lunes, 30 de marzo de 2015

Al sur del mundo



I



Decían que nadie podía vivir en ese lugar. Decían que era labor imposible poblar un espacio tan alejado. Decían que solo una persona con el coraje de un héroe sería capaz de domar tal sitio. Bueno, ellos lo hicieron.

Una tarde llegaron hombres, mujeres y niños, con la esperanza a flor de piel, cargados de palos, cuerdas y esteras dispuestos a domar al monstruo dorado. El monstruo resoplaba calor de día, volviendo borrosos sus contornos e imposible su conquista. De noche los atormentaba con su aliento helado proveniente del lugar donde nacen los vientos. Tras pasar unas semanas allí, aprendiendo más sobre aquel extraño lugar, los hombres lograron domar aquel díscolo desierto.

Qué duro fue pasar de los frescos y verdes andes, donde la irregularidad de su superficie y la variedad de la vida hacían que cada día fuese una aventura, al rutinario desierto ubicado en las periferias del sur de Lima. Pero la necesidad de vida no conoce de lujos ni comodidades, solo de riesgos. Allá, lejos de las dunas, había una ciudad que conocía más del mundo que de ellos mismos. Aquí, en el desierto, no había nada que conocer pues todo recién comenzaba. Cada día era una nueva página en la historia de aquel parco lugar.

Los adultos trabajaban arduas horas todos los días para poder mantener sus hogares con la esperanza de que algún día puedan surgir como las casas ubicadas kilómetros más allá. Las mujeres se quedaban cuidando a los recién nacidos, cocinando y charlando entre ellas sobre tal o cual persona nueva había llegado a aquel lugar. Los ancianos miraban sentados en las puertas de sus chozas el amplio desierto, trayendo recuerdos de su tierra natal, soltando algunas lágrimas por la impotencia al saber que no volverán jamás y que su tumba será, muy probablemente, algunos metros más allá, sin pena ni gloria. Pero había un grupo que la pasaba, relativamente, mejor. Los niños.

Sonrientes, chaposos, rubicundos y pendencieros, iban corriendo de aquí para allá. A veces solos, a veces acompañado de algún perro. Recorrían todo el naciente vecindario buscando cosas en la basura con las cuales distraerse. Algunos se hacían carros con cajas de leche, otros coleccionaban envolturas de golosinas y las llenaban de arena, otros hacían pelotas de trapo y algunos, con mucha suerte, encontraban algún juguete roto en la basura.

- Mira, es una preciosa muñeca – gritaba una niña levantando su trofeo encontrado en un montículo que estaba unos metros más allá de su casa. La mitad de una muñeca de porcelana, despintada y casi sin cabello.

Pero eran raras las ocasiones en que se podía encontrar algo tan preciado. Usualmente solo eran cajas, papeles y cosas podridas. A veces, cuando no encontraban nada de “valor” en la basura, salían en grupo de sus hogares para ir al candente desierto a “hacer expediciones” pero solo encontraban lo mismo: arena, arena y más arena.

A veces llegaban lejos, volteaban a mirar sus hogares pero los veían desfigurados por el aire caliente que brotaba del arenal.

- Parece que nuestras casas se estuviesen sumergiendo – gritaba asustado el más pequeño de ellos.

- No seas tonto, en este lugar no existe el agua ¿No ves que mamá y papá la traen de lejísimos?- decía indignado uno de los niños más grandes – el otro día acompañé a mamá a la casa de mi madrina, que vive por la ciudad, con hartos galones para traer agua desde su casa. Todos los lunes hacemos eso.

Pensar en agua en aquel lugar era tan alocado como imaginar un gran centro comercial al costado de sus casas. Uno de sus vecinos decía que existía un aparato que permitía ver imágenes en movimiento. 

- Es una cosa cuadrada y hay gente adentro, compadre! – decía el cojo Gonzales a otro señor mientras el pequeño oía boquiabierto el relato del cojo – se llama “tevedision”. Estuvimos viendo imágenes por casi media hora compadre ¿puede creerlo? Pero fue algo loco. Hay gente que paga por ir a un lugar con mucha arena, casi como la de nuestro hogar, pero hay mucha agua al final. No sé cómo le dicen, pero si quisieran arena vendrían aquí ¿no? Yo no tengo problema con que me paguen por pisar arena. Je, je, je.

Y así pasaban los días. En las mañanas buscaban cosas con qué jugar en los basurales y, por las tardes, iban con sus tesoros al arenal a jugar a los exploradores. Nunca se podían alejar mucho pues ya salía una iracunda madre, armada de una correa de lona, para impartir disciplina en los chiquillos. 

- Cuantas veces te he dicho que no te alejes tanto de casa – gritó la madre mientras cada sílaba era separada por un golpe de correa – se pierden ¿y? ¿De quién será la culpa?

