jueves, 23 de agosto de 2018

Volví sin explicaciones



Hacía mucho frío, más de lo de costumbre.

Las gotas de lluvia rebotaban insistentemente en la ventana del decimotercer piso de un medianamente concurrido centro comercial mientras que observaba como un fila de hormigas llevaba laboriosamente unos granos de azúcar que había dejado caer, seguramente, algún despistado comprador.

- ¿Te falta mucho, Inés? – pregunté mirando a mi prometida quien rebuscaba entre los armarios de exhibición el vestido que usaría en la fiesta de los Gómez.

No me respondió, había estado fría toda la tarde, o al menos eso recordaba, y se había propuesto no responderme. Miré mi anillo de compromiso.

Dorado, frío y de mediano valor, este anillo simbolizaba un pacto que habíamos tomado hacía medio año en medio de una muy cuestionada relación que, al final, terminó en una pedida de mano.

Inés siguió rebuscando en el armario pero al parecer no encontró nada que le gustase. Salió de la tienda y pasó frente a mí como si fuese parte de la decoración del centro comercial. Cero caso, cero atención.

- Inés ¿Desde cuando tienes ese ligero moretón en el tobillo? – pregunté mientras ella se iba al siguiente puesto para preguntar por el vestido ideal. En ese lapso en que su falda onduló al pasar por mi costado, un ligero moretón asomó por la zona del tobillo.

Tampoco me hizo caso.

Suspiré profundamente, Inés tenía un carácter tan irremediable como el mío. Cuando una discusión estallaba, solo había que esperar a que se calme. Continué esperando y miré al exterior por la ventana.

- Odio el frío – mascullé – y odio aún más la neblina.

Afuera, una espesa neblina había comenzado a cubrir la calle, a duras penas se podía observar los faros de los coches que iban y venían de un modo extrañamente lento. Parecía una curiosa peregrinación de luciérnagas.

Cuando volví en mí mismo luego de hipnotizarme con los faros luminosos de los coches, reparé en que Inés ya había avanzado casi cincuenta metros y me puse de pie para seguirla pero algo me detuvo a mitad de erguirme.

Un ligero pero molestoso dolor en la columna me había detenido a la mitad de mi esfuerzo por ponerme de pie.

- Demonios, debe ser el frío que ha entumecido mi columna – dije mientras me tomaba fuertemente de la zona adolorida e iba a buscar a mi novia.

La encontré a cinco tiendas de la última que había dejado.

- ¿Y tiene zapatos en color granate para poder combinar el vestido? – preguntó sonriente a la dependiente quien le mostraba un reluciente vestido aterciopelado de un color perla profundo.

- Por supuesto, señorita – dijo la dependiente mientras sacaba una caja cercana y extraía los, dolorosamente caros, zapatos.

Miré el precio en el reverso de la caja. Los zapatos bien podían valer casi la mitad de mi sueldo. Pero no protesté.

- Claro, es probable que se te pase el enojo para pedirme la tarjeta de pagos – murmuré para mí mismo mientras veía como se probaba los zapatos y me recostaba en uno de los respaldares de la tienda.

El dolor volvió a molestar.

Mientras me divertía viendo los anuncios en la televisión de la tienda, un repentino vistazo a Inés me hizo saltar nuevamente la alarma.

Por encima del tobillo, donde hace rato había un pequeño moretón que le pude haber atribuido a un botín muy apretado (cosa incongruente pues Inés había ido en sandalias) o a un pequeño golpe casero, ahora se veía un moretón del tamaño de una barra de jabón.

- ¡Inés! – dije con tanta energía que algunas personas alrededor voltearon alarmadas – tu moretón está creciendo, tenemos que ir a ver a un médico.

No hizo caso. Al ver cómo era olímpicamente ignorado, me incorporé del respaldar para hablarle cara a cara pero un agudo dolor me detuvo. Mi columna vertebral, que ahora sentía un dolor muchísimo más potente que hace un momento, me había vuelto a dar una tremenda alarma. Caí sobre mi propio lugar.

Algunas personas de la tienda se acercaron a mí para ayudarme a incorporar. El dolor no había desaparecido pero si había bajado un poco pero mi prioridad era Inés.

