miércoles, 13 de abril de 2016

A las 12 de la noche se acabó el mundo


Dedicado a ella quien nunca destruye mi mundo sin antes darme una esperanza de volver a disfrutarlo.





- ¡Demonios! ¡Sabía que era una mala idea! – bramó el abuelo Law furioso mientras lanzaba su soda al televisor ocasionando que aparezcan tres líneas negras en la zona del impacto.

Nos paramos de golpe de la alfombra para ir a mirar por la ventana la escena que habían anunciado en el noticiero. Era cierto. Tres montones de chatarra carbonizada descendían dejando tras sí surcos negros de humo. Como si el cielo lamentara nuestro trágico futuro próximo a través de un llanto azabache.

Nos habían declarado la guerra hace tres noches y perdimos miserablemente. Desde que el hombre reconoció como su peor enemigo a aquel que fuese contra sus intereses, no inventó mejor manera de sustituir la diplomacia por la violencia. Guerras que comenzaron desde problemas territoriales hasta superioridades étnicas, nunca pensaron que los límites de su envilecimiento llegarían hasta niveles en que hermanos mayores nos detendrían repentinamente haciéndonos ver en un espejo el verdadero reflejo que proyectábamos al universo: una raza incoherente son su superioridad racional. 

Primero pensamos que podíamos sacar nuestra avaricia de los límites terrestres. La gravedad, en un acto de justicia, nos detuvo algunos miles de años en nuestra locura, luego se rindió y cedió ante nuestra prepotente industria e intentamos reclamar el espacio para nosotros. Parcelamos y vendimos como si la oferta y la demanda fuesen normas eternas y aplicables a cualquier civilización, pero nos olvidamos que éramos demasiado humanos como para pensar que estábamos en el error.

En algunos planetas encontramos desiertos y en otros desiertos con dueño. Hace mucho nos dejó de interesar si existía vida en otros planetas, eso era ociosidad intelectual, ahora pensábamos en como botarlos y quedarnos con sus territorios. Habían pasado cientos de años desde el descubrimiento de América pero las mañas seguían siendo las mismas en la era de los viajes espaciales. Sólo teníamos que saquear y predominar con algún credo. La salvación era para ellos, sus riquezas para nosotros.

Pero ¡Ay de nosotros! Hombres miserables que pensábamos que la justicia era un valor creado en los límites terrestres, nunca pensamos que la justicia era la virtud más profunda para un ser viviente, un sentido que fusionaba el deber con la indignación ante algo que no deseábamos, algo que se sentía a flor de piel para reclamar. La justicia si existía, solo que se había ido de la tierra hace mucho tiempo.

La primera advertencia debimos haberla intuido cuando explotó la estación espacial de Nueva Babilonia. Un proyecto para el allanamiento de tierras de un planeta lleno de minerales y formas de vida primitivas se discutía allí dentro. Se le atribuyó a una falla mecánica al inicio pero luego se concluyó en que tuvo que ser un capricho de la naturaleza. La versión oficial dio por sentado que el infeliz incidente fue por el choque de un meteorito. Era una mentira descarada, estábamos a punto de reencontrarnos con la justicia.

Después fueron menos sutiles. Naves espaciales, fortalezas militares y tripulaciones pseudo-diplomáticas eran destruidas una a una, como una advertencia sobre lo que podía pasarnos si decidíamos soltar a la bestia de la avaricia más allá del sistema solar. Pero fuimos tercos.

Las noticias no se pudieron ocultar más y el mundo estalló en indignación ante todo lo que sucedía ahora. Primero fueron los nativos americanos quienes, durante el SXVI ante el silencio mundial, tuvieron que aceptar resignados la suerte de sus destinos ante foráneos que traían el progreso en la mano derecha y la cruz filosa en la otra. Ahora estos nuevos “nativos” del SXXI no estaban solos.

Los puños se levantaron y las voces rozaron las estrellas. La indignación sobrepasaba las fronteras gravitatorias y rebotaban en satélites lejanos donde solitarios astronautas oían con asombro los horrores de los cuales formaban parte su civilización y cultura de la barbarie. Muchos renunciaron pero otros no tuvieron suerte. 

La represión fue implacable y las represalias crearon nuevo mártires en las constelaciones. Por todos lados se oía que estos eran los últimos tiempos y que el hombre había rozado los límites de la avaricia y crueldad. La religión, que en otros tiempos fue un analgésico eficaz, ahora solo supuraba la moral justificando la colonización de las estrellas. 

Miles de perversos “Mayflowers” decidieron hacer caso omiso a los reclamos y continuaron con el sendero trazado por la codicia. No importaba si las personas que veían al inicio bajo sus cristales los recibían como dioses pero luego de conocer sus verdaderos objetivos clamaban a otros por ayuda. Pero la justicia siempre llegaba.

