miércoles, 25 de noviembre de 2015

Más allá de la muerte… la vida





I

Primero sintió un violento tirón en el estómago y luego un dolor ciego en la frente.

Intentó pisar el freno intuitivamente pero los reflejos son traidores cuando de responsabilidades serias se trata. El auto se estrelló ruidosamente contra el camión que había aparecido de la nada.

El vehículo rodó cuesta abajo al romper el cerco de seguridad que dividía la autopista del bosque. Contó más de quince vueltas y luego solo el silencio, la oscuridad y el terror.



II

Una corriente de aire helado lo hizo volver en sí.

Estaba tendido boca arriba en lo que parecía un bosque. Por temor a sentir una lesión, aun no se movía. Abrió los ojos y vio un hermoso cielo nocturno salpicado de estrellas fulgurantes. Debía de ser casi la medianoche.

¿Cuánto tiempo estuvo allí? Nunca lo supo. Se irguió poco a poco y miró a su alrededor, un inmenso bosque de bambúes lo rodeaba. Siguió buscando con la mirada, no quería rendirse, tendría que estar en algún lugar, y al final lo vio. A un lado, como un montículo de carbón en uso, su auto ardía producto del violento choque que acababa de sufrir.

- No debí tomar esas copas – murmuró frustrado – ahora tendré que dar explicaciones en casa y terminar de pagar un auto que ya no usaré…

Miró con tristeza aquello que pudo ser su última morada pero sabía que era tenía que dejarlo atrás. La prioridad ahora era salir de allí.

El frondoso bosque le causó extrañeza. Nunca había visto su localización en el GPS ni sabía qu había uno cerca de la ciudad donde vivía. Por otro lado, antes de que el auto se desbarranque después del choque, él pensó que caería por un despeñadero pero al parecer no fue así. La última pregunta era lo que más le aterraba. ¿Cómo sobrevivió y cómo llegó allí?

Miró hacia arriba, hacia los costados y luego hacia el auto calcinado. Ni despeñaderos, ni barandas, ni montañas. El bosque era demasiado tupido como para poder ver sus linderos. Lo único visible, aparte de los bambúes, era el pequeño claro donde se encontraba de pie: Un pedacito de cielo nocturno.

También miró al piso, no había huellas ni animales. El césped estaba intacto, como si fuese el primer ser humano en pisarlo.

- ¿Dónde estoy? – musitó.

Cuando miró hacia los costados, tomó consciencia de lo frondoso que era aquel lugar. Al no haber camino marcado, Ciro sabía que tendría que internarse, al azahar, por cualquiera de aquellos pasajes repletos de bambú y lianas. No tenía otra opción, sabía que su esposa e hijos estarían preocupados por él y que no tardarían en llamar a la policía.

Se internó en el bosque y una estrella fugaz visible desde el claro, se desplazó en esa misma dirección.



II

Qué incómodo era aquel camino. Tallos, madera y otros desperdicios naturales se encontraban regados en el sendero que Ciro abría. Sonrió, su hija cierta ocasión le reclamó algo similar.

- Papá, este lugar es horrible – sollozó la niña – hay insectos por todos lados y hace mucho frío.

- Milagros, este lugar es perfecto – dijo radiante Ciro – siente la frescura de la brisa, el aroma de las plantas y el susurro de los insectos ¿No te parece una orquesta? Los animales están en orquesta, mi amor. Nos cantan porque hemos llegado.

- Yo no lo veo así – dijo la niña con recelo – hay arañas que se suben por mis zapatos y llevo quitándome hormigas durante todo el camino. Quiero volver a casa.

Ciro, aun sonriente por el fastidio natural de una persona que recién entra en contacto con la naturaleza, miró en varias direcciones hasta que lo encontró.

- No todo en este lugar son aberraciones, querida – dijo tomando a la niña por la cintura y cargándola para que pueda visualizar lo que él había visto primero – Mira eso, Milagros. ¿No te parece hermoso?

- Papá, yo solo veo un pequeño paquete blanco – dijo la niña haciendo ademanes para poder bajar.

