domingo, 3 de junio de 2018

El Sendero de los Cuatro



I

La capital comenzó a temblar y el sueño del Inka se terminó.

- ¡Señor! ¡Señor! ¡Acaban de dar su primer aviso!

Un guardia había llegado corriendo a toda prisa por los pasillos del gran palacio del Puma en dirección a la recámara del Inka. Abrió la puerta y vociferó a todo pulmón la advertencia.

El Inka Sariri abrió los ojos de inmediato y se incorporó sobre sus pies con reflejos casi felinos. Tres minutos más tarde estaban corriendo rumbo al balcón real.

- ¿Cuántos son? – pregunto preocupado el Inka mientras se acomodaba la corona de oro y plumas.

- Cientos, quizás miles – dijo el guardia que trataba de seguirle el apurado paso al soberano.

- ¿Nuestros guerreros?

- Alistando las porras y las lanzas, mi señor – dijo el guardia, y añadió preocupado – aunque dudo mucho que sirvan contra esas bestias.

El palacio volvió a retumbar. El Inka y el guardia perdieron el equilibrio y cayeron. Se cogieron de la pared para poder incorporarse.

- Son miles, Kuntur… - dijo el Inka – y no están dando una advertencia. El momento ha llegado.

Tras tastabillar unos metros más allá, llegaron frente a las gruesas puertas que dividían el pasillo del quinto piso del palacio, del balcón. Cinco guardias más se sumaron al intento de abrir las puertas para presenciar el terrible espectáculo. Las puertas crujieron como nudillos de gigantes y estas se desplazaron de par en par para revelar un agobiante escenario. El Inka se aferró a los bordes del balcón y sintió una aguda punzada en su pecho.

- Que los dioses nos guarden… - murmuró. Los guardias también ahogaron un grito.

Desde el imponente balcón, donde generaciones de los habitantes del Pachasuyo habían oído los discursos de cientos de soberanos, ahora solo se podía apreciar la destrucción en su más terrible forma: El aniquilamiento absoluto.

Desde el cielo, como si de un temible granizo se tratara, gigantescas rocas llovían sobre la parda ciudad que hacía solo unas horas fluía en comercio, agricultura, ganadería y minería. Pero el terror no acababa allí.

Cada piedra, al llegar a impactar contra su objetivo, se desenrollaba como un grotesco rompecabezas y adoptaban una forma humanoide que empuñaba una espada del mismo material que todo su cuerpo. Estos entes de aproximadamente tres metros de altura y una buena cantidad de toneladas en peso, arremetían violentamente contra las casas, corrales y otras construcciones ocasionando su inmediata destrucción, convirtiendo así a la ciudad en un amasijo de ruinas y fuego.

- Pururaucas – murmuró Sariri.

- Señor, es mi deber informarle que nuestra comisión de emisarios negoció con ellos hace cuatro ciclos lunares y habló con el rey de los Pururaucas, Vomur, acordando una tregua larga que durase más de cincuenta años – dijo apresuradamente.

- ¿Y por qué nos atacan ahora, Ninan? – bramó Sariri.

- Es probable que el rey anterior de los Pururaucas haya sido desafiado a un duelo y haya muerto, siendo otro el que usurpe su trono y tome esta terrible decisión, su alteza.

- Yo hablé con Vomur hace unas lunas atrás, el rey estaba seguro que la paz continuaría incluyendo en otros gobiernos posteriores al suyo. Es algo que se ha establecido así por el concilio de Gigantes de Piedra. No pueden romperlo a menos que el cambio haya sido demasiado radical.

El palacio volvió a temblar, esta vez más violentamente. No había tiempo que perder. Era necesario contestar el ataque.

- Ninan, ordena el ataque de las tropas – dijo sombríamente el Inka mientras quitaba la pluma verde de su corona – es hora de demostrarle a los Pururaucas que esta región nos pertenece.

El General Ninan corrió a toda prisa rumbo al torreón norte del palacio. Subió las escaleras lo más rápido que sus ágiles piernas le permitían y llegó a la parte más elevada donde yacía una mesa de piedra y, encima de ella, un cuerno de Carnero del Sol. Lo tocó con todas sus fuerzas y el profundo sonido retumbó por todas las calles de la asediada ciudad.

- ¡El cuerno ha sonado! ¡Todos a las calles! – rugió el comandante a sus tropas.

Miles de soldados del Pachasuyo corrieron al encuentro de los Pururaucas que seguían cayendo del cielo y desdoblándose al llegar a él. Las lanzas y las hachas echaban chispas por todas las calles de la ciudad y trozos de piedra caían rodando calles abajo, como testimonio de la fiereza de los soldados del Pachasuyo. Pero no eran suficientes.

Ninan cogió su temible porra, que tantas cabezas de Pururaucas había arrancado, y salió a toda prisa para ayudar a sus compañeros.