- Inés, tenemos que… - comencé a decir pero repentinamente la dependiente me calló y le pidió a la gente que me ayudaba a ponerme de pie que avanzaran y dejaran libre el pasadizo - ¡Usted no entiende! Mi novia tiene un moretón que está que se pone cada vez peor en su tobillo y a ella parece no importarle eso…

- Señor – comenzó a decir tranquilamente la dependiente mientras le acercaba el segundo zapato a Inés – quizá sea mejor que vaya a verse a un espejo.

Aturdido por la repentina sugerencia de la dependiente, salí cojeando ligeramente rumbo al baño hecho una furia.

- Maldita bruja… las dos – dije furiosamente mientras buscaba los servicios higiénicos – y la otra ni siquiera se dignó en ayudarme a ponerme de pie… solo hace caso a sus malditos zapatos…

Tras una breve búsqueda, encontré los servicios higiénicos del centro comercial. La lluvia, que aún continuaba, había puesto resbaloso algunos ambientes por lo que era necesario caminar con cuidado para no tropezar porque daba la impresión de que el dolor en la columna cada vez se hacía más fuerte.

Tras esperar que un señor terminara de revisarse una verruga en la nariz, ocupé su lugar frente al espejo y lo que vi me dejo impactado.

Dos pequeños moretones, uno a la altura del ojo derecho y otro en el mentón, habían comenzado a salir en mi rostro. Los palpé temeroso y el dolor respondió tan bruscamente como mi dedo hizo contacto.

- ¿Qué carajo es esto? – murmuré mientras veía mi rostro en el espejo – Esto tiene que ser una broma.

Hice memoria. No me había golpeado con nada, no me había puesto alguna crema facial, no había tenido ningún tipo de contacto en toda la tarde.

- Debe ser una alergia – dije como para darle una respuesta lógica al asunto lo más rápido posible – debe ser una alergia a esos horribles pericos que compró Inés hace un par de días. Llegando a casa se los daré de cena al gato.

Salí cojeando del baño, puesto que el dolor en la columna aún continuaba, y busqué alguna baranda donde poder apoyarme y esperar. Ya Inés conocía el camino al estacionamiento y dependía de ella si quería irse o no sin él.

- No estoy en condiciones de conducir – murmuré mientras veía la multitud de personas pasar y salir corriendo cuando entraban en contacto con la copiosa lluvia – tomaré un taxi en casa mientras espero a que el dolor baje.

Debajo de la baranda, unos cuantos cientos de personas avanzaban a pasos apresurados llevando bolsas, carteras y cajas mientras que el agua hacía de las suyas ocasionando uno que otro aislado accidente. Más allá, la neblina se hacía muy complicado ver y lo único visible eran los faros de los coches y las luces de los semáforos.

Temblando, adolorido y húmedo, veía como los minutos pasaban e Inés no salía de esa maldita tienda cuando de repente sucedió.

En medio del mar de personas apresuradas por las compras, una cabellera ondeada de un color rojo oscuro pasó repentinamente. Mis sentidos se dispararon.

Me incorporé tan rápido como mi recientemente adolorida columna me permitía y salí en su búsqueda. Corrí por los pasillos esquivando gente cuando me vi rápidamente por una de las vitrinas. Una ligera línea roja había aparecido en mi ceja derecha. Me detuve, la toqué un ligero dolor me sobresaltó.

- Demonios, me corté – dije no muy convencido de exactamente con qué pero esa cabellera roja era mi prioridad.

Busqué con la mirada, había entrado en un elevador.

El elevador demoraría unos minutos más en volver por lo que no era una buena idea esperarlo. Miré a mi costado y divisé unas escaleras. No lo pensé.

Como si de una tortura se tratase, el bajar cada escalón fue un calvario pero la intriga me funcionaba mejor que la mayor dosis de sedante del mundo.

Cuando llegué al primer piso, el número de personas se había reducido drásticamente y la muchacha estaba en la entrada principal dispuesta a salir. Avancé hacia ella.

- ¡Hey! – grité como un salvaje pero no hubo respuesta. La chica salió apresuradamente.

Afuera estaba la parada de taxis, sabía que esta era la última oportunidad para poder verla. Era ahora o nunca.

Avancé a trompicones, ahora el dolor de la columna se había extendido a la pierna derecha. No me importó. Entonces, cuando me encontraba a unos escasos dos metros, decidí acelerar el paso y plantarme cara a cara frente a ella.