- Espera unos minutos – dijo Ciro.

Ambos miraron el capullo por algunos minutos. Cuando parecía que era inevitable que aquella oruga decidiría prolongar su sueño un tiempo más, el capullo comenzó a moverse.

- ¡Papá, Papá! ¡Bájame de aquí! Es horrible – grito desesperadamente la niña pero Ciro no la soltó.

Se comenzó a rajar poco a poco hasta que al final el proceso terminó. Un nuevo insecto había salido de ella. Milagros puso un rostro asqueado pero su expresión cambio radicalmente cuando el insecto desplegó las alas. Dos hermosos tapices con estampados de ensueño se extendieron por los lados de la mariposa dejando entrever su verdadera naturaleza.

- Es… hermosa… - susurró la niña.

- La oruga, cuando tiene un tiempo cumplido, se encierra a sí mismo para poder alcanzar su fase de evolución final. Ese proceso se llama metamorfosis – explico Ciro mientras volvía a poner a Milagros en el suelo.

- Entonces durante todo ese tiempo la oruga ¿muere? – preguntó extrañada mientras veía a la mariposa comenzar a batir sus alas.

- Uhmmmm… podría decirse que sí – dijo dubitativamente Ciro – pero básicamente comienza un proceso, un viaje, en el camino a su nueva forma.

- ¿Cómo una reencarnación? – dijo Milagros viendo a la mariposa alejarse.

- Sí, querida. Como una reencarnación – musitó.

Ambos vieron a la mariposa alejarse.



III

Habían pasado algunas horas desde que dejó el auto en llamas. No precisaba cuantas pero las sentía en el cansancio.

El recuerdo de su hija le parecía tan lejano ahora, no sabía cuándo saldría de aquel bosque. Tampoco había oído pasar autos o aviones cerca, algo bien extraño teniendo en cuenta que el tuvo el accidente en una carretera que es muy concurrida.

Tampoco podía ver el cielo. El tamaño de los árboles y lo frondoso de sus hojas habían creado un techo natural que le impedía ver el cielo para calcular la hora. Simplemente estaba perdido.

Sintió un poco de cansancio y se sentó encima de una peña. Se sentía frustrado. Intento recordar algunos detalles de su accidente pero sintió algo extraño: Los había olvidado. Quizás por el estrés o la preocupación por salir de allí. Siguió barriendo con su mirada el suelo hasta que percibió algo brillante: Un charco.

El brillo que despedía se debía a que reflejaba un pedacito de cielo: Estrellas.

- Aún está oscuro – musitó preocupadamente.

Una pequeña porción de agua en aquel extraño bosque, rompía la monotonía. Especialmente aquel puñado de puntitos luminosos que se veían tan pequeños e insignificantes desde allí pero sabía que, desde otra perspectiva, algunos de esos puntos eran más grandes que la Tierra. Los recuerdos afloraron.

- ¡Ciro, deja de hacer eso! – carcajeó una joven muchacha mientras tomaba sus manos que acababan de enceguecerla – ya sabes que siempre adivinaré que serás tú.

Rendido ante la evidencia, Ciro se lanzó a la silla de playa de su costado mientras el ocaso escarlata bañaba de luz la escena. Los recién casados se miraron y carcajearon juntos.

- Sorprenderte debería ser mi deporte personal ¿No crees? – dijo Ciro presionando la nariz de Circe, su esposa, cariñosamente.

Circe lo abrazó y estuvo colgado de su cuello un rato mientras miraban el mar ondular suavemente resaltando la emotividad de la escena.

- Pues deberías inventar nuevas formas de hacerlo, señor sorpresa – dijo ella sirviéndole un vaso de zumo de naranja – es nuestra primera noche de luna de miel y usted ni se ha tomado la molestia para inventar nuevas maneras – dijo indignándose falsamente.

Ciro carcajeó y se bebió de un sorbo el zumo mirando el cielo que poco a poco cedía su lugar a las estrellas. Se perdió un momento en ellas hasta que escuchó el preocupante tono de voz de su reciente esposa.

