viernes, 1 de julio de 2016

¿Qué día comenzó la guerra?



I

En el verano del 92, el teatro Séneca había cerrado sus puertas a la ciudad después de más de cincuenta años de actividad. Para Febrero del mismo año, yo había quedado sin empleo y con un pequeño niño a cargo sin futuro prometedor y con una actividad de muy poca demanda laboral.

Los primeros días todo me sabía amargo pero al final lo tomé con resignación. ¿Qué haría una joven escenógrafa de teatro en un mundo tan cuadriculado? Bueno, comenzaría por lo más lógico: Coger un periódico y buscar ofertas de trabajo.

Tomé una ducha, me recogí el cabello, salí por un periódico y me senté en el comedor armado de un lápiz y un té. Pedían contadores, ingenieros, administradores y abogados. En ningún lugar se manifestaban anuncios como “Busco escenógrafo profesional” o “Teatro de prestigio requiere de escenógrafos con experiencia”.

Desanimado por el periódico, decidí ir a repartir mis hojas de vida por cuanto teatro recordase en mi mente. Horas y horas de caminata repartiendo documentos que probablemente irían a parar como cebo de polilla o, paradójicamente, material de reciclaje para algún escenógrafo en actividad. Sí, yo también lo hice. 

Ya habían pasado un par de meses desde la última vez que había salido del teatro y mis ahorros estaban en su punto más crítico. La preocupación por el desempleo es enorme cuando se tiene un niño a cuestas y pensé que quizás ya era momento de migrar de actividad. Iba contra todos mis ideales pero no quedaba de otra, lamentablemente el arte suele ser muy cruel con sus más fieles seguidores. 

Desanimada comencé a rodear con un círculo ofertas laborales en el periódico donde se requiriesen nanas, costureras, empleadas o mozos. Iba a hacer la primera llamada cuando el timbre sonó, di un sobresalto y el gato corrió indignado de mi regazo hacia la cima del refrigerador. Fui hacia la puerta y me di cuenta que había sido el cartero. Un sobre blanco, con una postal de la ciudad estaba ahí, en el suelo, tendido como una paloma herida a la espera de algún alma noble que le permita vivir. Ansiosa abrí el sobre y suspiré. 

- Quizás el día no sea tan malo – susurré para mí misma mientras presionaba el sobre en mi pecho y daba una sonrisa al cielo.



II

Sentada en la parte de atrás de un destartalado taxi, con un chofer amante de ritmos tropicales, hacía memoria de lo que diría en la entrevista de trabajo. 

- Muy bien. Soy Clarisse Vidal, tengo veintisiete años y soy graduada del instituto de artes escénicas. Tengo casi diez años de experiencia en el arte de la escenografía y he participado en obras de importancia relevante como… ¡Tenga cuidado! – Grité de mala gana mientras el chofer ignoraba olímpicamente el cuarto semáforo y sus frenadas bruscas hacían entreverar mis papeles nuevamente. 

Tras bajar del taxi y acomodarme la blusa me encaminé hacia la dirección que indicaba la carta. Miré el rótulo del edificio gris que tenía delante de mí, rezaba “Teatro Arica”

- Teatro Arica – susurré intentando hacer memoria pero nada se me vino a la mente.

Los días previos a la carta, había recorrido por una buena cantidad de teatros a lo largo de toda la ciudad, aparte de ellos, envié por correo postal mis hojas de vida a otra “n” cantidad de teatros de los cuales recordaba haber visto, sin embargo no recordaba haber visitado el local que tenía al frente. 

- Pero Clarisse, no seas majadera – reí para mis interiores – quizás accedieron a tus datos por recomendación o por casualidades de la vida ¿Qué más da?

Toqué el timbre pero solo para darme cuenta que este no funcionaba. A los cinco minutos toqué la puerta. Una voz sonó del otro lado.

- ¿En qué puedo ayudarle?

Despejé mi voz con un leve tosido y me puse firme mirando al minúsculo orificio visor de la puerta.

- Soy Clarisse Vidal – dije firmemente – y vine por el puesto de escenógrafa que solicitan en este teatro. 

Sonaron unos murmullos al otro lado y finalmente, con un crujido espectral, la puerta se abrió.



III

Los primeros días de trabajo fueron, como en cualquier labor, de adaptación. Si bien es cierto que en mi vida jamás había oído de un “Teatro Arica”, me había dado cuenta que no era tan desconocido como creía. Por las tardes albergaba un público fiel que asistía a las funciones y por las mañana un equipo completo de actores que dramatizaban escenas conocidas de obras populares. Mi labor consistía en armar los escenarios, la vestimenta, la utilería y los accesorios necesarios para las obras. 

Algunas veces me pedían vestidos, en otras ocasiones requerían máscaras, en otros momentos necesitaban uniformes y así respectivamente. Eran las cosas estándar que pedían en cualquier teatro, sin embargo, un día ocurrió algo inusual. 

- ¡Clarisse! ¡Niña, por fin te encuentro! – dijo alegremente el director Parson, dueño del teatro. 