- Hola – le dije en el tono más inseguro del mundo.

- Hola – me respondió ella sumamente calmada, como si mi presencia no le causase algún tipo de incomodidad - ¿Cómo has estado?

Miré a mi alrededor. El exterior del Centro Comercial era una gigantesca planicie de concreto donde yacían algunas palmeras y bancas para poder esperar el taxi o charlar con alguien. El suelo estaba muy húmedo por la lluvia que aún continuaba y la neblina se hacía más espesa. Ella yacía frente a mí con un abrigo plomo y unas botas de cuero. Su rostro, que se asemejaba a una flor de durazno, estaba enmarcado por unos lentes negros delgados producto de su miopía que yo tan bien conocía. Todo el conjunto coronado por una cabellera ondulada de color rojo oscuro.

- Yo… no sé – dije repentinamente inseguro – es más, no sé por qué te he seguido.

Claudia me miró fijamente, yo conocía muy bien esa mirada. Casi cinco años.

- Supongo que solo fue el impulso, Miguel – me dijo mientras se sentaba en una de las bancas - ¿Quieres hablar?

Miré la banca, yacía extrañamente seca y oportuna para la ocasión. Me senté pero el dolor volvió a aparecer. Fingí no sentir nada y al parecer Claudia tampoco lo notó.

- Claudia… yo no… lo siento – comencé a decir pero Claudia me detuvo repentinamente.

- ¿Recuerdas la universidad? Esos años cuando todo parecía eterno y pasajero a la vez – dijo en tono soñador. Algo muy típico de ella.

- Si, fue tan interesante… no éramos exactamente una pareja normal.

Claudia rio brevemente, luego miró en dirección a las palmeras y observó cómo unas gotas caían paralelamente a su lado.

- Siempre te gustó este lugar, Miguel – dije tranquilamente.

- Te gustaba más a ti que a mí, es más, aún tengo los llaveros que me regalaste aquí cuando cumplimos nuestro segundo aniversario.

- Estaban en oferta.

- Eso también lo averigüé.

Reímos los dos. El dolor vertebral continuaba y me hacía dificultosa la risa. Todo era tan extraño.

Claudia era una ex enamorada que tuve antes de Inés. Duramos casi cinco años pero por circunstancias que aun extrañamente no recordaba, nuestra relación había acabado. Quería hacer memoria pero no lograba traer nada al recuerdo. Era un momento muy extraño e incómodo porque Inés aún seguía arriba comprando y yo me encontraba abajo hablando con una ex. “Pero no la estoy engañando” me consolé, y era cierto, solo me llamó mucho la atención ver a Claudia, a quien no había visto en muchos años, y quería aprovechar unos minutos de libertad para poder saludarla. Pero todo se había tornado muy extraño.

Claudia no estaba resentida, asustada, indignada ni nada. Ni siquiera estaba aburrida, parecía que hubiese estado esperando que yo salga a las afueras del establecimiento para poder hablar. Pero aún había cosas que no había logrado recordar. Por alguna extraña razón sentí que debía seguir hablando con Claudia. Precipité las cosas.

- Claudia ¿Por qué terminamos? – pregunté bruscamente mientras intentaba hacer memoria pero un dolor agudo comenzó a escarbarme el cerebro. No lo relacioné al hecho de hacer memoria.

- Tranquilo Miguel ¿recién nos hemos reencontrado y ya quieres recordar las malas cosas? – dijo serenamente mientras sacaba un pañuelo y me lo acercaba a mi rostro. El pañuelo se tiñó de rojo. Me asusté.

- ¿Qué ha pasado? – pregunté alarmado.

- Parece que te has dado un golpe en la ceja y una vena se ha reventado, pero tranquilo, tengo un pañuelo y no se ve grave – dijo mientras me secaba la herida. Sus cálidas manos me hacían sentir tanto - ¿Recuerdas cuando ese chofer se quiso pasar de vivo conmigo?

Recordé el incidente, había sucedido luego de que un descarado taxista le había dado un piropo subido de tono y yo reaccioné violentamente.

- Bueno, me hicieron cinco puntos en la cabeza por eso – dije recordando de manera divertida la anécdota – pero valió la pena y la herida fue mucho más grande que esta.