Cuando en la tierra se nos acabaron los dioses a los cuales clamar, miramos hacia las estrellas como el primer hombre que descubrió el firmamento. Juntamos nuestras manos e hincamos nuestras rodillas suplicando que se haga justicia con la maldad. Hasta que una noche se aparecieron.

Cierta madrugada el mundo se sorprendió al mirar el firmamento. Numerosas esferas negras gigantescas, con kilómetros de diámetro, se posicionaron en el cielo como silenciosos jueces del planeta rebelde. Muchos, como nosotros, nos aterrorizamos de pánico al ver a nuestros “salvadores” y decidimos huir corriendo debajo de la cama para esperar que el miedo nos abandone y así le ceda su paso a la razón. Otros prendieron la televisión a la búsqueda de respuestas en los medios mundiales, pero las afirmaciones eran pocas.

- El día de hoy se han reportado miles de esferas azabaches en los cielos de diversas partes del mundo – narraba nerviosamente el presentador mientras atrás proyectaba imágenes que podían ser vistas desde cualquier ventana del mundo – se desconoce el origen y el propósito de dichas esferas pero se cree que podría ser algún tipo de inteligencia extraterrestre. Seguiremos informando.

Cuando les perdimos el temor, salimos de nuestros hogares a contemplarlas detenidamente. Eran tan oscuras que la luz del día no se reflejaba en ellas. Contrastaban, bella y perturbadoramente, con el azul del cielo y las esponjosas nubes. Nos observaban inmóviles, estáticas e imponentes. No sabíamos que querían aquí ni cuando se irían. Claro, todo esto hasta el 26 de Diciembre.

El 26 de Diciembre, las costas del Golfo de México se volvieron a estremecer después de mucho tiempo. De entre el amasijo de nubes y esferas azabache, caían carbonizados restos de lo que parecían tres aviones caza con objetivos de atacar las esferas flotantes. El resultado humeaba en las nubes.

El mundo volvió a entrar en pánico y reclamó estridentemente a sus gobiernos por haber organizado un ataque desde diversas partes del globo sin conocimiento de la población. La respuesta la dio escuetamente el Secretario General de las Naciones Unidas ante la prensa:

- Nos declararon la guerra hace tres días.

La habitación destelló en flashes de fotografías que decorarían los titulares del mundo editorial.

El pánico era inminente. No podíamos ganarles, estábamos a millones de años de ellos, solo nos quedaba esperar su voluntad para con nosotros. El problema fue que se nos sentenció y se nos halló culpable. 

En la humanidad nadie era inocente. Para la justicia, el castigo debía ser homogéneo, arrancar de raíz esa raza imperfecta llamada humanidad, comenzar de nuevo el largo camino para convertirnos en un hijo digno de las estrellas. Nuestros padres habían llegado para castigarnos por las travesuras cometidas por millón y medio de años.

¿Qué podíamos reclamar sobre los abusos en el espacio si en nuestra tierra aun convivíamos con el racismo, la mentira y la soberbia? Desde el Comandante General que autorizaba el genocidio de alguna indefensa comunidad alienígena en el espacio al hombre que se negaba a prestar cobijo al necesitado pese a tenerlo en sobra, era eso lo que nos había puesto en la balanza negativa de aquellos jueces implacables y que cuya sentencia se nos había emitido hace tres días. Éramos culpables. Todos.

En un arranque de soberbia, como afirmando nuestra supuesta superioridad en el universo, intentaron bombardear atómicamente las esferas azabaches pero resultó imposible. Antes de llegar a una distancia regular ante ellas, los cazas se desarmaron, y junto con ellos, la paciencia del viejo Law.

- ¡Son unos idiotas! – bramó nuevamente recogiendo la lata de soda y tirarla a la basura – con esto olvídense de una muestra de misericordia. Nos fulminarán a todos.

El abuelo fue a zancadas a su habitación y cerró la puerta de un golpe. Nosotros nos quedamos pegados a la ventana mirando aquellas inamovibles esferas. Ya les habíamos perdido el miedo.

A los dos días llegó el comunicado que todos habíamos estado esperando con infeliz ansiedad. A las 12 de la noche se acabaría el mundo.

Cuando el día anterior al Juicio Final nos enteramos del veredicto, lo tomamos con extraña calma. A lo largo del mundo, la prensa transmitía los comunicados que habían dejado aquellas esferas en formato binario pero nos asombró poco. Quizás porque lo supimos desde el principio, ningún acto tan repugnante como el nuestro podía quedarse sin castigo. Solo quedaba vivir, vivir como siempre quisimos.