- Ciro ¿Qué es eso? – dijo señalando preocupadamente el mar.

Ciro bajó la mirada rápidamente pero sintió que estaba mirando lo mismo. Por la orilla, donde rompían las olas, un manto de luces se extendía por toda la playa. Luces pequeñas que destellaban al movimiento de la marea y daban a pensar que el cielo había caído y estaba flotando en el mar. Era un espectáculo hermoso, pero como todo lo inexplicable, también era perturbador. Luego lo recordó.

- No temas, Circe, no hacen daño – dijo sonriente Ciro al poder dar con una explicación a lo que sucedía – es plancton bioluminiscente.

Aun por el rostro de Circe, dividido entre el susto y la admiración, Ciro notaba que no había logrado mayor efecto.

- Algunas especies de plancton pueden producir energía propia y liberarlo en situaciones que ellos consideren necesarias. Nosotros llegamos en un momento especial. Hermosa coincidencia – dijo radiante Ciro mientras la abrazaba para que el miedo se rompa y solo quede la admiración.

- Pero llevamos frente a la playa todo el día, Ciro. ¿Cómo es que nunca los vimos? – dijo Circe quien poco a poco se iba dejando deslumbrar por sus colores.

Ciro hizo algo de memoria, le parecía haber leído algo por el estilo en algún lado.

- Leí en una revista que, algunas especies de plancton se conservan en estado criogénico para no morir de hambre a la hora de migrar. En ese estado de “media vida”, el plancton llega a zonas donde la subsistencia es mejor y se “revive” a sí mismo para volver a su rutina.

- ¿Esas cosas estuvieron muertas? – preguntó boquiabierta Circe.

- No exactamente, pero algo así – dijo sonriente Ciro al ver que su esposa ya había perdido el miedo.

- Que interesante es el mundo animal – dijo Circe incorporándose en su lugar para ir hacia la playa. Ciro la siguió.

De pie ante el manto de estrellas, ambos se abrazaron y observaron aquel pedacito de universo abierto.

- Entonces ya sé qué hare cuando mueras – dijo juguetonamente Circe sonriendo ante su idea.

- ¿Qué? – preguntó desconcertado Ciro.

- Te meteré al refrigerador por meses con la esperanza que revivas. ¡Y hasta puede que produzcas luz! – gritó Circe radiante.

Ambos carcajearon y disfrutaron del espectáculo estelar.



IV

Habían pasado días o quizás meses. No había manera de saberlo.

Hecho un manojo de harapos y rasguños, Ciro sintió su cuerpo mucho más pesado y cansado que lo que había sentido en toda su vida. Estaba perdiendo las esperanzas de encontrar una salida a aquel infierno verde. La simetría de aquel lugar (le parecía que aquel bosque era eterno e igual) lo desesperaba y su ida se había convertido en una eterna huida. Ya no recordaba por qué había ido a parar a aquel lugar. Lo único que sabía era que quería salir de allí.

¿Por qué huía? Ni él mismo sabía. Solo quería ver algo diferente. Tenía recuerdos vagos de su vida antes de la entrada a aquel lugar. Quizás una familia o quizás no. Lo que ahora primaba era conservar la vida para reordenar sus ideas. Tocó su rostro, un par de húmedos surcos partían desde sus ojos. Había estado llorando.

- Ciro, vamos. Ya no hay nada que hacer – dijo Fresia jalando al niño de su mascota que agonizaba.

Ciro abrazaba con fuerza a su perro. El animal temblaba y botaba espuma por el hocico cada cierta cantidad de segundos. No lo soltaría, estaba seguro que el perro aun podía curarse del envenenamiento.

- No se puede morir, mamá – sollozó Ciro – “Oso” no tuvo la culpa de nada ¡alguien lo envenenó! Tiene que haber una cura.

Fresia intentó separarlo del perro pero sintió que era inútil.