Claudia rio y retiró el pañuelo. Me sentí algo mejor pero le atribuyo la sensación al roce de las manos de Claudia que al tratamiento de la herida. De pronto sentí un hincón en las costillas. Dolió como el infierno pero pasó. Claudia pareció no notarlo.

- Siempre tan protector y siempre tan paciente – dijo acomodándome la chalina.

- Lo valías, fuiste maravillosa – dije mientras recuperaba el aliento.

- ¿Y ahora no lo soy? – bromeó y ambos reímos. Se sentía tan bien todo.

- ¿Y ahora qué haces por la vida? – dije intentando retomar la conversación.

- No lo sé, tú sabes que mi concepto de vida es distinto y ahora no es la excepción – me dijo en un tono enigmático pero estaba tan embelesado que pasé por alto lo que me dijo.

- Siento que no debimos de haber terminado… - volví a decir pero Claudia me tomó de las manos. Mis helados dedos se entrelazaron con los suyos.

- Miguel, no es el momento de hablar de eso – dijo serenamente – que ya no hay mucho tiempo.

- ¿Ya te irás? – le pregunté preocupadamente.

- No… creo que te irás tú – dijo sin darle mucha importancia.

Repentinamente sus dedos chocaron con mi anillo de compromiso. No mencionó nada y siguió tomando mi mano como hacía mucho tiempo lo había hecho.

- ¿Has venido acompañada? – le pregunté intentando sacar alguna noticia de su situación sentimental.

- Creo que ya no puedo tener compañía, Miguel – dijo tristemente.

No quise tocar el tema. Aun no recordaba por qué habíamos terminado y preferí no entrar en ese terreno para no despertar rencores pero sea lo que haya sido, parece que ella se lo había tomado a bien.

El frío se hacía más insoportable pero no quería despegarme de Claudia. Sabía que si Inés me viese me mataría pero por la discusión que habíamos tenido antes de ir al centro comercial, no me importaba. Así éramos los dos, jodidamente orgullosos. Cuando quise volver a retomar la palabra, una sensación de toz se apoderó de mí. Tosí violentamente cuatro veces y escupí al suelo. Una mancha roja tiñó el gris del concreto.

- Tranquilo, Miguel – dijo serenamente Claudia – aquí tienes, límpiate.

- Claudia, no sé qué tengo – comencé a decirle como si ella pudiese darme una explicación – de pronto me he sentido mal hace una hora y siento que cada vez empeoro, tengo miedo de que pueda ser contagioso y…

- No es contagioso – dijo seguramente.

- Pero podría afectarte…

- No me afectarás – dijo de modo seguro nuevamente

Dejé el papel manchado a un lado y sabía que mi rostro tenía dos moretones y una cicatriz en la ceja muy notoria pero a Claudia parecía no importarle ni darle asco.

- ¿Cómo está ella? – preguntó de golpe.

- ¿Ella? – pregunté aun pensando en mis lesiones inexplicables.

Claudia tocó mi anillo y entendí la pregunta.

- Inés… es mi prometida – dije un tanto dubitativo al tener a Claudia como interlocutor.

- No suenas muy convencido, Miguel – me reprochó.

Suspiré, no quería mentirle.

- Tú conoces mi carácter, Inés no es como tú, tiene un carácter muy fuerte y por momentos no coincidimos.

- ¿Y por qué se comprometieron?

Tenía miedo de darle una respuesta. Tenía razón ¿Por qué me había comprometido? No sabía que responderle a ella ni a mí. En el fondo sentía que aún Claudia significaba algo que no había concluido pero también recordaba a Inés y sentía el presente tan fuerte como el golpe de una ola.

- Quizás Inés fue lo más parecido que encontré a ti – dije sorprendido por mi propia respuesta – Quizá no busqué a nadie nuevo nunca realmente.

Claudia me miró con reproche y se acomodó el abrigo que le tapaba hasta los puños. La gente poco a poco salía del centro comercial. Al parecer cerrarían temprano por el mal tiempo.

- Claudia ¿Por qué terminamos? – volví a preguntar para terminar de entender todo.

- A veces es mejor reiniciar todo, Miguel – me dijo obviando mi pregunta – a veces es mejor dejar que el tiempo circule y ordene lo que ha sucedido… por más que lo que venga no nos guste.

