a buscarte, Ciro. Necesitamos un guitarrista con tus cualidades.

Aquellas palabras lo paralizaron. Pensó que era una burla, una humillación, todos en el valle sabían que Ciro era un pésimo músico, aun habiendo heredado la guitarra de su virtuoso abuelo.

- No me mientas, ladrón – dijo Ciro armándose de valor – tú has venido a robar pero te llevarás un chasco, no hay nada de valor en mi casa.

- ¿Ni siquiera Kamanchaka? – dijo Antolino mirando serenamente a los ojos de Ciro.

La mención de su guitarra lo asustó. Sabía que la guitarra, al poseer relativa antigüedad, era muy codiciada por algunos músicos expertos de su pueblo.

- No te llevarás mi guitarra – dijo desafiante levantando una piedra – vete de aquí o llamaré a más gente para que te linchen.

Antolino no se inmutó. Levantó la quena y volvió a tocar cerrando los ojos. Aquella melodía era perfecta, sublime… casi sobrenatural. Se detuvo a la mitad y volvió a mirar a Ciro quien aún estaba casi en trance.

- Necesito músicos como tú, Ciro, no con talento si no con amor – dijo finalmente el quenista.

Ciro soltó la piedra, por alguna extraña razón le creía. Antolino no se veía como un ladrón, si no como un ermitaño de la música, siempre a la cacería de nuevos sonidos y nuevos talentos.

- Pero yo no soy un buen guitarrista – dijo finalmente el joven mirando al suelo sorprendido de la virtuosidad del extraño – intento serlo pero no tengo el talento necesario.

Antolino siguió observándolo con una sonrisa en el rostro. Conocía a Ciro, lo había estado observando por varios meses a escondidas, sabía que no se equivocaría son su decisión.

- Creo que es hora de que conozcas a la Sirena – dijo el quenista poniéndose de pie.



V

El maestro de ceremonias pedía disculpas a los presentes y rogaba un poco de comprensión ante el imprevisto con la cuadrilla anterior. El público estaba furioso.

- Mira a esa gente, Antolino, no aprecia la música, solo desea tomar y bailar con ella – dijo Ciro volviéndose a sentar al lado de su amigo – eso no está bien.

- Somos músicos, Ciro – dijo el veterano quenista – nuestra misión es divertir las reuniones, sacar lo más divertido del alma al exterior. No somos jueces.

Henry se sentó con ellos y se sirvió otro vaso más de cerveza.

- Parece que anticiparán nuestra presentación – dijo mientras tocaba algunas notas de su arpa para medir la precisión – nadie más quiere subir al escenario, le temen al público.

Ciro sabía que complacerlos era casi un trabajo de niños. Su habilidad con la guitarra, sumada a sus casi sobrenaturales compañeros, hacían que su cuadrilla sea una leyenda entre las alturas de Tacna. Aquel público era su menor preocupación, lo que él quería en aquel momento era darles un espectáculo de verdad, algo que jamás olvidarían.

- Sería interesante – dijo Leví apoyándose en la pared en la cual había estado Ciro momentos antes – sería mejor que vayamos preparando nuestros instrumentos.

Ciro ignoró rodo, excepto lo último. Preparar a Kamanchaka era una labor casi religiosa. Antolino lo miró.

- Prueba las cuerdas – dijo el quenista mirando por los orificios de su instrumento la búsqueda de fallas – pero procura tener cuidado – dijo entre sonrisas.

El guitarrista sacó su instrumento y lo acomodó entre sus rodillas. Antes de dar un rasgado, miró a la gente. Era un mar de ebriedad. Rasgó las cuerdas un par de segundos y volvió a mirar.

La bulla continuaba pero muchos habían dejado los vasos a medio camino para voltear a ver el origen del sonido. Ciro sonrió y guardo la guitarra.

- Está lista – le dijo alegremente a Antolino.

El quenista sonrió.



VI

- ¿Estás seguro de esto? – preguntó Ciro a Antolino mientras se recostaban en un árbol a las orillas de una laguna. Era casi medianoche.

- Confía en mi – dijo su amigo mirando atentamente el reloj.

