sábado, 9 de diciembre de 2017

El día en que las sombras ya no volvieron



I

- Llegaron, corramos a las escaleras para ver lo que trajeron – me susurro Rachel al oído mientras sentía su tibio aliento a escasos centímetros de mi pabellón.

- ¿Y si nos ven? – pregunté mirando en dirección a las barandas de la escalera – No creo que les guste.

Rachel volteó he hizo un gesto de burla. Odiaba que le diesen la contraria.

- Si nos ven pues luego lo negamos todo – dijo con firmeza la niña – Te falta un poco más de aventuras en tu corta vida, Mateo.

Mateo volvió a mirar hacia las barandas y antes de que pudiese tomar una decisión que afectase su sorpresa en su futuro regalo de cumpleaños número siete, Rachel ya se había estado deslizando silenciosamente, como una extraña pitón con rulos pardos, escalones abajo. Con un poco de desgano, el chico lo siguió.

Cuando lograron posicionarse en su improvisada trinchera, vieron cómo papá y mamá cerraban la puerta y se acomodaban en los sillones.

- Menudo calor que hace – dijo papá mientras dejaba un paquete notablemente grande en la mesa. Mateó emitió un sonidito de asombro y Rachel le pinchó en las costillas mientras lo chitaba – ¿podrías sacar dos latas de refresco de la nevera?

Mamá se sacó los tacones mientras dejaba unas bolsas sobre la mesa y se encaminaba rumbo a la nevera. Tras unos breves segundos volvió con dos latas heladas de refresco.

- Deben de ser casi 35 grados – dijo mamá mientras daba un sorbo largo y tendido sentada en el sillón frente a papá – debimos consultar el clima antes de salir.

- Siento que las suelas se me derritieron – dijo casi en tono de seriedad – pero al menos ya compramos los regalos para sus cumpleaños.

- ¿Crees que están durmiendo? – preguntó mamá señalando hacia el segundo piso.

- ¿Con este calor? No lo creo – adivinó acertadamente papá.

Rachel se acomodó en su clandestino lugar y murmuró “lo saben”.

Repentinamente papá se puso de pié y en lugar de ir en dirección a las escaleras. Caminó rumbo a la nevera para sacar otro refresco.

- Rachel, Mateo, salgan de allí que hace más de quince minutos los hemos visto – dijo sorpresivamente papá.

Soltando una carcajada de sorpresa, los dos niños se abalanzaron sobre papá y mamá al tiempo que cada uno estaba ansioso de saber qué había en la caja.

- Aun no, niños – dijo cortantemente mamá – su cumpleaños aun es en una semana. Además intentaron engañarnos escondiéndose.

Ambos niños se miraron y soltaron una risa cómplice. Papá se acercó a ellos y los abrazó.

- Es que no son buenos escondiéndose – dijo cariñosamente.

- Como ninjas – dijo Rachel haciendo gestos de luchador.

- O fantasmas – dijo Mateo levantando las manos como un farol.

Todos rieron.



II

- ¿Y eso es? – pregunto Rachel mientras se soltaba el pantalón por el voluminoso vientre que se había hinchado producto de tanta torta.

- Parece una caja – dijo Mateo mientras quitaba el papel de regalo a su obsequio.

Era mediado de noviembre y ya habían conseguido sus regalos. A Rachel le había tocado una espléndida muñeca de porcelana (casi tan grande como ella), mientras que el regalo de Mateo aún quedaba en las sombras del misterio.

- Ehmm definitivamente es una caja – dijo ligeramente decepcionado el niño – bueno, al menos este año no son calcetines.

Rachel rió y se sentó en el piso junto a Mateo.

- ¿Para qué crees que sirva? – preguntó mirando interesadamente la pequeña caja de madera.

- No lo sé, a lo mejor es una alcancía – dijo Mateo intentando encontrarle el sentido.

- Pero no le veo el orificio – dijo Rachel restándole el poco sentido que había adquirido.

- Quizás habrá sido un error de la tienda – dijo el niño haciendo memoria – por que recuerdo un día a papá haciendo llamadas a ese mismo lugar por otro encargo y estaba furioso. Al parecer confunden continuamente los paquetes.

- Puede ser – dijo Rachel quien ahora se intentaba de sacar trozos de cereza de la muela de un modo muy desagradable.

- Qué asco, Rachel – dijo Mateo mirando a otro lado - ¿Tú crees que deba decirle?

- Creo que no – dijo firmemente la niña – porque si reclamas sobre ese regalo volverán a darnos lo de siempre. Calcetines, calcetines y más calcetines.

Paradójicamente, Rachel estaba sin calcetines sentada en el suelo.

- Bueno, tienes razón, algún uso podré darle luego – dijo mirando la pequeña caja de madera – le podría hacer un orificio y convertirlo en una alcancía.

- Pienso que sí – dijo distraídamente Rachel mientras oía como los vecinos habían salido a montar bicicleta al costado – bueno Mateo, me iré a pasear en bicicleta con los Rodríguez. ¿Vienes?

El niño observaba hipnotizado la pequeña caja de madera. Era completamente lisa y de un tono gris, como si fuese concreto, pero era tibio al tacto. Lo agitó y luego pegó el oído. Nada pasaba. Luego trató de meter las uñas por alguna abertura pero estas estaban tan pegadas que parecían imposibles de ser separadas. Finalmente se rindió y decidió dejarlo sobre su mesa de noche.

- Está bien, vamos – dijo finalmente Mateo – iré por la bicicleta a la cochera.

- Treinta centavos al primero que llega – gritó Rachel al tiempo que salía disparada de la habitación de su hermano. Mateo lo siguió.

Mientras los niños se alejaban, del interior de la caja se escuchó un débil sonido:

Tic.



Noche Uno

4:00 AM

Un ligero temblor sacudió los marcos de la ventana entreabierta de Mateo, como si un vehículo sumamente pesado acabase de pasar cerca pero con la diferencia que este no había pasado en ningún momento.

La ventana se cerró repentinamente. Mateo dormía. El ente se había encargado de cerrar adecuadamente la cortina a fin de que la luz del farol no le hiciese algún daño a su etéreo cuerpo. Se deslizó sigilosamente por toda la habitación, como admirándola y recordando algo que en algún momento las circunstancias le pudieron haber hecho olvidar. Reparó unos segundos en Mateo. No lo conocía. Aún no. Pero sabía que pronto lo haría.

Repentinamente el ente desapareció y las alarmas de la casa comenzaron a sonar.



III

- Vacío, vacío, vacío – repetía papá nerviosamente mientras revisaba las imágenes de las cámaras nocturnas en su ordenador – al parecer fue un error del sistema que detectó movimiento.

Mamá seguía observando las imágenes que había en la pantalla mientras daba una mordida al sándwich que había preparado. No había ninguna anomalía de movimiento registrada y, en más de cinco años, la alarma anti intrusos nunca había dado una falsa señal.

Un piso más arriba, Rachel hablaba con Mateo.

- Te juro que salí disparada de mi recámara cuando sentí las alarmas – dijo Rachel abriendo los ojos como platos – pensé que se había metido un ladrón a la casa.

- Bueno, quizás las alarmas fallaron esta vez, a lo mejor ya están desgastadas por todo el tiempo de trabajo que han tenido – dijo Mateo quien armaba una torre con unos bloques de plástico.

- ¿Tú no has visto nada fuera de lo normal? – preguntó Rachel queriendo saber más sobre lo ocurrido esa madrugada.

“Quizás sí” intentó responder Mateo pero sabía que no tenía importancia. El juraba haber dejado abierta la ventana de su habitación ya que las noches de verano en aquella ciudad eran insoportables, pero por alguna extraña razón, estas habían amanecido completamente cerradas, como si alguien las hubiese asegurado por dentro. Decidió no decir nada.

- No, todo en orden – respondió Mateo.

Rachel dejó de prestarle atención y comenzó a tararear una canción.





Noche dos

4:00 AM

Esta vez se incorporó del piso.

El ente camino en dirección a la puerta de la recámara de Mateo. La abrió y salió al pasillo. Se deslizo suavemente mientras tocaba la superficie lisa de la pared y observaba con sus enormes ojos esmeraldas las decoraciones del tapizado. Lo hipnotizaba y embelesaba.

El sensor de movimiento estaba alerta, pero no captó los movimientos del ente. Este fue avanzando lentamente por la cocina. Algunas sartenes y ollas vibraron ante su espectral presencia, motivados por alguna fuerza ajena a la comprensión racional. Cuando hubo alcanzado la puerta, fue en dirección a la cochera y encontró lo que había estado buscando.