- ¡Cuídense de los impactos, fieros hombres! – gritó a cuanto soldado suyo veía en el camino.

El valeroso Ninan evadía los impactos como un galgo evade los obstáculos y con increíble precisión lograba asestar duros golpes a las pétreas cabezas de los gigantes. A su lado, muchos hombres resistían valerosamente la cruel invasión mientras otros yacían en el piso habiéndolo dejado todo por el reino que los crio y los vio convertirse en hombres.

- ¡Refúgiense en el palacio! ¡No se queden en las calles! – les dijo el General a las familias que huían aterrorizadas por la repentina invasión.

El viento helado de la tarde ya comenzaba a caer y la batalla parecía no acabar. Hombres y Pururaucas yacían enfrascados en una batalla que acortaba la vida de lo que hace unas horas había sido el glorioso reino del Pachasuyo. Entonces algo distinto sucedió.

El cielo se ennegreció como trayendo prematuramente a la noche y la lluvia de Pururaucas dejó de caer. Los gigantes de piedra se detuvieron en sus lugares y se postraron ante la llegada de cualquiera fuese la cosa que iba a llegar. Ninan se detuvo y sus soldados hicieron lo mismo.

De improviso, como un relámpago azabache, la negrura del cielo golpeó el suelo y un nuevo Pururauca había llegado. A diferencia de los otros, este no tenía una forma tan rustica si no que poseía extremidades más finas y un rostro más similar al de los humanos. Caminaba rumbo al palacio y su ejército lo seguía.

- General ¿Quién es él? – preguntaron los soldados que ahora se agrupaban en torno a Ninan.

- No lo sé… No es el rey Vomur.

El gigante desconocido se aproximaba a zancadas rumbo al palacio hasta que finalmente llegó a cien metros él. Sus soldados se detuvieron junto con su señor. Cuando se detuvo, el gigante habló.

- Inka Sariri, muéstrate y no te escudes con estos hombres tan débiles como cristales de monte – bramó el imponente gigante.

Más allá, resguardados en las ruinas de una casa demolida por la guerra, Ninan y sus hombres observaban la escena.

- Señor, creo que encontramos al rey Vomur – dijo de pronto uno de los soldados mientras observaba con un catalejo al gigante. Le pasó el artefacto a Ninan y él pudo ver a qué se refería.

Colgando como un tétrico adorno, la cabeza de Vomur, rey de los Pururaucas de la montaña de Tamputoco, yacía en el cinto del nuevo rey de nombre aún desconocido. La razón era obvia: Había sufrido un golpe de estado.

- Muéstrate, cobarde Inka Sariri o iré tras de ti convirtiendo esta fortaleza en comida para mis guerreros y vendiendo a la gente tras esa puerta como esclavos para los reinos del sur – volvió a vociferar el rey de piedra.

La puerta delantera del palacio se abrió de par en par y el Inka se mostró ante el monstruo vestido con su traje guerrero y portando en el brazo derecho un ostentoso mazo coronado con una estrella de piedra que, según se cuenta, fue tallado con el corazón del primer rey de los Pururaucas conquistado hace cientos de generaciones atrás. El Inka estaba dispuesto a pelear aceptando el reto del rey de los Pururaucas.

- El Inka Sariri no pensará en… - murmuró horrorizado uno de los soldados adivinando lo que sucedería.

El Inka era el soberano absoluto del Pachasuyo y su cargo no era un asunto meramente formal. Él se había ganado el derecho legítimo a ser un Inka. Uno de sus grandes méritos que lo había catapultado hacía muchos años atrás a ostentar el cargo máximo de esa región era su increíble habilidad para la guerra. Habilidad que le había valido grandes victorias que había peleado codo a codo con su general de mayor confianza: Ninan.

- El Inka Sariri podrá derrotar a ese monstruo y acabar este intento de invasión – dijo Ninan intentando animar a sus soldados pero sin convencerse mucho de ello – solo tiene que confiar en sus habilidades guerreras. Yo mismo lo he visto en muchas ocasiones destruir Pururaucas y Guerreros del Sur portando su majestuosa Porra.

Los soldados de Ninan no podían dar crédito a lo que sus ojos veían. El mismísimo soberano del Pachasuyo se enfrentaría al nuevo rey de Tamputoco, Tierra de los Gigantes de Piedra o Pururaucas, quien presumiblemente le había arrancado la cabeza al rey anterior… que ahora colgaba de su cinto.

- Esperemos que la cabeza de Sariri no cuelgue de su cintura más rato – dijo preocupadamente uno de los soldados.

- ¡Eso no pasará! ¡Muerte al tirano! - gritó de improviso uno de los soldados agazapados en las ruinas atrayendo la mirada horrorizada de sus compañeros, Pururaucas y del Inka Sariri.