- ¿A qué te refieres? – pregunté sin entender lo que me dijo.

- A que me tienes que dejar ir, Miguel. Yo ya no represento una alternativa para ti.

Sentí una pequeña rabia por dentro. Aun me sentía unido a Claudia en cierto modo.

- Claudia… - comencé a decirle pero ella me volvió a interrumpir.

Sacó otro pañuelo y me secó la nariz. Sin que yo me haya dado cuenta, un hilillo de sangre había estado surcando mis labios. Sentí repugnancia de mí mismo, ya ni quería saber qué estaba pasando, solo quería tener la certeza de que podría volver a ver a Claudia.

- El tiempo ha hecho su trabajo, Miguel. No forcemos nada – me dijo serenamente.

- Pero el tiempo puede errar, el tiempo puede haber hecho mal las cosas, el tiempo no es perfecto… - comencé a decir pero Claudia me detuvo.

Por primera vez en aquel momento, los ojos de Claudia asomaron un par de lágrimas que no pudieron caer.

- Pero el tiempo no falló, Miguel… - dijo tratando de encontrar las palabras indicadas pero a la vez sintiendo un profundo dolor interior que su corazón de porcelana había albergado mucho tiempo - … el que falló fuiste tú.

Solté sus manos y me incorporé. Repentinamente tuve un chispazo de lucidez. Todo se veía raro pero aún más raro era el sentimiento que me había comenzado a invadir. Era miedo, pero elevado al nivel de terror. ¿Qué había hecho para alejar a Claudia?

Claudia no habló. Parece que ya se había dado cuenta que yo había notado algo muy raro en todo esto. Hubo un ligero temblor en la tierra y el ambiente se enrareció. Yo aún no procesaba nada correctamente. Entonces Claudia se subió las mangas de su abrigo.

Allí, donde dos suaves muñecas debían asomar al frío clima del centro comercial, yacían dos rayas rojas de gran profundidad dejando ver el grifo por el cual la vida de Claudia se había escurrido hace mucho tiempo atrás.

Sentí mareos, un dolor de cabeza muy agudo y mi cuerpo, por primera vez desde el momento en que salí del centro comercial, dejo crujir unos sonidos que presumiblemente eran huesos. Pero no me importó.

Claudia no estaba viva.

No me importó lo raro del momento, lo absurdo de las conclusiones ni de que Inés me viese en tan extraña compañía. Solo me importaba disculparme con Claudia por todo lo que la terrible memoria me había traído a la mente.

- Lo siento, no sabes cuánto lo siento… - comencé a decir aterrorizadamente pero ella se mantuvo firme y serena como en el inicio.

- Descuida, ya todo pasó – dijo sin rencores.

Me sentí terriblemente mal, las lágrimas escaparon de mis ojos, que ahora también los sentía adoloridos, y la abracé. No me importó nada ni nadie, solo la abracé muy fuerte como lo hacía con ella cuando me sentía deprimido. Ella también me abrazó con la delicadeza de una brisa.

- ¿Sigues bebiendo seguido? – me preguntó mientras me arrullaba mi magullada cabeza.

- Si… a veces – respondí. Pero era una mentira.

El alcohol había sido un vicio terriblemente nocivo para mí. Claudia y yo habíamos sido bebedores sociales en nuestros años de la universidad pero con los años eso se convirtió en un vicio destructivo. Claudia al inicio lo tomaba con humor pero a medida que el tiempo pasaba, las circunstancias se habían escapado de control. Especialmente conmigo. Lo recordaba claramente.

- ¡Nunca te importa saber si he llegado bien a casa! – gritó Claudia desde un extremo de la habitación mientras me abría paso a duras penas.

- No te interesa saber de mi vida, mujer – balbuceaba por el alcohol y me dirigía a la refrigeradora para tomar un par de botellas más.

- ¡Eres una desgracia de hombre! ¡Has faltado al trabajo dos semanas seguidas! ¿Acaso piensas vivir de esto?

Me exasperé y enfurecí. Me acerqué aun tambaleante a ella y le di una bofetada que la tiró al suelo. Claudia solo se echó a llorar por la impotencia.