Una reluciente bicicleta azul yacía a un costado de la cochera. El ente se acercó a ella y pasó sus desproporcionadas manos etéreas sobre ella. Cuando terminó de tocarla, se fijó en su cadena. Era brillosa y se veía muy firme pero como si de un trozo de galleta se tratase, el ente rompió las cadenas dejando así inutilizado todo el sistema de pedaleo.

Tras quedarse unos minutos más allí, el ente miró en dirección a la cámara que lo estaba grabando. No dijo nada, solo desapareció.

En el cuarto de Mateo, la caja de madera hizo un sonido:

Tac.



V

- Demonios ¿Quién hizo esto? – dijo en un tono de dolor Mateo mientras observaba la bicicleta en la cochera.

- Debió de haber estado oxidada – dijo Papá mientras observaba el desperfecto en la bicicleta – pero parece que no, se ve como si alguien lo hubiese cortado con algo

- La alarma no ha sonado en toda la noche, Raúl – dijo mamá desde la puerta – si alguien hubiese entrado los sensores lo habrían detectado.

Nuevamente la sospecha cayó sobre la criticada alarma. Sin embargo cuando se revisó los archivos del sistema de grabación, estos no arrojaron ninguna novedad. Al menos hasta que llegaron a la parte de la cochera.

- Mira, es como si la cadena se cayese sola – dijo Rachel mirando atentamente la grabación – parece que se rompiese con el aire.

- Eso es imposible – sentenció papá mirando la pantalla – es una cadena nueva, no tendría por qué haberse roto.

Mateo, quien aún tenía el casco y las rodilleras puestas para salir a dar una vuelta en bicicleta, no salía de su asombro y, a la vez, furia.

- Es injusto – sollozó Mateo mirando su bicicleta – yo quería salir a dar una vuelta hoy.

- No te preocupes, hijo. Podemos salir a repararla el fin de semana en cuanto pueda tener un día …

Repentinamente papá paró. Todos entendimos por qué. Desde el exterior de la casa, un descomunal sonido había llenado toda la habitación cerrada de la cochera. La familia entera salió a ver el origen del sonido. No tardaron en encontrarlo y se toparon con un espectáculo horroroso y trágico.

Un camión, de esos que transportan mercadería, había impactado contra un autobús en la intersección de la pista. Lenguas de fuego de casi tres metros se elevaban por el aire mientras una multitud de curiosos salían desde sus hogares para observar y grabar el incidente.

Rachel y Mateo siguieron asustados a sus padres mientras que estos conversaban con un oficial de policía acerca de lo que había sucedido. Papá ponía un rostro de preocupación mientras que mamá se había echado a llorar mientras se tapaba horrorizada la boca al enterarse de la noticia.

- Los Ramírez, sus hijos, murieron en el accidente – dijo Rachel a Mateo sombríamente mientras volvían a casa – no vieron venir el camión y se fueron de lleno contra él.



Noche tres

4:00 AM

El ente había vuelto a ponerse de pié. Sintió una brisa fresca entrando por la ventana de la cochera. Miró un rato hacia el exterior, le parecía tan peligroso y extenso. No salió. En su lugar comenzó a deslizarse por los pasillos rumbo a la cocina. Atravesó la puerta.

Un flamante piso de mayólicas rosas se extendía ante él mientras un sinfín de instrumentos de cocina estaban colgados de manera cuidadosa en las paredes. Se maravilló en sus reflejos hasta que se dio cuenta que el no proyectaba ninguno. No le importó.

Tentando con sus azabaches manos, encontró lo que buscaba. La nevera yacía allí, gris e imponente como siempre, marcando una temperatura baja para la conservación de los alimentos. Sabía que tenía pocos minutos.

De un tirón, el ente abrió la puerta de la refrigeradora y la luz lo cegó. Sintió su cuerpo arder como si le hubiesen presionado brasas contra el cuerpo pero intentó aguantar. La luz lo lastimaba.

Haciendo un esfuerzo gigantesco, el ente tiró al piso la mayor parte de los comestibles almacenados en la puerta. Un amasijo de verduras, leche, carnes, salsas y yogures estaba desperdigado por el suelo.

El ente miró los desperdicios en el suelo y luego escuchó el potente sonido de la alarma llenar toda la casa. Mirando fijamente hacia la cámara que lo grababa, el ente desapareció y el sistema de grabación se apago.

La caja emitió un “Tic”.



VI

- Esta noche haré vigilancia – dijo papá mirando furiosamente el desorden en el piso de la cocina.

Habían pasado un par de semanas desde el accidente de la calle de en frente y casi un mes desde que la alarma había dado un innecesario pitido. Ahora si había razones para creer que alguien había entrado a casa.

- Pero Raul ¿Entrar para llevarse comida de la refrigeradora? – preguntó mamá nerviosamente.

- No se trata de eso, María – dijo papá mientras observaba las ventanas para comprobar si habían pernos suelto. Todo estaba en orden – se trata de que alguien está burlando los sistemas de seguridad de la casa. Podrían estar tramando un gran asalto o incluso un secuestro. Tenemos que ir con cuidado.

- ¿Consultaste la grabación? – pregunto Rachel aprehensivamente – allí debe salir el responsable.

Mamá miró a papá preocupadamente pero papá respondió.

- Quien quiera que haya entrado a la casa, apagó el sistema de grabación y eliminó la cinta. No hay nada que pueda probarnos qué puso los pies en esta casa esta noche – dijo.

Mientras en la cocina todos discutían sobre el posible intruso de aquella noche, Mateo seguía a la fila de hormigas que se había dado la labor de trasladar los desperdicios hacia su hormiguero.

Solemnemente, como una caravana de fieles, las hormigas hacían un camino organizado cargando pequeños trozos de la comida que había en el piso de la cocina. Se dirigían al patio.

Mateo abrió la puerta y los siguió hasta allí. Un hormiguero se alzaba por encima de la tierra. El niño no pudo con su curiosidad y comenzó a quitarle la tierra cuidadosamente para observar a donde llevaban todo.

Como un montículo de hierro limado, cientos de puntos negros yacían inmóviles en el fondo sin dar signos de vida alguno. Impactado por el gran cementerio de hormigas, Mateo intentó buscar la razón de su fallecimiento y se percató que muchas hormigas que aún seguían yendo en fila, quedaban paralizadas a medio camino y se desplomaban allí mismo, con su cargamento a cuestas.

Parecía que algo las había intoxicado, algo que llevaban en su diminuto lomo, un cargamento salido de la cocina donde tres personas aún discutían por el posible intruso nocturno.



Noche cuatro

4:00 AM

El ente volvió a aparecer.

Como una sombra silenciosa de ojos resplandecientemente esmeralda, buscó con la mirada la salida de la habitación de Mateo. La abrió suavemente.

Esta vez buscó la entrada a la azotea. No demoro en localizarla. Al llegar allí admiró el balcón de madera que daba hacia la calle y que la hacía a la vez de terraza para las tardes en que la familia Linares decidía comer un postre con una vista exterior. Sin embargo había un problema.

A un lado del balcón, una de sus vigas de madera yacía carcomida interiormente por un grupo de silenciosas termitas. Supo que tenía que hacer… pero esta vez no estaba solo.

Repentinamente Raúl, el padre de la casa, empuñando una pistola y una linterna había seguido al ente en su silencioso camino rumbo a la azotea.

- Muéstrate – le grito apuntándolo con la pistola. El ente no se movió.

Indignado con la idea de que un ladrón yacía en su casa a esas horas, Raúl prendió la linterna para poder observar e identificar a su intruso. La linterna le dio directamente al cuerpo del ente.

Una sensación de ardor extremo se apoderó de su difuminado cuerpo. Estaba perdido. No iba a lograrlo.

El ente oscuro emprendió una veloz huida rumbo a las escaleras que daban hacia abajo, Raúl no dejó que se escape. Dio un par de tiros que alertó a todos los vecinos de la cuadra, encendió tres alarmas caseras y cinco alarmas de auto.

- No te escaparás, ladrón – rugió Raúl mirando cómo el ente se iba por el corredizo.

Atrapado por las paredes y sin otro lugar donde poder esconderse, el ente sabía que no podría continuar con la misión de aquella noche.

- Nos vemos – murmuró mirando directamente a la habitación de Mateo.