Todos los del equipo de limpieza, que habían extendido la hora del almuerzo un par de horas más, se pusieron de pié. Dejé el uniforme de general que estaba remendando y me paré para saludarlo.

- Director Parson, qué sorpresa – sonreí cordialmente mientras le extendía la mano – ¿Qué lo trae por los sótanos?

Luego de besar dramáticamente una mano que olía a naftalina y preservantes de polilla, Parson jaló una caja de madera que, hace unas horas, había sido un pequeño hongo de bosque y se sentó encima. Jaló otra para mí. 

- Clarisse, primor – dijo sonriendo soñadoramente mientras se frotaba las manos como mosca conspiradora – Me he dado cuenta que haces un excelente trabajo con la utilería ¿Sabes? La gente ayer salía del teatro murmurando “Viste aquél árbol, mamá ¿Cómo cortaron un árbol y lo trasladaron aquí adentro? “o sino “Como pueden hacer los efectos del viento y la lluvia tan reales aquí adentro ¡es un milagro! “ Transmites realismo, Clarisse, y eso es lo que estaba buscando hace mucho.

Sonreí para mis interiores sonrojada por el halago. Parson prosiguió. 

- Yo reconozco el talento cuando lo veo, Clarisse – dijo el director abriendo enormemente sus pardos ojos – y tú eres una chica con talento por lo que me gustaría que me hagas un favor muy personal. 

La sonrisa de Clarisse se esfumó casi de golpe. En el fondo, los de limpieza volvían perezosamente a sus labores. 

- ¿Qué clase de favor, director? – dije lo más cortésmente posible. 

Parson volvió a abrir los ojos enormemente, encantado por la anticipada confirmación. 

- ¿Sabes Clarisse? Yo amo el teatro desde muy niño – dijo soñadoramente el director – me ponía un sombrero hecho de periódico y una rama de abeto como espada y saltaba encima de una escoba imaginándome que era el glorioso Napoleón Bonaparte o el sublime Julio César a la conquista de las Galias. 

El director cerró trágicamente sus ojos, como reteniendo una falsa lágrima. Continuó.

- Nunca pude realmente tener una presencia activa como guionista o actor por lo que decidí fundar este pequeño proyecto con la ayuda de algunos amigos que permiten mantener esto de pie – al decir “mantener esto de pie” frotó los dedos índice y pulgar y miró inquisidoramente a su alrededor – así que, he pensado, que con un talento como el tuyo para recrear escenarios a partir de objetos completamente comunes, pienso que podrías hacer realidad mis sueños, Clarisse querida. 

- ¿A qué se refiere? – pregunté mirándolo directamente.

El director se puso de pie y, de un par de saltos, subió a una falsa montaña hecha de cartón y madera, presumiblemente era el monte Taigeto de Esparta. 

- ¡Una guerra, Clarisse! – dijo enérgicamente – Quiero que recrees una guerra. Pero no una recreación cualquiera, querida, quiero algo muy real, quiero sentir el furor de la batalla en mi corazón y sentirlo en el suspirar del público. Quiero una guerra con todos sus efectos visuales, sus emociones, sus anhelos y sus temores. Necesito una recreación de la guerra como solo tú podrías hacerlo, Clarisse. 

Pensé por algunos minutos. Hacer utilería para la guerra no era tan complicado, solo requería algo de paciencia y mucho material. 

- ¿Usted proveerá todo el material, cierto? – dije desconfiadamente.

- Hasta el último centavo, querida – dijo soñadoramente el director. 

- ¿Y desde cuando comenzaré a trabajar los proyectos para la guerra? – pregunté desconfiando aún más – tenemos muchas obras aun en la agenda por recrear por lo que pienso que se podría programar recién para fines de este año, o quizá en… 

- Las he cancelado todas, querida – dijo firmemente Parson – a partir de mañana inicias las labores de utilería para la guerra. 

Abrí los ojos enormemente ante lo que dijo. ¿Y todo el material que ya había preparado? Ya iba a abrir la boca para reclamarle aquel cambio brusco sin previo aviso cuando Parson madrugó mi reacción.

- Y todo esto, obviamente… - dijo sacando algo de su abrigo – con un pequeño presente de mis amigos financistas.

Un cheque, el más grande que había recibido en toda mi vida, estaba ahí, encima de un hongo de madera que, horas atrás había sido un tronco y días atrás había sido un enano y que, seguramente, en unas horas sería una bala de cañón. 



IV

Las primeras representaciones de las guerras habían salido magistralmente bien. Un Bucéfalo de madera hecho para un Alejandro Magno un tanto escuálido. Una brillante túnica morada para un Julio César que no paraba de vociferar sus líneas por todo el escenario, un espléndido sombrero para Napoleón que lamentaba sus errores en Leipzig, etc. 

Cada tarde miraba la obra que se tenía que representar para la siguiente semana y me di cuenta que ya había llegado la hora de graficar guerras contemporáneas. 

- ¿Es este un tanque de la batalla de Stalingrado, señorita Clarisse? – dijo un actor sorprendido al ver el fulgurante acorazado que había hecho a punta de papel reciclado y cartones de un ex establo para caballos de palo. 