- Hijo – dijo en un tono de resignación – “Oso” está sufriendo demasiado ¿No te das cuenta? ¿Quiere ponerse de pié? Pero lo quiere hacer porque no desea que lo veas morir, él quiere partir a su viaje solo, manteniendo el recuerdo de sí mismo en todos nosotros como el perro que siempre nos seguía a todos lados, molestaba a las gallinas y se lanzaba al río para traernos guijarros. Él quiere que mantengamos esos recuerdos, no su agonía.

Ciro se secó las lágrimas y sintió la verdad de sus palabras. “Oso” merecía un final digno y él no se lo impediría. Se levantó y besó la frente temblorosa del perro quien le dirigió una mirada de desesperación en medio de las convulsiones. Ciro se puso a un lado y el can, como adivinando lo que sucedía, se puso de pie rápidamente y huyó en dirección a la montaña. No miró hacia atrás en ningún momento. Fresia llevó a su hijo a dormir y no se separó de él hasta que estuviese profundamente dormido, sin pesadillas, sin espasmos.

No recordaba cuantas horas durmió en el cuarto de su madre pero cuando abrió los ojos ya era nuevamente de día. Se puso de pié mientras se restregaba los ojos y se calzó las pantuflas. Era temprano aun, pero escucho la voz de su madre y su abuela. Lo llamaban para el desayuno. Abrió la puerta de la recámara y entró al pasillo que daba a la cocina.

- ¿Tuviste una buena noche? – dijo Fresia mientras ponía queso en algunos panes.

- Creo que sí – dijo Ciro aun aturdido por el despertar – no tuve ningún sueño, pensé que tendría pesadillas.

La puerta de la cocina se abrió y entró Juana, su abuela. La sonrisa de complicidad que cruzó con Fresia era indisimulable.

- Tienes un invitado, Ciro – dijo Juana con una sonrisa de alegría infinita.

Primero asomó el hocico y luego el cuerpo entero, como preparándose para reencontrarse con su camarada de travesuras. El perro no se contuvo más y saltó en dirección a Ciro, tan fuerte como un Pino. Los panes salieron disparados en todas las direcciones pero a nadie le importó.

- ¡Oso! Pero ¿Cómo es posible? – gritó el niño boquiabierto – Ayer estabas al borde de la muerte ¿Qué sucedió?

Juana y Fresia cruzaron miradas nuevamente y Juana habló.

- Algunos animales poseen remedios naturales, saben cómo sortear la muerte de maneras que aun nosotros no conocemos – dijo ella recogiendo la panera que había caído al suelo – siente su pelo ¿Húmedo, no? Es probable que haya pasado toda la noche en el río bebiendo agua y desintoxicando su cuerpo. Ellos saben lo que hacen. Si tú no lo hubieses dejado ir, él habría muerto allí mismo ayer.

El niño se quedó boquiabierto mientras el perro aprovechaba el tumulto para comer uno de los panes con queso.

- Entonces has resucitado, Oso – dijo Ciro mientras acariciaba su brillante pelaje – eres un perro inmortal.

El resto de la mañana transcurrió con normalidad. Todo como antes.



V

Prácticamente ya no caminaba. Gateaba.

El sendero que había estado abriendo instintivamente había derivado en una especie de túnel angosto hecho de ramas cada vez más cortas. El resultado era un camino que solo podía cruzarse agachando el cuerpo o de rodillas.

El tiempo ya no le importaba. Ya hasta había olvidado su nombre, su situación y a donde iba. Solo seguía el sendero.

¿Quiénes lo esperaban? Ya no lo recordaba. Hace mucho que había renunciado a su situación pero ¿Cuál era su situación antes? Tampoco lo recordaba.

Gateaba de día y de noche, todo era muy fatigoso. Había momentos en que la memoria se le nublaba, cada vez los recuerdos eran menores. Al cabo de un tiempo, algunos “recuerdos” básicos, amenazaban con evaporarse.

No recordaba cómo ponerse de pié, por ejemplo. Dudaba si aún recordaba saber usar sus brazos para acciones simples, ahora solo se había convertido en una extensión más de sus piernas para poder desplazarse.