El ente desapareció y Raúl llegó pocos segundos después con la pistola en la mano. Ya para ese momento todos en la casa se habían despertado e iban rumbo a ver qué había motivado los disparos.

Mientras Raúl, María y sus dos hijos conversaban en la sala sobre la necesidad de poner un vigilante nocturno hasta que todo pase y los vecinos aporreando la puerta para confirmar si todo estaba bien en el hogar de los Linares, en el cuarto de Mateo la caja había emitido un sonido.

Esta vez el sonido era muy distinto. La caja se había abierto y adentro se podía ver una hoja de papel con un nombre.

Rachel.



Epílogo

- ¡Se nos va! Revisen los niveles de pulso cardíaco – ordenó el médico dentro de la ambulancia – no resistirá mucho, denle cargas eléctricas por si el nivel baja del promedio.

- Entendido – dijeron al unísono los enfermeros.

- ¿Causa de las lesiones? – preguntó uno de los enfermeros que tomaba el pulso de Mateo.

- Cayó de un cuarto piso – dijo apesadumbrado el doctor mientras verificaba el pulso del niño – el balcón de su casa se desprendió cuando fue por unos juguetes a la azotea. Tiene fracturas múltiples pero lo que preocupa es el traumatismo cerebral producto de un coágulo sanguíneo en el parietal.

A toda carrera los médicos lo llevaron a la sala de operaciones. Unos lívidos Raúl y María se intentaban acercar lo más que podían a la camilla antes de entrar al quirófano pero fueron impedidos por los enfermeros.

Tras ocho horas de cirugía, Mateo fue trasladado a una unidad de cuidados intensivos para la recuperación de su operación. Se esperaba una mejora para el día siguiente, la operación había acabado a las 3:00 AM… un sonido de campanas retumbó por los sombríos pasillos del hospital anunciando una nueva hora:

Las 4:00 AM… Mateo abrió los ojos de golpe.

Movido por una fuerza muy superior a su biología frágil, Mateo se puso de pié. No sintió haberse roto algún hueso, como lo habían anunciado los médicos ni tampoco el dolor punzante de la operación. Era como si nada hubiese pasado.

Corrió por los pasillos del hospital y salió por la puerta principal. Reconoció la calle, su casa quedaba unas dos cuadras más allá. Sus pies parecían no pisar el suelo pero no reparó en ello, simplemente quería ir a confirmar una terrible sospecha que le había surgido en aquel momento.

Miró a su alrededor mientras corría, podía ver cientos de miles de autos, objetos y personas moviéndose de un lugar a otro, saturando el espacio que había, como si pudiese ver lo que pasaba en todos los tiempos. En vez de marearlo, lo hizo sentir más lúcido. No reparó en cuan extraño era todo ello, solo sabía que tenía que llegar a casa.

Al llegar a la pared derecha de su hogar, vio arriba la ventana de su habitación. Saltó y sintió que el aire lo elevaba hasta el segundo piso. La luz del poste lo tocó en un brazo y sintió una terrible quemazón. Se puso a un lado y entró por la ventana entreabierta.

Allí estaba Mateo, de pie, sentado, echado, jugando, riendo, llorando en miles de maneras. Él reconocía a ese chico, en algún momento lo había visto. Intentó mirar su reflejo en la ventana pero no había absolutamente nada. Entonces giró a mirar la mesa de noche.

La caja de madera yacía abierta con un papel adentro. Leyó el nombre y supo lo que tenía que hacer.

Se deslizó suavemente por los bordes del pasadizo mientras buscaba algo entre las paredes y lo encontró.

El cable de la TV de la sala estaba allí, pelado en un costado dispuesto a matar a la siguiente persona que osara conectarla en la mañana. No podía permitirlo.

Haciendo un leve esfuerzo mental, como intentando acostumbrarse a esa nueva apariencia, el ente tiró el televisor al suelo, haciéndolo pedazos y disparando las alarmas de alerta por toda la casa.

Raúl y María corrieron a la sala para ver qué había sucedido y, en el cuarto de Mateo, el cofre se había cerrado.

Una vez más.


miércoles, 26 de julio de 2017

Hasta luego, mamá



I

Sintió una vibración en el saco, era alguien llamando al móvil. Podía esperar. Sacar el móvil en el tren, apretujado entre decenas de desconocidos, no era buena idea.

Ocho horas de extenuante trabajo en la oficina hacían que el viaje en el tren, lejos de ser estresante, resulte un bálsamo. El olor de sudor y colonias mezclado con un sopor que antojaba modorra, era el compañero diario que guiaba a Marden, un oficinista cuarentón y rutinario, en el camino de su casa al trabajo y viceversa. 

- Ultima estación, Villa Victoria. Para un mejor viaje… – anunció robóticamente la voz del andén y las puertas se abrieron.

Una centena de personas, como un enjambre de abejas vestidas en sastre, salían de los vagones rumbo a las escaleras para poder acceder a las salidas de la estación. Marden avanzaba apresuradamente entre la multitud para poder sacar su auto del estacionamiento antes que otro lo lograse cuando se detuvo en seco a mitad de las escaleras: El móvil volvía a sonar insistentemente.

Resoplando como un búfalo iracundo, se puso a un lado de las escaleras para dejar pasar al resto de la multitud mientras buscaba apresuradamente su dispositivo de entre los tantos bolsillos que poseía su saco. Tras buscar infructuosamente en los dos más obvios, el móvil dejó de sonar y pudo localizarlo en el bolsillo del pantalón. Eran siete llamadas perdidas y un mensaje de texto.

- Siguiente tren a las 19:00 horas rumbo a la estación El Paraíso… – comenzó nuevamente la robótica voz anunciando la salida de otra unidad.

Las siete llamadas perdidas lo sacaron de cuadro, era algo increíble de creer: Era su hermano Sam. Antes de poder reparar en la impresión de saber que su hermano, alguien con quien se comunicaba a lo mucho dos veces por año, lo había llamado repetidamente, leyó el mensaje. 

Una sensación helada que partía desde el cóccix, recorría la espina dorsal y se anidaba en su nuca lo poseyó. Los barandales de los que se apoyaba, repentinamente se le antojaron demasiado débiles y sintió una devastadora sensación que lo dejo estático en su lugar, como si iniciase una caída libre al vacío. Las miles de voces en la estación desaparecieron, ahora solo estaba él y su comunicado de urgencia:

“Marden, mamá ha sufrido un accidente hace unas horas. La han llevado de emergencia al Hospital Regional y su pronóstico es reservado. Los médicos nos han pedido que vayamos a verla, en caso de que sea nuestra última oportunidad. Charlie y María ya están en camino”



II

- Su nombre por favor – dijo rutinariamente la recepcionista de Emergencias.

- Marden Molina Galio – respondió apresuradamente mientras mostraba su identificación.

- ¿Viene a ver a la señora Galio? – preguntó la recepcionista sin siquiera mirarlo.

- Es urgente – respondió

Ni bien se hubo abierto la puerta de ingreso para visitantes, Marden emprendió una desesperada maratón en busca del pabellón y habitación donde se recuperaba su madre. Tras buscar casi por diez minutos, encontró la puerta indicada y desde dentro oía las voces que le sonaban tan familiares y cotidianas hace muchos años. Marden abrió la puerta.

María, su hermana menor, lo vio y corrió hacia él para descargar un potente abrazo y ahogar un sollozo en su saco. Charlie, con quien no había tenido una conversación hacía casi cuatro años, se puso de pie para dirigirle un apretón de manos y una ligera palmada en el hombro que Marden interpretó como la incomodidad del momento. Sam permanecía allí, inmóvil mirando a su madre y solo hizo una seña con la mirada al nuevo visitante que acababa de llegar.

Mamá estaba irreconocible. Su rechoncho cuerpo que usualmente estaba enfundado en algún vestido de floreado violeta o lila, ahora vestía una parca bata celeste, cruzado por numerosos conductos transportadores de sueros o sustancias usadas para menguar el dolor físico por accidentes. El médico de turno se puso de pie para estrechar la mano de Marden. Luego habló. 

- Señor Molina, lo estábamos esperando – dijo el médico mientras dirigía una mirad rápida a la incompleta familia.

- Vine ni bien pude enterarme de lo sucedido – dijo rápidamente Marden mientras echaba un rápido vistazo a Sam. El seguía impasible al lado de la madre de los Molina.

El médico dio un suspiro y continuó.