Como si de un reflejo sobrehumano se tratase, el Rey de Piedra sacó una daga de mármol de su cinto, tan grande como una puerta de cabaña, y la lanzó sin siquiera voltear a mirar al valeroso soldado que había ido a su encuentro a fin de sorprenderlo con un ataque imprevisto. La daga viajó a una velocidad imposible e impactó en el cuerpo del soldado estampándolo firmemente contra una columna a casi doscientos metros más allá de donde había partido.

- Insensato… - murmuró Ninan conteniendo la ira – no era necesario que haga eso. Vomur era un rey sumamente diestro en batalla y aun así esta bestia pudo matarlo.

- ¿Nuestro Inka vivirá? – preguntó otro de los soldados temblando fuertemente mientras ajustaba inseguramente su espada.

- No lo sé – respondió Ninan.

Tras el trágico incidente, el Inka ajustó su mazo y señaló directamente al rostro del Rey de los Gigantes de Piedra.

- Pagarás por esto y por todas las vidas que te llevaste hoy, bestia – dijo encolerizado el soberano.

El duelo comenzó.

El gigante se abalanzó sobre Sariri con su prominente espada pero el Inka ágilmente lo esquivó para asestarle un duro golpe en la pierna. El sonido de ambas rocas chocando generó una onda expansiva que hizo que el suelo temblara y los soldados se tomaran fuertemente de las ruinas para no caer.

- ¿Qué fue eso? – pregunto uno.

- Es el poder de un mazo tallado con el corazón de un rey Pururauca y la sangre de un descendiente de Pachacámac – dijo seriamente Ninan – sin embargo su victoria aún no está asegurada.

La batalla se tornó más violenta. Los golpes iban y venían pero la agilidad del Inka Sariri lograba esquivar la mayoría de los, sin embargo, en un momento de descuido, el Pururauca realizó un movimiento inesperado. La espada del gigante retornó en la misma dirección que había sido blandida para atacar al Inka y este último no vio dicho movimiento. El peso del mango de la espada del Pururauca impactó de lleno en el brazo izquierdo de Sariri y este cayó al suelo con el brazo doblado de una forma extraña. El Inka yacía en el piso con el brazo fracturado pero su actitud desafiante no había desaparecido. Se incorporó y volvió a la batalla pero, esta vez, se hacía notar la falta de su extremidad izquierda.

Ninan reaccionó inmediatamente.

- Runam y Sique, vayan a los templos de Pachacamac y traigan una de las piedras del transporte que guarda el oráculo en el Arca a Pachamama. Necesitamos trasladar al Inka o este morirá a manos del Pururauca – gritó Ninan a sus soldados las instrucciones para llevar a cabo el plan de emergencia.

Con un brazo inutilizado, el fiero Inka Sariri seguía asestando golpes al cuerpo pétreo del gigante. Su sangre, según cuenta la leyenda, descendiente del mismísimo Pachacámac, hacía gala de su poder semidivino al reflejar en cada golpe una intimidante onda que hacía temblar el piso. Sin embargo el Pururauca rey, poco o nada cedía.

Cada minuto que pasaba, el Inka tenía una nueva herida abierta que dejaba ver el linaje de su divina estirpe. El Pururauca no cesaba en sus fieros ataques y la energía de Sariri parecía menguar cada vez más rápido.

- Señor, quedaba solo una. Los sacerdotes han sido asesinados en medio del asedio – dijo uno de los soldados que había llegado trayendo consigo algo envuelto en una diminuta manta.

- Dámela, esperaré el momento indicado para poder transportar al soberano. Cuando Sariri y yo desaparezcamos, evacuen la ciudad. Llévenselos a las planicies del norte. Los Pururaucas no pisan esa región porque es territorio neutral para ellos. Elaboren campamentos y asistan a los heridos. Trataré de traer refuerzo de los otros suyos para expulsar a los invasores.

- Entendido, señor – dijeron al unísono los soldados que ahora se iban a indicar las órdenes del general a los otros grupos agazapados en las ruinas.

Entonces, en una jugada imprevista, el Pururauca logró darle un golpe certero al pecho del Inka Sariri y este se desplomó en el suelo herido de muerte. EL gigante avanzó y lo tomó del cuello para mostrarlo a su legión de soldados de piedra.

- Pururaucas ¿Este es el débil rey con el que tranzan tratados de paz? – gritó elevando el cuerpo débil de Sariri - ¿Este es el hombre que les ha arrebatado las planicies de Tamputoco y ha creado el reino de los hombres llamado Pachasuyo?

La multitud de Pururaucas rugió en señal de victoria mirando el cuerpo debilitado del valeroso Inka.

- Son cuatro alimañas como tú y a los cuatro les quitaré la cabeza para convertirlos en trofeos – susurró el Pururauca mirando a Sariri – quiero que tu especie sepa que es el fin de su reinado.