Pero ya nadie compraba ni vendía. Las tiendas cerraron y muchos empleados salieron a donar los objetos a personas en la calle, pero tampoco nadie las quería. Algunos vieron que tenían reservas de alimentos para varios meses pero de qué valía ello si el fin llegaba en algunas horas. Gustosas y amables personas salían con bandejas a las calles a invitar a otros menos afortunados o a dejar alimentos en las puertas donde sabían que había necesidad. 

Los líderes mundiales tampoco se presentaban ni pronunciaban. Quizás habían huido a algún refugio secreto con la esperanza de evitar el fin o se habían suicidado ante la inminencia de tan enorme juicio que estaba a punto de enfrentar, donde su inmunidad de papel valía tanto como el zumbido de una mosca en un huracán. Los policías y militares volvieron a sus casas y se sorprendieron de ver tan crecidos a sus hijos, quizás nunca olvidarán aquellas horas de juego de la penúltima tarde del mundo, donde sacrificaron una vida al lado de sus amados por defender a los que los habían llevado a aquel abismo.

Las escuelas y los centros de labores también cerraron, todo conocimiento y producción era inútil ante el fin, solo quedaba quedarse con los que más querían y se dieron cuenta que no eran pocos. La gran familia humana se reconocía a sí misma. 

A la mañana siguiente, la abuela Morgana horneaba algunas galletas y nos la puso en una cesta de caña con un llamativo mantel a cuadros escoceses.

- Hijos, dejen estas galletas en la casa de la familia Tunez – nos susurró cariñosamente mientras el abuelo roncaba a voz en cuello en su hamaca con el crucigrama tapando su piloso rostro – si no están, pónganlos en la puerta. Nadie se lo llevará.

Abrimos la puerta y sentimos el aire frío de la última mañana del planeta azotar nuestras caras. Nos sentimos afortunados ante semejante lujo, miramos las esferas azabaches pero no sentimos ningún resentimiento. El mundo se acababa y no había tiempo para ser resentidos.

Caminamos por las amplias cuadras del vecindario mientras la gente conversaba en los portones de su casa al mismo tiempo que barrían las hojas del suelo o regaban sus jardines. Al parecer el fin del mundo no alteraba las costumbres más básicas de la familia. 

Vimos al camión de la basura pasar por la calle posterior junto con un escuadrón de barrenderos cumpliendo su heroica labor en el último día de trabajo, recoger papeles tirados en el suelo. Solo que después de unos minutos vimos que no eran papeles comunes y corrientes, era algo que días antes les llamábamos dinero.

Como en 1929, el dinero estaba regado en el suelo ante el indiferente transitar de familias dando la vuelta a la manzana, señores conversando de lo que harían aquel día con sus seres queridos o padres enseñando a sus niños a patinar o manejar el triciclo. Los billetes contaminaban el suelo y a ellos acudían con gran prisa los barrenderos a picar con rastrillos tal plaga indeseable e iban a parar a los hornos incineradores afuera de la ciudad. 

Luego de dejar las galletas en las manos de una gustosa señora Tunez, Mateo y yo volvíamos con sendas paletas de caramelo en las manos como muestras del reconocimiento a nuestra amabilidad. Cuando entramos a la casa, el abuelo Law martillaba incesantemente una vieja mesa que habíamos abandonado luego que una pata se rompiese. Quizá el abuelo Law lo tomó como un último reto antes que llegue la media noche ya que había suficientes mesas en casa como para hacer la cena final y él siempre había postergado la reparación de esa. 

El día transcurrió con normalidad. Fuimos con el abuelo Law y Morgana a recoger las últimas manzanas del árbol del huerto y comenzamos a hacer una tarta para la cena. Comimos la masa a escondidas, jugamos con los cucharones y pintamos gestos en el rostro dormido del viejo Law con harina sobrante de la tarta. La abuela sugirió que durmiésemos un poco antes de despertar a media noche. Nos metimos a la cama y cerró nuestras cortinas. Las esferas azabaches desaparecieron de nuestras vistas. La abuela nos besó en la frente y casi podríamos jurar que su voz se quebró una milésima al desearnos “Buenas tardes”.

No supe cuánto tiempo dormimos pero nos despertó los sonidos en el techo de nuestra casa. El abuelo estaba acomodando la mesa y las sillas para la cena. Me levanté primero, y abrí la puerta para ir a la cocina. Allí encontré a Morgana.

- Abuela ¿Qué hora es? – pregunté aun somnoliento y restregándome los ojos.

- Son las once de la noche, querido – dijo la abuela quien se había puesto un vestido que no habíamos visto desde hace muchos años – despierta a tu hermano para la cena, por favor. Pónganse un abrigo, hace frío allí arriba.