- Su madre ha sufrido un severo accidente de tránsito cuando salía de la floristería hoy a las 17:00 y el resultado es más grave del que esperábamos – dijo dando un breve resoplido de incomodidad. María comenzó a llorar nuevamente. Charlie la abrazó – Múltiples fracturas, hemorragia interna, casi la mitad del cráneo tiene lesiones y – hizo una pausa incómoda – en caso que pueda vivir, dudo que vuelva a despertar.

La noticia cayó como otro granizo. El silencio volvió a reinar en la sala de emergencias, solo interrumpido por el intermitente sonido de la máquina para el pulso cardíaco. Sam se puso de pié.

- Doctor – comenzó Sam quien había abandonado el lugar cercano a la cama - ¿Mamá quedará en coma en caso sobreviva al accidente?

- Es lo más probable debido a las lesiones que sufrió en la columna vertebral, al principio pensamos que solo se le sería restada la habilidad para caminar pero ahora hemos visto que las lesiones son demasiado graves.

- ¿Pero no hay alguna manera de arreglar todo esto? – preguntó desesperadamente María quien ahora ya no lloraba pero comenzó a temblar.

- Señora, debe entender que las lesiones en el cráneo y la columna son… - comenzó el médico pero Marden lo interrumpió. 

- Doctor… - dijo pausadamente como intentando sopesar unas palabras anteriores – usted dijo hace unos segundos “en caso que pueda vivir”… ¿Eso significa…?

El médico volvió a exhalar, incómodo por la situación pero comprensivo por vocación. Sabía que el momento tenía que llegar de uno u otro modo.

- Señores, es probable que su madre no pase hoy de la medianoche – dijo con las palabras que leería un juez la sentencia.

María se recostó en el hombro de Charlie para sollozar silenciosamente, Charlie, con el rostro desencajado, tomó las manos de María para intentar consolarla. Sam se dio vuelta y se tapó el rostro como intentando asimilación. El médico habló primero.

- Los dejo con su madre, tengo que ir a atender otro caso. Si necesitan mi ayuda, el intercomunicador está en el pasillo – añadió el médico mientras iba rumbo a la puerta.

Antes de girar el pomo, el médico se dio vuelta para dirigirse a la desmembrada familia.

- Cuanto lo siento, realmente.


III

Marden presionó con fuerza el timón mientras el pié se hundía como en fango encima del acelerador. Algunos gritos e insultos se colaron por la ventana semiabierta del auto pero no le importó. Aún tenía frescos los recuerdos del hospital.

- ¡Es tu culpa, infeliz! – comenzó repentinamente Sam mientras apuntaba con un dedo pálido el rostro de Marden - ¡Si tú no le hubieses roto el corazón largándote de las reuniones familiares, hoy mamá estaría bien!

- ¡Charlie tranquilízate! – dijo María mientras cerraba la cortina que dividía la cama de mamá con el resto de la habitación - ¡Mamá está aquí y puede oírlos! 

- ¡Sam déjalo en paz! – gritó Charlie mientras se apresuraba a tomar a Sam del brazo – Todos tenemos algo de culpa aquí, mamá solo nos extrañaba.

- ¡Ella iba por un maldito ramo de flores para este infeliz! – volvió a atacar Sam - ¡Ella sabía que tenía problemas con la audición y no mide peligros en la calle y aun así decidió comprarle algo a este idiota porque sabe que nunca viene a las reuniones familiares!

- Sam – dijo nuevamente Charlie – ella nos iba a comprar flores y tarjetas para todos porque sabe que este año no hubiese podido haber reunión familiar ya que todos teníamos los horarios complicados.

- Yo no – comenzó Marden mientras miraba al suelo. Se sentía fatal – yo este año planeaba tomar vacaciones para vivir una semana en casa de mamá.

Sam, impotente para seguir gritando, se dio media vuelta y se dejó caer pesadamente en el sofá de la habitación, María se secaba las lágrimas y sacaba el celular para intentar comunicarse con otros familiares. Charlie se le acercó.

- Disculpa este momento, Marden – comenzó sinceramente su hermano mayor – Sabes cuan apegado a mamá era Sam y esto le ha chocado muy duro pero…

Con un gesto de fastidio, pero sobre todo, impotencia, Marden se giró para salir de la habitación.

- ¿A dónde vas? – comenzó María quien se despegó un momento del teléfono para ver a su hermano intentando irse – La tía Raquel y el tío Edmundo ya están en camino. Mamá querrá ver a toda su familia cuando despierte…

Indignado, molesto, hastiado y desesperado, Marden se dio vuelta para gritarle una verdad a voces a su hermana.

- ¡María, entiende que mamá ya no despertará! – dijo con toda la fuerza que le permitieron en ese momento sus pulmones. Nadie dijo nada.

Salió dando un portazo, y corrió por el pasillo 32 del Hospital Regional rumbo a la salida. Iría a la estación de tren nuevamente para sacar su auto del garaje y se iría a toda velocidad a casa para dormir, así las malas noticias quizá lo sorprendan en la noche. Su celular volvió a sonar, era Sam. Lo apagó y lo lanzó a un tacho. Cuando estaba a medio pasillo, giró para ver la puerta de la habitación donde estaba mamá. Se veía tan lejana…



IV

Siguió manejando por la Panamericana Sur rumbo a la Avenida Grau para poder llegar a casa. Dio un nuevo sorbo de la botella de ron que llevaba en la guantera del auto, ya sentía los efectos del mareo pero siguió manejando. 

- Calle Begonias a tres cuadras, Calle Alfaro a dos cuadras y Cruce Immanol a tres cuadras – anunció el GPS del auto. Repentinamente, Marden recobró la sobriedad. 

La Calle Begonias se encontraba muy cerca y era la entrada para poder llegar a casa de mamá. Pese a que entre su casa y la casa de Marden había una distancia de menos de cuatro kilómetros, las visitas de Marden a su madre eran muy raras.

Marden no tenía esposa ni hijos, su vida entera la había dedicado al trabajo por lo que la vida en familia le era muy complicada (y he allí la furia fundamentada de Sam), sea cual fuere el caso, nada justificaba las continuas ausencias de Marden en casa de su madre. Volvió a sentir mareos. Quería descansar… pero odiaría ir a su casa. Buscó su llavero y se dio cuenta que aún tenía la llave que abría la cerradura de la puerta principal de la casa de su madre. No lo pensó dos veces. Tomó la Calle Begonias. 

Al llegar, abrió la puerta del garaje y estacionó como pudo el auto. Dentro, desde la muerte de papá hacía varios años, ya no se guardaban autos, en su lugar había toda clase de herramientas de jardinería. Marden las puso a los costados y acomodó el coche. Salió de la cochera y fue camino a la puerta principal, giró la llave y abrió puerta.

Una oleada repentina de aromas y recuerdos lo envolvieron, era el olor a hogar. Una mezcla de tartas, aromatizantes frutales y el desinfectante perfumado que usaba mamá desde su más remota niñez, componían una amalgama armónica de olores y sensaciones que lo transportaba hacia su juventud. 

Marden observó como nunca antes los numerosos cuadros y adornos que decoraban la casa. Era tan suyo, era tan mamá. 

Agotado por el mar de emociones y por la sensación de pérdida que aún lo embargaba, Marden dejó el saco en el colgador de la sala mientras se iba a su antigua recamara en el segundo piso.

Los nombres de “María”, “Sam”, “Charlie” y “Marden” seguían allí en las puertas a lo largo del corredor, marcando territorios de la niñez y adolescencia. Tomó el picaporte de su habitación y lo giró. 

Como si el tiempo se hubiese detenido, la habitación de Marden seguía exactamente igual a cuando la dejo hacía tantos años. Los pósters con las bandas de rock, las figuras de acción coleccionables y el viejo computador seguían ahí, tal como si hubiese dejado esa habitación ayer. Sobrecogido por los recuerdos y con una melancolía que resultaba tan pesada como el plomo, Marden dejó escapar algunas lágrimas de frustración ¿Por qué jamás había ido a visitar a su madre? Ahora no sabía que responder pero ya era demasiado tarde. 

Impotente nuevamente, Marden se recostó en su polvorienta cama mientras veía por la ventana como un grupo de gorriones habían hecho un nido en el árbol que tantas escapadas le permitió hace décadas. Con el arrullar de los pajarillos quienes veían con extrañeza a tan extraño invitado, Marden cayó en un sueño pesado donde solo se sentía caer, caer y caer.



V

Algo sonó en el primer piso.