Pero siempre era lo mismo. La obediencia por amenaza surte efecto por unas cuantas horas, pero la tentación por curiosidad es irremediablemente eterna. Día a día, los niños iban de aquí para allá. Jugando a descubrir nuevas tierras y fundando campamentos improvisados en sus nuevas conquistas territoriales, emulando lo que sus padres hicieron hace tan solo unos años atrás. Pero llegó el día en que hallaron algo más que arena.

Los cinco niños que descansaban, tumbados en la arena viendo como las nubes tapaban el sol por momentos, se vieron súbitamente perturbados por los gritos de Matías, el hijo del zapatero.

- Vengan, vengan. Esto es increíble. – gritó Matías, jalando de una roída manga al niño más cercano para que lo acompañase a toda costa.

- Matías, nadie irá más allá. Ayer nos castigaron por irnos lejos y la Pancha sale a mirarnos cada media hora – dijo el mayor de ellos mientras echaba un rápido vistazo a sus casas que estaban casi un kilómetro más allá.

- He encontrado agua. Mucha agua! – dijo Matías con los ojos abiertos de par en par, como si hubiese encontrado el Vellocino de Oro hurgando en la arena.

- El calor te fundió la cabeza, Matías – dijo una despeinada niña que acariciaba a su huesudo perro – si hubiese agua alguien más ya se habría dado cuenta.

Matías intentó explicarles qué vio y trató de convencerlos, pero todo intento fue en vano. Nadie le creía. Frustrado y furioso, arriesgó el todo por el todo con tal de que levantaran sus sucios cuerpos de la arena y los acompañasen a la aventura.

- Si vienen conmigo y no es cierto lo que digo, les regalaré a cada uno mis juguetes encontrados desde que llegamos – dijo Matías, arrepintiéndose en el trayecto de la pronunciación pues, por unos segundos, consideró haber delirado por el sol.

La oferta era muy tentadora y todos aceptaron. Más por la tentación de la victoria que por la curiosidad infantil. Seis cuerpos se desprendieron de la arena y caminaron en línea recta por casi una hora. Cuando ya algunos se comenzaban a quejar del calor y del cansancio, se escuchó un sonido extraño.

- ¿Fue un trueno? – dijo un pequeño al que le faltaban dos dientes delanteros

- No, fue un derrumbe – dijo la niña mirando con miedo hacia atrás.

- No! No es nada de eso! – dijo Matías – es ESO!

El flacucho dedo del niño señaló hacia delante. Las olas rompían con fuerza y el mar se agitaba turbulentamente. Aunque estaba aún a un par de kilómetros más allá, los niños sintieron un gran temor al ver tanta agua acumulada. Ellos eran hijos del desierto. Lo primero que vieron sus ojos fueron techos de plástico o madera, luego de ello, solo la arena. El agua era algo casi anecdótico por aquellos lugares y está demás decir que el colegio era algo completamente desconocido. Aquellos seis infantes nunca habían oído del mar.

Tras observar por diez minutos aquella proeza de la naturaleza, el miedo fue disminuyendo para ceder su lugar al asombro. Miraron el agua, las olas, la arena mojada, personas trotando, barcos flotando, gaviotas, islas, etc. Era un universo distinto a tan solo una hora de camino. Tanto habrá sido el arrullo de la brisa salada, y la hipnosis de las olas, que perdieron la noción del tiempo. Matías fue el primero en reaccionar.

- Son casi las cinco, la Pancha ya ha salido a mirar! – gritó, sacando a todos de su trance.

Los chiquillos emprendieron una carrera alocada hasta sus hogares pero fue tarde. Por la noche, los llantos y las súplicas se podían oír en seis casas, llamando a la piedad y la pena, pero fue en vano.





II


- ¿Ya se fueron? – preguntó uno de ellos sacando la cabeza por un agujero.

- Sí, ya están en el local comunal – dijo otro haciendo señas y muecas.

No habían podido dejar de pensar en el mar desde que lo vieron. Todos los días intentaban escaparse rumbo a aquel paraíso acuático, pero los adultos estaban pendientes de sus acciones. No les despegaban ni un ojo después de lo sucedido aquel día. Está demás decir que no les creyeron.

- ¿Mar? ¿Qué es eso? Laguna será – dijo uno de los adultos mientras chancaba latas para venderlas en la ciudad – no irás a la laguna porque dicen que hay pishtacos cerca. Te quedas cerca o ya vas a ver más tarde.

Aquel día tenían una reunión en el Local Comunal. Decían que iban a lotizar el terreno y todos fueron para poder recibir algo nuevo. Cerraron las puertas con llave para que los niños no puedan salir, pero cuando existe la imaginación, todo agujero es una puerta. Al cabo de diez minutos, los seis niños se reunían en secreto atrás de las casas y planeaban su fuga.