Desperté al muchacho quien de mala gana solo acertó a voltearse de lado pero prendí la luz. Después de quince minutos estuvimos bien vestidos y peinados en la azotea de la casa.

El aire helado corría más que nunca y las esferas negras permanecían estáticas sobre nosotros. Tan inmóviles y negras como el firmamento sobre nuestras cabezas. 

El abuelo había acomodado la mesa en el medio de la azotea mientras que repartía las sillas alrededor. Nos hizo una seña para sentarnos y acomodó el asiento de la abuela a su lado. La mesa ya estaba servida y la vieja Morgana cerró la puerta que conectaba la azotea con los pisos inferiores, no sin antes dar un último vistazo al interior. 

- Es inútil, vieja – dijo gruñonamente el abuelo Law mientras acomodaba el cabello de su esposa torpe pero cariñosamente.

Mientras la abuela cortaba la tarta y repartía el café en las tazas de lata, el abuelo sacó un encendedor de su bolsillo y prendió las velas del candelabro oxidado de la mesa. Tres titilantes estrellas palpitaban delante de nosotros y en eso nos dimos cuenta del detalle.

Alrededor nuestro, miles de pequeñas luces incandescentes titilaban es las azoteas de la ciudad. No éramos los únicos que compartirían un último momento familiar.

Miles, o quizás, millones de familias cenaban incompletas esas noches. Familias incompletas como la nuestra donde quizás los viejos Law y Morgana recordaban a sus hijos que se fueron antes por culpa de la avaricia humana y hoy tenían a sus nietos como testimonio de su fugaz existencia. 

Comíamos en silencio y solo nos hablábamos para pedirnos el azúcar o la servilleta. Aquello era el funeral de la humanidad, un ritual de defunción donde el muerto tomaba el café de sus dolientes.

Y así llegaron los últimos diez minutos de la humanidad. Demasiado rápidos, demasiado agrios. La catarsis colectiva estaba en su máximo apogeo y la tiranía del tiempo no daba tregua. El abuelo quiso ponerse de pié para dar algunas palabras pero se arrepintió a mitad del camino. Solo nos cogimos de las manos como muestra de una pena sazonada con agradecimiento. Sentimos un gran zumbido y miramos al cielo.

Las esferas negras comenzaron a emitir sonidos de zumbido, como si por primera vez comenzaran a funcionar y una por una comenzaron a prender una luz naranja en la base. Se preparaban para la gran purga.

Nos cogimos de la mano como nunca antes lo hicimos. Cerramos los ojos con fuerza, teníamos los párpados de plomo y los dientes rechinaban como anticipando el dolor. ¿Cómo nos matarían? Con fuego, con luz, con gases. No lo sabíamos. 

Diez segundos. Sentí la mano de mi hermano fría. Ya sentía el aliento de la muerte. La cogí con más fuerza. Ocho segundos. La abuela ahogó un sollozo. No abrí los ojos y supuse que ella tampoco lo haría. Ya hace varios segundos se había despedido de nuestra imagen. Seis segundos. El abuelo estornudó y nadie le dijo “salud”. No le importó. Cuatro segundos. ¿A dónde iríamos? Nadie lo sabía pero tampoco preocupaba mucho. Dos segundos. Las esferas zumbaban más que nunca, como cargando algún horror desconocido hasta aquel momento. Tiempo Cumplido. El reloj del abuelo sonó marcando la media noche.

Aun cerrábamos los ojos esperando el fin. El zumbido había desaparecido y el mundo estaba en silencio. ¿Ya habríamos llegado al lugar que estaba al otro lado de la existencia? Nadie se atrevió a abrirlos hasta que mi abuelo gritó un tremendo ¡AY!.

Abrimos los ojos y vimos que el abuelo gritó porque unas gotas de cera del candelabro le cayeron en las manos. Nada había sucedido. Miramos el reloj:

- 12:01 – susurró Morgana mirando su reloj de pulsera.

Miramos al cielo. Las esferas habían desaparecido. Nos paramos de la mesa, el café aún estaba tibio y nos fuimos al borde de la azotea.

Miles de personas salían de sus casas y otros miles bajaban de sus azoteas rumbo a las calles a preguntarse qué había sucedido. Algunos se abrazaban y otros lloraban de alegría sentados al borde de las aceras, pero el mundo en general permanecía allí, absorto, extrañado y de pié. Se sentía tan correcto y afortunado como nunca en su existencia.

- Esta tarta no nos la vamos a terminar – dijo el viejo Law levantando más de la mitad de la tarta de la mesa – podrías ir a invitarla en la calle, muchacho.

Sonreí. Y fue así como me di cuenta que la amenaza se había cumplido.

El mundo se acabó a las doce de la noche. Su destrucción había comenzado dos días antes.






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