Miró hacia adelante; la negrura absoluta de un sendero que parecía no acabarse jamás. Tembló un poco y descansó. Ya no le interesaba llegar a donde quiera que fuese que tendría que llegar antes. Solo quería terminar aquel sendero y ver qué había al otro lado.

Tras tomar algunas bocanadas de aire, volvió a gatear.



VI

¿Qué era eso? ¿Qué es eso?

Se asustó mucho cuando lo vio. A lo lejos, muy lejos, el ser encontró un punto blanco.

Pequeñísimo, casi indistinguible de aquel pasaje de ramas, hojas y tierra, había un diminuto punto blanco que señalaba algo evidente: El fin del sendero.

Para ese momento, el camino se había vuelto algo menos que una guarida de conejo. De un diámetro lo suficiente mente ancho como para que el ser no pueda ni gatear, si no arrastrarse como un gusano. El ser vio el punto de luz al fondo de aquel interminable túnel de hojas y comenzó a arrastrarse violentamente.

Pese a su urgencia, sabía que no podía ir demasiado rápido. Su memoria era tan frágil que por momentos olvidaba como respirar o parpadear, necesitaba controlarlo todo a fin de que todo esto cobrara sentido. El final del sendero.

Se arrastró por días, por meses, incluso quizás, por años. Cada milímetro recorrido se reflejaba en una milésima de tamaño que adquiría el punto luminoso. La obsesión por saber qué era eso lo corroía y ya no dormía durante la fatiga a fin de ahorrar tiempo y seguir gateando hasta que finalmente lo logró.

Su rostro estaba a un palmo de distancia de aquel punto luminoso. Tocó los bordes de aquel diminuto destello de luz: ya no había camino más allá, había llegado al fin del sendero.

Encasillado dentro de la zona más obtusa de aquel extraño túnel, intentó forzar la vista para descubrir que había en ese punto de luz ¿Habría sido esa la razón de tan extraño viaje?

Siguió observándolo hasta que llegó a la conclusión que no podía ver nada más allá que la potente luz blanca que lo rodeaba. Frustrado, el ser comenzó a llorar.

Lloraba no sólo por lo precaria de su situación, sino porque sentía que todo había sido en vano. ¿Qué haría ahora? Olvidaba todo, ya no sabía ni qué era realmente ni a donde se dirigía, sólo quería alguna respuesta a su situación, alguna explicación que diese sentido a todo. Quizás la muerte habría sido la salida pero en medio de sus lamentos logró oír algo que venía del punto de luz… eran ¿voces?



Epílogo



- Doctor, diez minutos para la dilatación. El tiempo comienza desde ahora.

El grupo de médicos que estaban en la sala de operaciones comenzó a mirar las máquinas y a hacer anotaciones en algunos papeles.

- No hay riesgo, parece que será un parto natural – dijo el médico observando a la mujer tendida en la cama gritando por los dolores de parto.

- Comprendido – dijo la enfermera.

El médico miró al rostro de la mujer y dijo enérgicamente.

- Señora, necesitamos que haga toda la fuerza posible para expulsar al bebé, no debería tomar más de quince minutos.

La mujer asintió y comenzó el proceso. Cada intento era un nuevo grito de dolor y los médicos se alistaban para recibir al recién nacido. Solo había que darle unos minutos más.

De repente, la sala de partos lanzó un ligero “Oh”. De entre las piernas de aquella adolorida mujer, un pequeño niño salía a ver la luz del mundo por primera vez. Los ojos semiabiertos del infante llamaron la atención del médico. Se había quedado embelesado con la luz del reflector.

- Solo un poco más, señora, ya está aquí – la animó la enfermera.

Finalmente el niño salió y le envolvió en sábanas. El médico vio su rostro y se dio cuenta que le llamaba la atención la luz del reflector. Hizo un ademán pidiendo que se bajara la intensidad. Con una luz más opaca, el niño miró a todos en la sala de partos sin tener la menor idea de lo que sucedía allí.

Al cabo de unos minutos, lloró.


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