Ciro volvió a mirar la laguna. Había una diminuta isla en el medio y solo se escuchaba el canto de las aves nocturnas y uno que otro insecto.

- ¿Me estás pidiendo que confié en alguien que entró repentinamente al territorio de mis padres sin dar explicación alguna, salvo la de una misteriosa criatura que brinda dones musicales? – dijo desconfiadamente Ciro – No es fácil ¿sabes?

Antolino miraba incesantemente su reloj. De pronto se incorporó.

- ¡Ahora! – gritó - ¡Dame la guitarra!

Ciro le paso a Kamanchaka con un sinfín de dudas. Lo que nunca esperó fue lo que sucedió luego.

Antolino cogió la guitarra por el mástil y la arrojó con todas sus fuerzas al agua. Ciro vio cómo su preciada se hundía en el agua y se giró de golpe hacia Antolino. “Maldit…” comenzó a decir hasta que vio lo inesperado.

Una mano tan blanca como el yeso había agarrado el mástil de la guitarra, evitando que el agua ingrese por la boca. Poco a poco, el cuerpo que pertenecía a aquella mano fue emergiendo del agua. Lentamente, la figura de una hermosa sirena salía a la luz de la luna tomando la guitarra y dirigiéndose a la diminuta isla para comenzar el proceso que Antolino le había prometido: La perfección de su instrumento.

La Sirena acarició las cuerdas y el sonido se amplificó como ayudado por mil cámaras de sonido. Chasqueó la lengua en señal de desaprobación y comenzó a mover las clavijas buscando un punto ideal para su afinamiento. Por otro lado, los dos amigos observaban atónitos como aquella criatura conocía los secretos más arcanos de la música y cómo en sus manos, una guitarra vieja se convertía en una de las mayores maravillas de la música.

- La Sirena demora de diez minutos en culminar su trabajo – dijo Antolino mirando atentamente a la criatura – luego de ese tiempo, hay que salir a asustarla a fin de que suelte la guitarra en el agua. Es allí donde entraremos, la recogeremos y obtendremos la guitarra más perfecta del mundo.

Ciro asintió y continuó mirando el espectáculo. La Sirena movía incesantemente las clavijas y emitía sonidos con las cuerdas. Al joven le parecía que todo sonido salido de aquella guitarra, ahora en manos de una sirena, era prodigioso. Habiendo contado siete minutos, la sirena se lanzó repentinamente al agua. Se llevaba la guitarra.

- ¡Kamanchaka! – gritó Ciro – ¡tenemos que ir por ella!

Antolino estaba atónito, aquello jamás le había ocurrido.

- ¡Lancémonos al agua! – gritó – Cuando la veas, agárrala de la cola y quítale la guitarra.

Ambos se lanzaron agua. Ciro la vio primero.

Impulsándose con piernas y brazos, logró alcanzarla. La tomó de la cola y tiró de ella.

- ¡Devuélvemela! – gritó Ciro tomando una enorme cantidad de agua en el acto.

La sirena no volteó a verlo, solo se intentó zafar de sus manos pero fue inútil. El oxígeno se le acababa a Ciro pero no ascendería hasta recuperar su guitarra. Tiró y tiró de la cola como si su vida dependiese de ello. Finalmente la Sirena giró sobre su captor y lo besó. Ciro sintió los labrios del animal pegarse a los suyos y una corriente de energía recorrió su cuerpo. La falta de oxígeno lo enceguecía, la Sirena se despegó de él y huyó. No aguanto más y salió hacia la superficie.

- Se lo ha llevado – sollozó Ciro amargamente tendido en la orilla – se ha llevado mi guitarra.

- No lo ha hecho – dijo Antolino – se la quité antes que huya de ti. Estaba flotando cerca a tu cuerpo.

La reluciente guitarra descansaba al costado de Ciro. Pese al forcejeo que había tenido con la Sirena, la guitarra se veía intacta.

- La Sirena no cumplió con su tiempo de afinamiento – dijo preocupadamente Antolino – es probable que se haya estropeado. Lo siento mucho, Ciro.