- Hasta el último detalle – sonreí mirando su incredulidad. 

A veces los actores llegaban desde horas antes de la función a practicar con la utilería que tenía ya lista. En otras ocasiones se tomaban muy en serio su trabajo. Corrían de un lugar a otro como haciendo ejercicio o comentaban sus estrategias de guerra en voz baja. Yo solo clavaba, pegaba, doblaba y cocía.

Por las tardes, recios soldados salían al campo de batalla armados de ametralladoras de madera y tanques de cartón. La sangre, con un dulzón olor a salsa de tomate, se esparcía por el escenario y el público enloquecía ante las dramáticas explosiones que enviudaban a inexistentes mujeres esperando por sus amados en algún país lejano.

Por las noches un nuevo cheque con una jugosa cantidad de dinero aparecía en mi mesa con una nueva lista de requerimientos para la siguiente obra bélica. Ya me había familiarizado con el trabajo.

En algunas ocasiones, se podía ver al director Parson hablando con un grupo de soldados que, presumiblemente, más tarde saldrían a la palestra a representar la obra en proyecto, en otras, se le veía mirar embelesado el material que preparaba, algunas veces acompañado y otras en grupos de gente que jamás había visto. 

- Teniente Clarisse – dijo un grupo de jóvenes actores vestidos de militares mirándome clavar las últimas tablas para hacer un carro de guerra - ¿Qué podemos hacer ahora? 

“Teniente Clarisse” era un apodo que se me había puesto hace algunos meses atrás por dedicarme íntegramente a fabricar utilería de guerra. Yo lo tomaba al inicio como un exceso de confianza por los nuevos actores que iban llegando pero finalmente les terminé por seguir el juego. 

- Bien, soldados – dije sonriendo mientras me secaba el sudor con un pañuelo - ¿por qué no dan un par de vueltas por el estudio de grabación mientras termino sus rifles? 

Los soldados golpearon los tacos de sus botas con un firme movimiento y levantaron la mano a la altura de la sien. Comenzaron a correr. Los vi alejarse.

Para el año siguiente, las funciones sobre guerras a lo largo de la historia se habían convertido en un éxito. Cada día más público llegaba, llegando al extremo de llenar la sala una hora antes de la función. Lo realmente curioso era que me daba la impresión de que nunca eran las mismas personas.

Al cabo de unos meses, las cosas tomaron un giro extraño. La utilería que me mandaban a fabricar era excesivamente detallista y en enormes cantidades. Mis cheques se hacían más grandes pero sentía que no compensaba mi labor. El director Parson, que ahora vestía un uniforme de General, en un afán de evitar un malestar mío, contrató cinco aprendices de utilería más a quien yo iba entrenando en este arte y así, aligeraba mi trabajo.

Pronto dejaron de darme cartón y madera y pasaron a enviarme cargamentos de acero, hierro y pólvora. Abría la boca para protestar pero me decían lo mismo siempre:

- Las queremos más reales, Clarisse – decía Parson mientras se acomodaba las medallas de guerra en su solapa. Creo que enloqueció – mucho más reales, que no se pierdan sus efectos.

- ¿Entonces por qué mejor no las compramos? – dije sudando por trabajar horas extra para producir armas de metal – Nos saldría más barato que pagar ingenieros y tener hornos de fundición en los sótanos. 

El General Parson abrió los ojos, como lo hacía el antaño director Parson.

- Teniente, tiene usted razón – dijo gritando en voz estruendosa. 

Parson se puso de pie y buscó en los cajones de su escritorio. Había un boleto de avión. Me miró a los ojos y lo puso en la mesa. Era más dinero y un pasaje a Alemania. 



Epílogo

No entiendo en qué momento cambió todo esto. 

Había recorrido toda Europa asistiendo a simposios internacionales sobre fabricantes de armamento de guerra. Por las tardes, recibía una agenda cargada para reunirme con abastecedores de material bélico y negociaba millonarias cantidades a cargo del estado peruano para la compra de fragatas, tanques, rifles de asalto entre otros. Me había vuelto una experta en armamento sin querer.

Recibía medallas y condecoraciones en diferentes cuarteles por mi labor de gestión en compra de armas para la guerra. Estrechaba manos de gente que no conocía pero que recitaba elogios inexistentes sobre mí. Por las noches, innumerables revistas venían a cubrir sus notas informativas sobre “La Teniente Clarisse, miembro honorario del ejército nacional” por mis labores en la compra de armamento para abastecer al país en sus guerras contra algunos países vecinos. 

Cuando volvía al cuartel Arica, sí, el teatro cambió de nombre, filas de soldados corrían de arriba hacia abajo balanceando columnas de papeles o sacando lo que antaño fue el cartón y la madera que me servía para fabricar la realidad que ahora tocaba. 

Encima de todos ellos, el General Parson ahora vestía un uniforme de General, validado por las altas esferas del ejército, y daba órdenes a todo el mundo sobre cuanto armamento tenían que distribuir aquel mes y sobre la rigurosidad de esta industria.

Yo solo suspiraba y encontraba más cheques en mi oficina y más boletos de avión.



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