Marden abrió los ojos casi de golpe ante el anuncio de ruido en el primer piso. La noche ya había caído y las penumbras, apenas enfrentadas por el alumbrado público, alumbraban la recámara de un joven Marden que ahora alojaba a su versión más madura. 

- Ladrones – susurró para sí mismo.

Sigilosamente se puso de pie y se dirigió a la puerta de la recámara. Antes de girar el picaporte, buscó con la mirada por la habitación con la intención de encontrar algo con que noquear a los bandidos.

- Esto ayudará – dijo nuevamente para sí mismo tomando un pesado bate de baseball.

Se arremangó la camisa manga larga y se ajustó los lentes para abrir silentemente la puerta. Con la sutileza de un felino, Marden avanzó por el pasillo a duras penas ya que la iluminación era casi nula. Al situarse en la entrada hacia la escalera, aguzó el oído.

Se escuchaban ruidos, pero no eran voces. Era como si estuviesen buscando algo allí abajo, como si algo fuese de urgencia. Marden frunció el entrecejo con furia: No bastaba con saber del accidente de su madre, ahora los ladrones también aprovecharían la soledad de la casa para poder saquearla. 

Por un momento Marden pensó en llamar a la policía pero recordó que su celular en estos momentos debería estar en algún tacho de basura del andén. También recordó el revolver que traía siempre en la guantera del auto pero ir por el en ese momento lo obligaría a abrir la puerta principal y luego la cochera, algo que por supuesto no era nada silencioso. 

Empuñando aún más fuerte el bate, Marden bajó las escaleras lentamente. Cada pisada lo acercaba más a la fuente del ruido. Cuando ya estuvo en el primer escalón, buscó con la mirada en la oscuridad alguna pista de donde podrían estar los ladrones. No fue muy difícil, habían prendido la luz de… ¿La cocina?

- Están… ¿cocinando? – dijo Marden confusamente mientras el inconfundible olor a huevos fritos llenaba la casa. 

Todo era demasiado raro, demasiado extraño. ¿Qué clase de maleantes entran a una casa a hacerse unos huevos fritos?

Aun empuñando el bate dirigió la mirada a la puerta principal y a las ventanas. No se habían abierto y no había señales de haber sido violentadas ni nada. ¿Cómo entraron?

Antes de que su cerebro pueda asimilar lo extraño de la situación, una familiar voz habló desde la cocina. Una voz que no oía hacía más de un año y que lo sobresaltó casi hasta la locura. 

- Marden, querido ¿Eres tú? ¿Deseas tus huevos con pimienta o sólo con sal, corazón?

VI

- ¿!Mamá¡? – dijo espantado Marden quien ahora se encontraba en la entrada de la cocina sosteniendo el bate en posición agresiva - ¿Qué haces aquí?

Irene volteó a mirarlo sin soltar la sartén. Era algo imposible.

- Marden, muchacho malcriado ¿Qué haces con ese bate en la mano? Vas a lastimar a alguien mi vida. Bájalo que la cena ya está casi lista – dijo mamá mientras sacaba unos platos de la repisa y los llenaba de arroz y ensalada.

Marden, confundido y pensando que estaba presumiblemente muy ebrio, dejó a un lado el bate. Miró a su madre de pies a cabeza como intentando asimilar lo imposible.

Mamá estaba intacta, ni una herida, ni un moretón, ni siquiera estaba despeinada. Lucía su clásico vestido de flores violetas mientras portaba el delantal navideño que él y sus hermanos hacían muchos años le había regalado. Pero eso era imposible, Marden la había visto hacía menos de una hora en el hospital y el mejor de sus pronósticos era la parálisis completa del cuerpo, pero ahora ella estaba ahí. Radiante y sonriente en la cocina preparando la cena como en los años más maravillosos de su vida. Ni siquiera tenía el semblante de haber pasado por un hospital, y menos aún por la sección de emergencias.

- ¡Mamá! Por un demonio ¡Te vi en el hospital! ¿Qué te ha pasado? – dijo Marden extremadamente confundido mientras volvía a buscar su celular para luego recordar que ya no lo tenía. Quería llamar a sus hermanos para preguntarles si mamá aún seguía allí.

Mamá parecía no haber escuchado. Tarareando una alegre canción, puso las servilletas en la mesa y colocó el plato humeante en ella mientras iba a poner agua en la hervidora eléctrica. Al parecer ignoró todo lo que le dijo Marden. 

- Muchachito, la comida se enfría ¿No creo que haya cocinado para que se eche a perder, no? – dijo ignorando lo extraño de la situación. Marden, aun confundido, se sentó.

- Mamá, yo te acabo de ver en… - comenzó nuevamente Marden mientras tomaba un tenedor pero su madre volvió a detenerlo.

- Cariño come rápido por favor, hay mucho trabajo por hacer y necesito manos que me ayuden. La casa está desordenada y podríamos tener visitas en cualquier momento – dijo apresuradamente mientras lavaba los platos que quedaban en el fregadero.

Marden terminó la cena en medio de un mar de preguntas pero mamá solo tarareaba y canturreaba alegremente mientras iba al patio trasero por dos escobas y un recogedor. 

- Cariño ¿Podrías ayudarme a limpiar la sala? – dijo sonriéndole cariñosamente. Como siempre solía hacerlo.

- Está bien – contestó confuso.

Mamá prendió las luces de la casa mientras iba quitándole el polvo a todo. Marden barría torpemente el suelo aun sin entender absolutamente nada. 

- Cariño ¡Así no se barre! – dijo entre risas su madre mientras observaba el pobre trabajo de su hijo – ¿Ves cómo las motas de polvo solo se van a los costados?

- Si lo veo, mamá – dijo.

- Entonces hazlo bien. Toma un recogedor, mejor – dijo extendiéndole el objeto – la casa tiene que estar limpia. ¿Qué dirán las visitas sino?

Marden ahogó una breve risa. Esa frase era típica de mamá: Preocuparse siempre por las visitas. 

Tras una media hora de trabajo, Marden decidió que probablemente lo mejor sería no preguntar. Solo quería vivir el momento. A lo mejor era un sueño o una alucinación, lo que sea. Mamá estaba de nuevo allí y no quería volver a perderla. 

- Mamá ¿Dónde dejo la basura? – preguntó mientras alzaba una bolsa negra y su madre giraba con un plumero terminando de desempolvar un sillón. 

- Déjala afuera en el patio, en un momento iremos a cortar el césped.

Marden se sentía muy agotado por el impacto emocional de lo ocurrido en la tarde pero no pudo dejar de sentir una leve incomodidad sazonada con la nostalgia que terminó en una sonrisa de congoja: Desde niño, cortar el césped siempre había sido su labor menos agradable en el hogar.



VII

Cortaron el césped, regaron las plantas, pusieron la basura en los tachos y enceraron el piso. 

Marden había decidido no cuestionarse nada de lo que sucedía en aquel momento.

Ella era mamá, ella era la mujer que lo había criado toda su vida. ¿Y si realmente estaba allí con ella en ese momento? Lo pensó por unos segundos: Podía tener lógica. A final de cuentas la experiencia traumática que vivió en el hospital pudo haber sido un sueño y él pudo haber pasado realmente ese día en casa de su madre. La voz de Irene lo sacó de sus pensamientos.

- Querido ¡Mira cómo ensucia el perro del vecino! – dijo entre asombro e indignación mientras veía los excrementos del perro regados en la acera - ¿Recuerdas que el tío Edmundo tenía un perro similar?

Marden carcajeó, el perro del tío Edmundo era una de las anécdotas favoritas de mamá. Irene se secó el sudor de la frente y se sentó en el césped del patio mientras miraba el oxidado columpio que hacía muchos años papá ordenó poner ahí.

- Marden ¿Aun cabes ahí? – preguntó burlonamente mamá mientras le señalaba el columpio.

- Ya no madre, tengo cuarenta años ¿Recuerdas? – le dijo también sentado en el césped.

- ¿Y eso qué? – dijo mamá – ven chico, vamos a darnos un relajo antes de continuar con las labores.

- Mamá, son las once de la noche y tengo aun la ropa del trabajo, por favor – dijo Marden intentando sonar despectivo pero su madre lo conocía.

Se puso de pie apresuradamente y fue hacia su hijo para jalarlo del brazo y ayudarlo a incorporarse. Marden se puso de pie y entre risas si madre lo empujó hasta columpio. Marden se sentó y miró tiernamente a su madre.