- Es mi vida y son mis reglas, mujer. Si no te gusta te puedes largar – dije en tono altanero mientras tomaba directamente de la botella y me desplomaba en el sillón. El gato huyó de mi decadente presencia y tomé el control de la televisión para poner cualquier programa a todo volumen y callar el llanto de Claudia.

No me di cuenta en qué momento se había puesto de pie ni en qué momento se había dirigido a la azotea con mi navaja de afeitar. Lo siguiente que recordé es que ella se había quitado la vida en medio de la lluvia.

Y ahora estaba conmigo.

- No la hagas sufrir, Miguel. Ella te quiere – me dijo sin vacilar.

No respondí. Recordar lo que pasó me quebró completamente. Estaba física y emocionalmente fragmentado.

- Te juro que no… - comencé pero las lágrimas caían descontroladamente de mi rostro. Solo la abracé más fuerte como si el perdón tratase de ejercer presión.

Claudia no me odiaba, me abrazaba tranquilamente mientras acariciaba mi húmedo cabello.

- ¿La quieres? – preguntó repentinamente mientras yo manchaba de lágrimas y sangre su abrigo.

Pensé en Inés. Su dulzura, su ternura, su interés por sacarme del hoyo del alcoholismo en el que me había metido hacía tanto tiempo atrás. Después de Claudia, solo Inés se había interesado por dejarme algo de dignidad y apostar por un remedo de ser humano que solo tenía como futuro alguna cantina mugrienta donde se pudriese el hígado. Pensé en ella, en cómo realmente me recordaba a Claudia y en cómo ella había aceptado el reto que Claudia había iniciado. No sentía que yo valiese tanto pero ellas lo vieron distinto. Con una había fracasado pero con la otra aun no. Mi respuesta era segura.

- La quiero más que a nada en este mundo – dije más seguro que cualquier cosa que haya podido decir en este mundo.

- Se acaba el tiempo, mi amor – dijo Claudia. No entendí a qué se refería.

- ¿Te refieres a que Inés ya saldrá de compras y tendremos que recoger el auto de la cochera? – pregunté aun sin entender eso del tiempo que había mencionado antes.

- No, querido. Yo me quedo, el que se irá eres tú pero tranquilo. Volverás a donde debes estar – me dijo cariñosamente.

Aun sin entenderlo, seguía aferrada a ella. Mis lágrimas habían parado pero una pena incomprensible aún me corroía por dentro.

La neblina se hacía más espesa y la lluvia caía inclementemente. Entonces, rompiendo el incomprensible silencio de una calle que debería sonar concurrida, el motor de un auto retumbo en su arrancar.

Una camioneta negra salía de los estacionamientos subterráneos del centro comercial. Se me hacía muy conocida. Me incorporé en el asiento y sentí mi cuerpo hacerse pedazos. El dolor era insoportable e incomprensible por su origen. Tenté un último intento de mover el cuello para ver bien el auto ya que lo sentía completamente adolorido y lo que vi me pasmó, aún más que el hecho de haber encontrado a una ex novia muerta.

En el lado del copiloto, una mujer de facciones alargadas ponía una mueca de enojo y se negaba a ver al piloto por alguna razón. En cuanto vi quién manejaba el auto comprendí todo inmediatamente. Con las mejillas rojas y los ojos semiabiertos por los efectos del alcohol, una persona que rodeaba los 35 años manejaba temblorosamente el timón: Era yo.

El pánico me invadió.

- Claudia ¿por qué me duele todo el cuerpo? – pregunté.

Pero Claudia no respondió. Solo miraba seriamente el automóvil cómo salía erráticamente del estacionamiento.

- ¿Inés estaba enojada conmigo hoy porque bebí antes de ir a comprar su vestido? – volví a preguntar desesperadamente.

Pero Claudia me volvió a ignorar.

Algo macabro y desesperante había comenzado a apoderarse de mí. Parecía que algo lógico tomaba forma de una manera espantosa y aberrante. Entonces de pronto todas las palabras de Claudia parecían tomar sentido. Me resigné. Entonces Claudia habló.

- Falta muy poco – dijo ella.

- Lo sé – dije suponiendo algo terrible mientras mirábamos como repentinamente el auto, el aire, el ambiente y todo a su alrededor se ralentizaba.

- Hazla tan feliz como me hiciste a mí en nuestros primeros años, mi amor – dijo ella.