El Inka miró hacia el vacío rostro del gigante, había algo de familiar en él pero no lograba saber qué.

Lo único que supo era que solo tenía una oportunidad. Reuniendo las pocas fuerzas que le quedaban, el Inka vociferó.

- ¡OH GRAN PACHACÁMAC, BRINDAME TU FUERZA UNA VEZ MÁS PARA HACER VALER TU PALABRA Y TU LEY! – gritó el sangrante Inka.

Repentinamente el suelo tembló como una piel de tambor, el aire aceleró su paso y numerosos picos de piedra emergían del suelo demostrando el poder del Dios de la Tierra.

El mazo de Sariri se tornó de un intenso brillo en su brazo derecho y antes de que el Pururauca se pudiese dar cuenta de lo que pasaba, el valiente Sariri golpeó con todas sus fuerzas al rostro del gigante de piedra esperando derrotarlo. Un gigantesco brillo iluminó el ruinoso Pachasuyo y un temblor muy violento sacudió la tierra. Soldados humanos y soldados de piedra temblaron ante tal muestra de poder. Cuando el temblor cesó y la iluminación desapareció, todos miraron al rostro del gigante de piedra que había recibido frontalmente un ataque casi divino.

La cabeza del Pururauca yacía casi completa pese a haber recibido un ataque directo del mazo de Sariri. El gigante se llevó la cara al rostro y, horrorizado, sintió que algo faltaba. Miró al suelo y vio algo familiar dando los últimos rebotes en el piso: Su nariz.

El gigante rugió de cólera y miró directamente a su ejército.

- ¡Destruyan absolutamente todo! ¡Que no quede piedra sobre piedra! – luego miró hacia Sariri quien yacía agonizante en su mano - ¡Tú! ¡Tú pagarás caro haberme hecho esto!

Los Pururaucas fueron en dirección al palacio para aniquilar a la población del Pachasuyo que se había refugiado en él, mientras que otro grupo se internaba en las serpenteantes calles del imperio para tomar las ultimas vidas que se refugiaban por ahí.

- ¡Detengan a los Pururaucas que van al palacio y a los interiores de la ciudad! – gritó Ninan quien vio temeroso cómo ese ataque tan fulminante apenas le había hecho daño al monstruo - ¡Yo iré a rescatar al Inka!

Ninan rompió la piedra del transporte que le había dado una de sus soldados. Sabía que solo tenía veinte segundos para salir de su escondite, tomar el brazo del Inka y esperar a que la piedra los lleve a uno de los cuatro grandes reinos de los hombres… de los cuales ahora solo quedaban tres. Diecinueve segundos.

Ninan salió de su escondite y corrió a toda velocidad en dirección al Pururauca rey para poder arrebatarle de sus manos al Inka, pero el gigante se dio cuenta. Blandiendo su espada, le propinó un brutal golpe al general y este cayó casi inconsciente al suelo. Quince segundos.

El Pururauca no desperdiciaría tiempo aniquilando a un pobre general derrotado, su sed de venganza lo consumíay necesitaba saciarla con sangre enemiga. Diez segundos.

El general se incorporó a duras penas y se llevó la mano al pecho. Una gran herida se le había formado y la sangre caía tiñendo el suelo de rojo. Cinco Segundos.

El Pururauca miró a los ojos de Sariri y le dijo:

- Va uno y son cuatro.

El gigante dio un golpe directamente al cuello del Inka y este se desprendió del cuerpo del soberano. El Pururauca levantó la cabeza del Inka quien había fallecido manteniendo su actitud desafiante hasta el último segundo de vida. El rugido del Pururauca se sintió en todo el Pachasuyo y un ligero temblor sacudió la región.

- ¡No! – gritó Ninan al ver el cuerpo decapitado de su soberano en el piso ya inmóvil. Dos segundos.

Entonces, al general y a la bestia se les ocurrió lo mismo al mismo tiempo: El mazo prodigioso de Sariri.

El gigante lo vió primero y se agachó a recogerlo, pero el general fue más rápido. Se lanzó y abrazó el mazo por debajo de su cuerpo como si de una tortuga se tratase para evitar que el gigante la tome.

- Tú, insignificante criaturia – rugió el Pururauca y sacó la espada para partirlo a la mitado.

Ninan sintió el filo de la espada de piedra acercarse a toda velocidad hacia él. Sentía que era el fin de todo y entonces la piedra funcionó.

En medio de un gran torbellino de color carmesí, Ninan era transportado a otro de los reinos donde los hombres gobernaban. Vio cómo se alejaba a toda velocidad del Pururauca, de sus soldados y de su reino.

El problema era que no sabía hacia donde lo transportaría.



CONTINUARÁ...


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