- Mamá ¿Por qué? – comenzó nuevamente pero su madre le puso un dedo en el labio callándolo.

- ¿Ves esa estrella rosada brillante allí? – dijo mamá ignorando la pregunta anterior.

- Claro mamá, es Venus – dijo Marden mirándola fijamente.

- ¿Te parece si te ayudo a alcanzarla? – preguntó mamá mientras se ponía atrás de él en el columpio y estiraba sus brazos para empujarlo.

- Mamá ¡Por favor! – comenzó nuevamente a indignarse Marden pero mamá ya había comenzado a balancearlo. Primero suavemente y luego con fuerza.

Al inicio le pareció ridículo verse a sí mismo, con cuarenta años, en un columpio que había albergado un trasero mucho más menudo hacía decenas de años pero luego comenzó a sonreír. Mamá desde atrás lo animaba y a los pocos minutos comenzó a estirar su brazo derecho, como queriendo tocar el planeta Venus. 


VIII

Durante otra media hora habían terminado de desempolvar todos los adornos y los cuadros de la sala y dejaron la casa hecha un anís. Marden se sentía agotado y ya se había acostumbrado aquellas horas a no preguntar lo extraño de la situación. Se sentó nuevamente en una de las sillas del comedor mientras mamá, infatigable, iba a poner más agua en la hervidora para preparar dos tazas de leche. Luego de unos minutos, ambos tomaban leche caliente sentados en la mesa circular para cinco personas. Mamá lucía normal, como si aquel fuese un día cualquiera… pero no por mucho tiempo.

- Cariño – comenzó mamá mientras veía atentamente cómo su hijo, sucio y empapado por la garúa nocturna tomaba leche como si tuviese diez años. La luz de la luna caía por su rechoncho rostro haciéndola ver tiernamente – me moriré en una hora. 

Marden no hizo gesto alguno, siguió tomando la leche que había calentado su madre, como tantas veces lo había hecho antes, pero nuevamente un pesar enorme lo volvió a invadir y su garganta se bloqueó por un infranqueable nudo.

- Lo sé, mamá – dijo Marden quien no separaba su taza de la boca pese a haber terminado su contenido.

Mamá bajó la cabeza. Estaba serena y el miedo no asomaba en su rostro.

- ¿Recuerdas como papá puso la alacena? – dijo mirando atentamente la repisa, ignorando la revelación anterior.

Marden sonrió muy ligeramente y afinó sus recuerdos.

- Recuerdo que Sam le sostenía la escalera a papá y al final, por un mal movimiento, la escalera se movió y papá cayó encima de Sam – dijo sonriendo recordando la anécdota. Mamá también sonreía – ambos terminaron en el hospital.

Mamá comenzó a reir. 

- Papá terminó con el hueso del brazo fracturado y Sam tenía un moretón tan grande como un mango en la cara – dijo mamá alegremente. Ambos rieron.

- Extrañaré todo esto, mamá- dijo Marden mirándola directamente. Era la primera vez que vio un asomo de tristeza esa noche en el rostro de mamá.

- Yo también hijo – dijo Irene mientras rápidamente desviaba la mirada - ¿voy por más leche?

- No mamá, estoy muy cansado y tengo mucho sueño – dijo Marden.

Mamá no era real. Sea quien fuere la persona que estaba esa noche con él allí mismo, esa no era mamá. Era alguien muy parecida a mamá. Se sintió tentado a darle las gracias y decirle “cierra la puerta al salir, por favor” porque ahora él solamente quería dormir y asimilar la dura verdad: Mamá no volvería jamás. 

Como leyendo sus pensamientos, Irene se puso de pie y tomó a su hijo por el brazo llevándolo hacia la sala para sentarse juntos en el sofá.

- Marden, soy yo – dijo mamá mirándolo directamente a los ojos – lo lamento mucho realmente.

- Mamá, me harás mucha falta – dijo Marden nuevamente. Era imposible falsificar ese modo de acariciar, esa manera de mirar y esa actitud para calmar las cosas. Mamá inexplicablemente yacía allí esa noche.

Mamá volvió a mirarlo con ternura y pena. El reloj de la sala anunciaba un cuarto de hora para la media noche.

- ¿Por qué nunca viniste, Marden? – preguntó con un nudo en la garganta, Irene – siempre te esperé con una tarta, esas de queso que tanto te gustan, o con un pastel o alguno de tus platos favoritos. Siempre la mesa estaba ausente, hijo. Te extrañé mucho.

Marden ahogó lágrimas, pero lloró hacia adentro. Sabía que Sam tenía razón y la forma de ignorar todo era completamente injustificada. Se movió en el sillón como intentando no ver a su madre, pese a que aquellos minutos serían los últimos en su vida que la podría ver. Nunca había ido y siempre encontraba excusas. Jamás se dignó a llamar, jamás se dignó a escribir ni a responder ningún mensaje. El trabajo lo había absorbido y sin pensar el precio que cobró fue muy alto. Marden comenzó a sollozar en silencio, algo que su madre siempre había detectado desde su remota niñez y esta no sería la excepción. Quedaban veinte minutos.

- ¡Perdóname mamá! – gritó Marden en un sonido ahogado entre la pena, la furia y la desesperación - ¡Perdóname por no haber ido a verte nunca!

Mamá jaló su torso hacia su regazo y allí Marden lloró a mares la futura ausencia de su madre. Mamá solo lo acariciaba y daba silenciosos “shu shu” tiernamente como intentando calmar a un infante.

- No llores, Marden – dijo serenamente mamá – Yo vine a verte hoy antes de partir.

- Me gustó mucho pasar tiempo contigo hoy, mamá – dijo entrecortadamente por el llanto – incluso disfruté cortar el césped.

Irene sonrió y continuó acariciando a su hijo mayor. 

- Espero verlo siempre limpio a partir de ahora esté donde vaya a estar, querido – dijo mamá mirando nuevamente el reloj. Quedaban quince minutos.

- ¡Lo estará siempre! – dijo Marden mirándola como nunca antes lo había hecho en su vida. Percibió hasta la última arruga y la más recóndita cana del desgastado rostro de su madre - ¡Lo juro!

- Eso espero, hijo – continuó mamá mientras ahora jugueteaba con el cabello de su hijo – No sé a donde vaya a ir en un momento, tampoco sé muy bien cómo llegué. No me hagas esas preguntas. Sólo sé que en unos minutos mi corazón dejará de latir y me habré ido para siempre. He decidido pasar mis últimos momentos en este mundo a tu lado porque siento que eres quien más lo necesita. No culpes a Sam de nada, por favor, Sam fue quien más se preocupó por verme bien, el solo está iracundo. Te perdonará. Charlie asimiló mi accidente mejor que cualquiera, desde chico fue el niño maduro del grupo. En una semana su vida habrá tomado rumbo y rutina de nuevo. María… ay María, siempre tan emotiva y sensible. Acompaña mucho a mi hija en estos meses, Marden. Ella aún está esperanzada en que despertaré. 

Marden volvió a soltar un sollozo de frustración y su madre volvió a arrullarlo. Cinco minutos.

- La muerte solo es una etapa más de todo esto, querido – dijo mamá – en unos minutos habré partido pero sé que esto no acabará aquí. Quizá te vea desde otro lugar o quizá simplemente desaparezca. No lo sé. Pero quiero que donde estés siempre tengas presente que nuestro tiempo es valioso y quienes nos necesitan dependen mucho de ello. Nunca los abandones Marden, es lo único que deseo que entiendas de la visita de hoy. No pidas lógica a lo que acaba de pasar, ni yo misma lo sé, solo sé que estoy en una camilla de hospital porque mi tiempo en este mundo ya acabó. Ahora les toca a ustedes.

- Mamá… - volvió a decir Marden pero su madre lo interrumpió.

- Siento los minutos transcurrir desde mis venas y el tiempo se escapa por los poros. Mi vida se evapora, amor. ¿Quién iba a pensarlo? Jamás pensé que moriría de esta manera y menos aún pasar por esta situación tan extraña, pero no pido lógica, solo pido amor mi querido hijo. Y amor es lo que he enseñado a mis hijos durante la mitad de mi vida, hoy los dejo y parto para encontrarme con otros que ya acabaron su misión.

- Mamá, no podré seguir sin ti… - dijo nuevamente Marden pero al instante su madre lo silenció.