Acordaron salir rápido, apenas pasados diez minutos desde que sus padres abandonarían sus hogares, y se encontrarían atrás del asentamiento humano. Luego de ello, se encaminarían nuevamente rumbo al mar para poder admirar su majestuosidad otra vez

Una vez reunidos, comenzaron la marcha. Salieron a toda prisa, como ladrones en acción, del lugar y se encontraron con el monótono desierto nuevamente. Caminaron y caminaron pero pronto el calor y la fatiga pudieron más que sus deseos. Cuando el último niño se sentó en la arena. Todos pusieron en duda el objetivo.

- ¿Vale la pena realmente ir y arriesgarnos a una paliza solo por ver un montón de agua? – razonó uno de ellos – aún tengo los dolores de mi última paliza.

- Creo que tiene razón – dijo la niña – el Local Comunal cerrará en media hora, y es justamente media hora lo que nos tomará llegar allí. No volveremos a tiempo.

- Lo mejor será distraernos aquí – dijo el chiquillos de los dientes ausentes – no vale la pena arriesgarnos a otra golpiza.

Matías miró apenado el horizonte. Realmente quería volver allí, pero las marcas en sus brazos y piernas le decían lo contrario. Tras pensar en los reclamos de sus amigos, se le ocurrió una genial idea.

- ¿Y si jugamos a que este desierto es la playa? – sugirió entusiasmado con los ojos brillando de emoción – solo usaremos nuestra imaginación, nadie nos puede castigar por eso. Además, la pancha saldrá a vernos y estamos en el límite permitido.

Todos los niños aceptaron entusiasmados el juego. A toda carrera, volvieron a sus casas para traer objetos “que se usan en el mar” y jugar con ellos. Después de veinte minutos, llegaron al mismo lugar cargados de cartones, maderas, zapatos viejos, hilos, palos y todo lo que pudiese caber en sus flacos brazos y comenzó el juego.

Matías dobló sus cartones e improvisó una barca. Usando un saco roto que encontró en la basura, fingió ser el capitán de su solitario barco. Por otro lado, la chiquilla despeinada lanzaba hilos a los montículos de arena intentando pescar algunos de los peces que se deslizaban por la superficie, estos “peces-zapato” eran lanzados desde arriba de alguna pendiente y, al deslizarse, parecían cobrar vida como los peces de verdad. Con la imaginación que da la infancia, sintieron el pasar de la brisa y hasta creyeron oír gaviotas. Nadie le prestaba atención a la realidad, todos se enfocaron en que el agua ahora era dorada. Las olas de arena iban y venían trayendo nuevos “peces-zapato”, empujando la barca de Matías y asustando a los dos “bañistas” que nadaban con el perro. Hasta “Ruffus” entró en conexión con el juego de los niños pues se estiraba en la arena y se arrastraba, como si el agua lo llevase e intentase hacer resistencia. Pronto el calor fue ignorado, frescos chapuzones de arena devolvían las ganas de seguir jugando. Se lanzaron de las dunas gritando “Viene la ola”” y una orgullosa niña recolectaba sus pescados en un balde roto. Lanzaban palos, simulando arpones, a ballenas de plástico mientras otros se lanzaban encima diciendo “te atrapé” y gritaba a sus demás compañeros acerca de su proeza. Algún bromista gritaba “viene la ola” y deslizaba una gran cantidad de arena encima de algún desafortunado “pescador” que disfrutaba el relajo de una tarde frente al mar. Caía la tarde y la alegría rebasaba ya que pronto encontraron más “peces-zapato”, más barcas y más olas en aquel arenal…



Epílogo



El titilar de las velas desdibujaban las sombras de aquel silencioso cuarto. Solo se oía uno que otro “sentido pésame” y “lo siento mucho” entre el pequeño grupo vestido de negro. Por momentos, algún llanto rompía el silencio, y era inmediatamente socorrido con abrazos y palabras de aliento.

Seis pequeños féretros reposaban encima de las mesas de madera del comedor. Eran sencillos como sencillas eran las familias que hicieron hasta lo imposible por comprarlos. No había ceremonia ni arreglos, solo algo de café y lágrimas. Encima de una de las mesas, donde estaban las tazas de café había un periódico, su titular rezaba:

“Se encontraron los cuerpos de seis niños, que murieron ahogados, esta madrugada en la Playa San Pedro”


Un agradecimiento especial a mi ilustrador Danilo por el arte conceptual. He aquí su página oficial : https://www.facebook.com/Educacion80?fref=ts

Gracias a mis amigos lectores por pasear por este, su espacio, y leer algunas de mis creaciones. No se olviden de pasar por mi fanpage de Facebook:https://www.facebook.com/elespejodemariantonieta?fref=ts


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