Esta vez yo no respondí. Sabía que me esperaba algo terrible pero era un capricho del tiempo. Finalmente lo entendí.

- Será mejor – dije de un modo seguro – por ti y por ella.

Claudia se puso de pie y me dio un beso en la mejilla.

- Espero no nos tengamos que ver en mucho tiempo – dijo – y cuando lo hagamos, me traigas buenas noticias.

- Espera – comencé a decir - ¿Entonces yo no voy a…?

Sin embargo Claudia solo estiró su brazo y señaló en dirección a la camioneta en la que íbamos Claudia y yo y luego señaló la pista de enfrente.

Como si de un fantasma de acero se tratase, en medio de la neblina surge un camión gigantesco que traía mercadería para el centro comercial. El camión cruza el semáforo en verde pero eso no vio el conductor que, producto del leve estado de ebriedad en el que se encontraba, avanzó negligentemente como si la pista estuviese completamente a su disposición.

Un sonido infernal colmó el ambiente. El auto se hizo pedazos y los gritos de horror aparecieron en el ambiente. Yo, aun sentado junto a Claudia, la vi por última vez. Se había puesto de pie y caminaba en sentido contrario.

Entonces comprendí los dolores. Sentí un tirón en el estómago muy poderoso y salí despedido del lugar donde había conversado con Claudia todo este tiempo. Una fuerza me jalaba rumbo al auto destruido que humeaba y ardía. Me colaba entre los hierros torcidos y me acomodaba en el lugar donde debía estado yo. Mi cuerpo se terminó de quebrar en un lento proceso que había tomado un par de horas y luego solo el silencio.





Epílogo

- Diagnóstico doctor – preguntó el oficial Maguiña mientras veía los cuerpos tirados en el suelo.

- Milagrosamente están vivos, ya hemos ordenado una ambulancia para que venga inmediatamente – dijo el doctor – me sorprende que hayan sobrevivido a tal accidente.

- Los milagros suelen pasar – dijo el policía.

El oficial salió de la escena del accidente y tomó una taza de café que había en las mesillas que habían dispuesto para atender a los bomberos y a la prensa que llegó para cubrir el accidente a las afueras del Mall del Sur.

- Pues sí, los milagros existen – volvió a susurrar mientras bebía el amargo líquido.

Recordó lo que le dijeron testigos que vieron previamente a la pareja en el Mall del Sur.

- El hombre se veía ligeramente ebrio. Estuvo sentado mucho tiempo frente a la ventana con la vista perdida.

- También armó un escándalo en la tienda de zapatos, por eso no le prestaron mucha atención a sus reclamos.

- También lo vimos en las barandas del décimo tercer piso. Su novia se sentía muy avergonzada y no quiso llamarlo. Creo que tenía problemas con el alcohol.

Se terminó de beber el café y llegó un enfermero trayéndole un informe.

- Oficial Maguiña, tenemos el informe – dijo apresuradamente.

- Adelante hijo – respondió el policía.

- El hombre sufrió un golpe muy duro en la cabeza, es probable que haya perdido ciertas capacidades cognitivas como la memoria. Tiene una herida muy grande en la ceja pero lo más inquietante es que su columna vertebral está casi destruida. En caso que este hombre viva, no podrá caminar nunca más.

- Entiendo – dijo seriamente le oficial - ¿y la chica?

- Sufrió lesiones menores porque llevaba cinturón de seguridad – dijo el enfermero viendo el expediente – pero un fierro del camión atravesó su pierna por encima del tobillo. Está destruido. Tendremos que amputar pero al menos podrá mantener el movimiento.

- Gracias, deja el informe en mi escritorio por favor.

El enfermero salió a toda prisa y pasó por el lado donde yacían tendida la joven pareja.

- Han tenido mucha suerte – dijo el enfermero mirando la gravedad de las heridas.

El enfermero se alejó y los dejó allí a la espera de la ambulancia.

Repentinamente la mano de Miguel tembló y tres dedos se movieron muy lentamente, casi un centímetro, buscando algo y encontró lo que quería. La mano de Inés sintió los dedos de su novio y presionó ligeramente los suyos.


BattlegroundHunter.exe

I Tras una breve espera, la explosión se produjo. - ¿Cómo estamos de municiones, Chris? – preguntó Dante mientras acomodab...