- Hijo, has seguido sin mi todos estos años, hoy solo es el momento de hacer esto eterno. No te reprocho nada, mi amor, solo te pido que aprendas a valorar el tiempo de los que amas así como lo hiciste en el pasado. No fue tiempo perdido lo de hoy, querido. ¡Hicimos muchas cosas juntos¡ Cenamos, limpiamos la casa, cortamos el césped, nos columpiamos un rato como cuando eras un niño y terminamos la jornada con un caliente vaso de leche. 

Cuando enumeró todo, Marden volvió a llorar. El tiempo se acortaba.

- Querido, no llores por los muertos, llora por los que aún están en vida. Ve a ver a tus hermanos, conoce a tus sobrinos, salgan juntos un fin de semana. Sé que no dejé una última voluntad escrita pero te la diré a ti: Solo quiero que permanezcan unidos, nada más me interesa. María no lo sabe, pero está embarazada, ve a verla en estos meses, significará mucho. Sam y Charlie salen juntos a pescar cada fin de mes, sería bueno que también vayas con ellos. Y si está dentro de mis facultades – comenzó a decir con un tono de complicidad infantil – iré a visitarlos por medio del mar, el viento o las flores. Sabes que amo las flores.

El reloj de la sala retumbó. Ya era la media noche pero mamá no soltó a su hijo. Siguió acariciándolo y arrullándolo hasta que este quedó dormido. Serena y plácidamente sobre aquel vestido de flores que tan bien conocía al sentir la textura con sus mejillas desde los diez años, cuando iba corriendo a contarle un problema a mamá y esta lo consolaba.



Epílogo

Eran las seis de la mañana.

Marden había despertado en el sofá de la sala y sentía que la cabeza le iba a explotar. Miró a sus alrededores.

Mamá ya no estaba.

Rastreó el suelo y las paredes. No había huellas ni marcas de que mamá haya estado en la casa la noche anterior. Vio por la ventana, el jardín estaba impecable. Miró hacia la cochera y notó que el carro estaba exactamente en la misma posición en la que lo dejó la noche anterior.

- No fue un sueño – se dijo a sí mismo. 

Aun un poco mareado por la confusión, fue a tientas a la cocina y notó algo raro. Un olor exquisito recorría el comedor. 

Marden buscó con la vista y encontró el punto que emanaba el aroma. Un plato lleno de guiso de alverjas se encontraba servido en la mesa con un tenedor y un cuchillo impecablemente puestos sobre una servilleta. Se sintió aturdido pero se sentó a pensar en lo de anoche. Cuando se disponía a hacer memoria, vio una tarjeta que sobresalía debajo del plato. Alguien lo había puesto. La extrajo y leyó.

- “Come y no preguntes. Se va a enfriar” – leyó en voz alta y sonrió.

Mientras comía en silencio, Marden sacó un calendario de bolsillo que había en la repisa de al frente y miró las fechas en que caían los fines de mes. 



Saliendo de allí tendría que buscar un lugar donde vendiesen cañas de pescar y ropa para bebés. Claro, todo eso después de lavar el plato y ponerlo en su lugar.


martes, 25 de abril de 2017

Elisa a la medianoche



I



Cuando cumplí los 22, supe que ya no quería quedarme en casa. 

Rabietas contra un padre aprendiz de dictador y una madre que, pese a su buena voluntad no podía controlar al energúmeno ese, hicieron que un día, mientras tomaba el desayuno, coja el periódico que yacía sobre el muro del comedor y comience a buscar un nuevo lugar donde poder vivir. Así, en un par de semanas, salí silenciosamente de casa y me dirigí con un pequeño maletín a la dirección que había rodeado en el papel varios días antes.

Los primeros meses fue un asunto casi desesperante. Los pagos de la renta y los gastos diarios hacían que mi minúsculo y esmirriado sueldo no alcance a cubrir todas las necesidades que requería. Tuve que reducir costos y comenzar a comprar cosas de menor calidad o, en su defecto, obviarlas. Lo único que no podía dejar de comprar eran libros. 

Eso sí, extrañaba casa, pero no a nadie de allí, si no a mi copiosa biblioteca la cual lloré a mares los primeros días que yacía tumbado en aquella ajena cama mirando a las polillas taclear mi amarillento foco. Juré regresar a como dé lugar para rescatar mis adorados libros de ese cuartel del absurdo pero me quedaba claro que no sería ahora. Con el paso de los meses y aun con el presupuesto bajo, logré comprar una buena cantidad de libros a un sujeto en el piso de abajo que se mudaba a otro distrito y que la mediana biblioteca le resultaba un estorbo para transportar. Tras pagarle una ridícula suma de dinero, subí las cajas sin mucha ceremonia.

Allí vi con grata sorpresa que muchos de los libros que acababa de comprar se parecían a los que tenía en mi anterior hogar por lo que un sentimiento de familiaridad era inminente. Luego de casi un año de vivir en solitario me di cuenta que en ese plan se me haría muy difícil cumplir mis sueños de ser un escritor de fantasía ya que los horarios de trabajo me tenían presionado entre la oficina y la cama. Cada día era más pesado que el otra, razón por la cual que ni la inspiración, ni las ganas ya quedaban disponibles para inventar alguna historia fantástica o derivados. Adoraba mi soledad y mis pequeños espacios de tiempo para dedicarme a escribir, pero la necesidad de compartir gastos de piso se me hacía cada vez más urgentes. Fue allí cuando conocí a Elisa.

Resignado contra mi destino, a la mañana siguiente fui con un aviso escrito para anunciarlo en el periódico. 

“Se busca compañero de piso para poder

solventar los gastos básicos. La residencia

se ubica en Calle Lima. Requerimientos:

Persona tranquila, sin antecedentes penales

Responsable, puntual y amante de la 

Lectura y los libros. Interesados comunicarse

Al número 977 267 093" 



Aunque la parte final era una tremenda tontería ya que en este país la lectura era poco menos que un castigo, no perdía nada con hacer la petición. Pasaron los días y estuve pendiente del teléfono celular pero no había ninguna llamada entrante. Lo revisaba en la oficina, en el taxi, en la biblioteca pero nada de nada. Resignado a tener que poner nuevamente el aviso en otro periódico de mayor afluencia de lectores (lo cual significaba otra estocada a mi ya malherida billetera) el bendito dispositivo emitió una señal de llamada.

Pensando en que sería nuevamente la operadora móvil haciéndome sus ya habituales advertencias de corte, presioné el contestador.

- Buenas tardes – dije de mal talante mientras veía como las hormigas emprendían una larga fila desde mi escritorio en la biblioteca hasta la ventana. 

- Buenas tardes, señor – dijo una voz femenina desde el otro lado. Tenía un tono risueño y legre. Me salió un tic cuando oí la palabra “señor” – llamo por el aviso del periódico sobre su búsqueda de un compañero de piso.

Me quedé perplejo, no pensé que el aviso tendría efecto ya que mi presupuesto solo daba para poder publicarlo en un periódico de bajo tiraje. Aun un tanto desconcertado, respondí a mi interlocutora. Las hormigas ya habían dejado de interesarme.

- Si claro, es aquí. ¿Podría darme sus datos, por favor? – pregunté sin parecer demasiado desesperado como para decirle que sea quien sea, el piso ya era suyo.

- Elisa Damero Salinas –respondió sin hacer mayores cuestionamientos con una voz tan alegre como la primavera – deseo poder mudarme con usted lo más antes posible.

Aquello sonaba a navidad en mis oídos. Necesitaba un compañero de piso urgentemente puesto que un mes más y mi sueldo entraría y saldría como una bala de mis bolsillos para pagar las cuentas. 

- Claro, puede usted mudarse hoy mismo si lo desea – dije echándome hacia atrás en mi silla y poniendo los pies en el escritorio - ¿Desea que le pida un taxi?

- Los pagos son compartidos ¿Cierto? – preguntó como quien pregunta a una niña si desea un dulce. Ignoró mi ofrecimiento.

- Completamente – respondí haciendo una inútil sonrisa. 

- Bien – dijo radiante – mañana a las diez de la mañana estoy llegando a la dirección que indicó en el periódico. Nos vemos.

Sentí unas irresistibles ganas de hacerle la pregunta con la que había estado luchando desde los primeros minutos, ella aún no había colgado el teléfono, probablemente anotando el número para volver a llamar mañana. No aguanté. 

- ¡Elisa! – dije casi gritando como un demente.

Al otro lado se hizo un silencio, como si Elisa hubiese dejado de hacer lo que estaba haciendo. Luego respondió.