El muchacho sintió ganas de llorar al ver su guitarra húmeda. Sin duda el agua habría estropeado la madera y entorpecido las clavijas. Resignado, antes que termine por arrojarla al agua nuevamente, se acomodó en la yerba y tocó al azahar algunas notas.

El aire se enrareció, las copas de los árboles se sacudieron y los animales nocturnos callaron repentinamente. Algo se había despertado en el ambiente, algo que competía con la armonía misma del bosque más reluciente de vida. Era la música, tan pura y tan viva que salía de una guitarra que había sido declarada, prácticamente, inútil. Antolino cayó de rodillas.

- Dios mío… - murmuró.

Epílogo

La gente los miraba inquisidoramente. Todos conocían la reputación de aquella cuadrilla. Era respetada a lo largo y ancho de Tacna pero el desfase con la cuadrilla anterior los hacía desconfiar de todo.

Interpretaron algunos temas conocidos, luego otros nuevos. La gente volvía a estar alegre, tomaba y bailaba como solo podía lograrse en la fiesta por la cosecha. Ciro solo observaba al público. Sabía que había llegado el momento.

- Señoras y señores – dijo Antolino al culminar la última canción dirigiéndose al público que reclamaba más temas – antes de cerrar nuestra presentación, Ciro, nuestro músico estrella, interpretará una improvisación con la guitarra. Aplausos cordiales y con nosotros será hasta la siguiente oportunidad.

Todos callaron y algunos aplaudieron. Conocían la habilidad de aquel joven maestro y se acomodaron en sus lugares para escucharlo. Ciro los observo, las luces lo enfocaron solo a él y comenzó.

Los dedos de piedra se habían vuelto de seda. Las cuerdas vibraron y sonaron al ritmo de su alma. No había partituras ni notas fijas, solo estaba lo que le dictaba su corazón amante de los nuevos sonidos. Las notas musicales volaron por el valle y despertaron los celos de la naturaleza. Las aves volvieron a callar, las cascadas enmudecieron, el viento se resintió y hasta algunos truenos habían cesado. El valle había detenido su actividad para oír atentamente aquel fenómeno. Las notas se iban haciendo más rápidas y más rápido se iba haciendo también el tiempo. La gente miraba atónito tal habilidad. Algunas botellas cayeron de las manos de sus dueños estrellándose en el suelo, pero incluso su sonido hacía compás con la melodía. Ciro sincronizó todo: el cantar de los búhos, el soplo del viento, el sonido del río y los zumbidos de las cigarras. Todo el valle era su cuadrilla, Kamanchaka convertía todo sonido en su acompañante de melodía. Algunos se pusieron de pie, como en trance y los ojos se les llenaron de lágrimas. Ciro cerró los ojos, se concentró al máximo en su guitarra. Otros sentían que aquel sonido era tan hermoso que no podía ser bailado, cantado ni tarareado, solo podía ser oído pero con temor, temor a que acabe, temor a que nunca más se vuelva a oír. Ciro soltaba algunas lágrimas, ya no se oían sonidos de botellas ni de vasos, era la música por la música. Cuando sintió que había llegado al clímax, Ciro se detuvo.

El aire volvió a fluir, los animales volvieron a emitir sonidos y las cascadas y ríos siguieron su curso. Tan disímiles entre sí. La melodía había acabado. Abrió los ojos.

Lo que era una celebración por la cosecha, se había convertido en un repentino cementerio. Decenas de cuerpos regados en el suelo permanecían tendidos con sonrisas en los rostros. Henry bajó del escenario y tomó el pulso de uno de ellos.

- Duermen, es solo momentáneo – dijo despreocupadamente mientras se colgaba su instrumento al hombro.

El guitarrista examinó toda la escena. Había ocasionado el límite del placer, tanta fue su necesidad de eternizar aquel sonido que todos habían optado por perderse en él allí mismo. Todos dormían arrullados por una melodía que no saldría de sus cabezas el resto de su vida.

Ciro cargó a Kamanchaka, le quitó el vaso de cerveza a un joven que dormía en el suelo y lo tiró a un costado.



- Gracias – dijo y se retiró del escenario con todos los del grupo.


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