- Sí, dime – respondió un tanto confundida.

- ¿Te gustan los libros? – pregunté con la delicadeza de un cavernícola.

Nuevamente silencio.

- Mañana llegaré con mi biblioteca – dijo serenamente. Adiviné una discreta sonrisa del otro lado – Que pase unas buenas noches. 

Cuando cortó la llamada yo salí disparado a la cocina a prepararme un café, tan feliz como la navidad, tan alegre como los carnavales. 



II

- ¿Pero qué demonios? – dije horrorizado mientras sacábamos los libros de Elisa en la sala de estar y miraba los títulos.

“Next”, “Papeles y ciudad”, “Bajo la misma galaxia”, “Emergente” entre otros títulos juveniles figuraban en su biblioteca. Títulos que desde luego yo no aprobaba dado que me parecían ridículamente sencillos y de anticipada trama. Di un resoplido de resignación “Pudo ser una psicópata”, me dije a mi mismo intentando calmarme. 

Elisa llegó a las doce del mediodía. Yo me había estado acicalando como gato en celo desde las ocho. Cuando oí el claxon del taxi retumbando en mis ventanas, salí a mirar con mi aun engominado pelo por el fijador, al bajar la vista ocho pisos, vi a una menuda muchacha con un vestido floreado, anteojos negros de sol muy grandes para su flacucho rostro y un sombrero largo como si hubiese venido de la playa. Bajé a toda velocidad las escaleras del edificio y la recibí.

Elisa, con una sonrisa que ya había adivinado desde sus primeras palabras en el teléfono, me saludó muy entusiastamente mientras veía todo alrededor del edificio. Tras pasar casi media hora jadeando en las escaleras al arrastrar las pesadas maletas, pude por fin sentarme en los sillones, agotado por el esfuerzo y con mi inútil acicalamiento echado por los suelos por el sudor y las greñas. Elisa fue a la cocina a preparar limonadas.

- ¿Es cierto que eres escritor? – fueron sus primeras palabras mientras me alcanzaba el vaso.

- Lo intento – dije bebiendo como un legionario de aquella excesivamente dulce limonada.

- ¡Que emoción! – dijo ella dando saltitos tiernos en su lugar y unas palmaditas juguetonas - ¿Podrías escribir fanfics?

Fue mi segundo tic en la semana. Desde luego jamás haría fanfics y menos de sus libros juveniles. Estuve a punto de declinar, y ella pareció anticiparlo, por lo que añadió.

- Podría pagar más cuentas de la casa si escribieses fanfics para mí – dijo con una sonrisa de niña.

Cansado, empapado en sudor y humillado por la oferta que no podía rechazar, volteé a mirar sus libros juveniles apilados dentro de las cajas. Sabía que tendría que leerlos en algún momento y sabía que tenía que crear nuevas historias a partir de ellos. Le di un sí escueto y me derrumbé en el sillón. Elisa solo sonreía. 



III

La vida con Elisa no eran tan catastrófica como lo pensé. Pese a tener comportamientos y costumbres de niña, Elisa era una mujer sumamente responsable. Pagaba las cuentas a tiempo, organizaba nuestra agenda, sabía todas las fechas habidas y por haber dentro del calendario y siempre tenía algo que leer. 

Por mi lado, ya me había acostumbrado a buscar mis novelas de Chéjov entre las suyas sobre romances entre vampiros y aventuras amorosas de hombres lobo.

- ¡Elisa! – rugía desde mi biblioteca cuando encontraba alguno de sus libros colados dentro de los míos - ¿Cuántas veces debo decirte que en mi zona de lectura no debo encontrar libros tuyos?

Elisa, radiante y elegante ante el tosco llamado, se acercaba con la delicadeza de una mantis a ver el origen del barullo.

- Es el nuevo fanfic que escribirás esta semana, querido – decía con su infaltable sonrisa mientras echaba aromatizante hasta por debajo de la alfombra.

Lo bueno es que el tema de los fanfics se acabó pronto. Tras llevar casi medio año viviendo juntos en el piso, pronto Elisa comenzó a cambiar de tendencias literarias por lo que yo veía con gusto cómo ella iba regalando sus novelas juveniles a amigos y conocidos (en algunos casos colaboraba yo arrojándolos a los tachos de basura camino a mi trabajo) o sino simplemente las dejaba por ahí, ocultos entre los parques con la esperanza que alguien les de tanta lectura como ella les había dado.

A las novelas juveniles le sustituyeron las novelas de terror. 

Con mucho mayor agrado, veía como Elisa llegaba a casa del trabajo cargando novelas de Poe, Lovecraft, Shelley, Barker o, en su defecto, King. Yo, por mi parte, con la llegada de Elisa a mi vida podía comenzar a tomar un mayor ritmo de escritura pudiendo lograr cuentos o narraciones ya más elaboradas a como lo hacía antes presionado por el tiempo. Como ya era de suponer, mi principal lectora era Elisa.

La puerta de mi cuarto se abrió de un golpe seco. Me puse de pie instantáneamente y cogí el bate de baseball que tenía debajo de la cama con la intención de golpear fuera lo que fuese que había entrado de esa manera a mi habitación.

- ¡Eres un insensible! – decía Elisa con los ojos llorosos en la entrada de mi cuarto cargando su celular en la mano derecha. Había estado leyendo mi blog de cuentos - ¡Cómo pudiste hacer que él la engañara!

Menos alarmado pero no menos aturdido, comprendí que era Elisa quien había entrado de esa manera a mi cuarto, indignada por el final de una de mis narraciones. Ya un tanto más calmado, puse el bate debajo de mi cama e intenté recostarme nuevamente, pero Elisa continuaba.

- ¡No ves que la pobre lo amaba! – volvía a reclamarme como si de una pelea de novios se tratase - ¡No tienes corazón!

Elisa comenzó a llorar de pie, allí misma, como una niña que hubiese huido al cuarto de sus padres durante una tormenta por el miedo a los truenos. Me senté al borde de la cama abrí los brazos como haciéndole una señal de bienvenida. Elisa vino corriendo hacia mí y puso su rostro hinchado por la tristeza y empapado por las lágrimas en mi hombro y me abrazó como si el apocalipsis estuviese a punto de separarnos. 

- Mañana le cambiarás de final ¿Cierto? – preguntó como una niña que le pregunta a sus padres si se divorciarán.

- Si lo haré, Eli, lo haré a primera hora – dije sintiendo su agradable olor a vainilla en mi rostro. Sentí que sonreía aliviada.

Así era Elisa, emotiva, arrojada, rara pero siempre feliz.



IV

Pasando el año de convivencia, Elisa había abandonado completamente su sentimentalismo literario haciéndose una lectora dura de la narrativa del terror.

- ¿Dónde está la sangre ¡¿Dónde están los muertos?! 

Me recriminaba Elisa cuando terminaba un nuevo cuento y se lo mostraba. Sin embargo aún conservaba algo de su personalidad traviesa juguetona y soñadora, algo que a mí me llamaba mucho la atención y me hacía preguntar si sentía algo por Elisa o no. 

Sin embargo un día todo comenzó a cambiar.

Un viernes, como todos los que solíamos estar acostumbrados a cenar frente al televisor ni bien ella llegase del trabajo, la esperaba a las ocho de la noche con la pizza caliente en la salita y las dos latas de soda prestas para poder ver un capítulo más de nuestra serie favorita. Pero Elisa no llegaba.

Ya daban las nueve y no llegaba. Preocupado marqué el número de Elisa pero no respondió. Salí a mirar por la ventana hacia la calle pero no había señales de ella ni de su gran sonrisa. Me tiré al sillón a intentar nuevamente marcar su número pero el resultado fue el mismo. Pasaron las horas y el único cambio fue que ya el número de Elisa ni siquiera timbraba, indicaba que estaba apagado o en una zona de nula cobertura. Cuando el reloj anunció la una de la mañana, yo estaba dormido en el sillón, con la pizza intacta y las sodas desparramadas por el piso, todos esperando por Elisa. De pronto el timbre sonó. 

Me puse de pié como un ninja en alerta y fui corriendo a ver por el agujero de la puerta para ver quién era. Era Elisa. Abrí la puerta.

- ¡Elisa! ¡Qué pasó! – pregunte intentando contener mi tono de voz. Sentía que no tenía autoridad para reclamarle algo pero también indignación por haberme dejado esperando.

Elisa se veía sumamente cansada, con su habitual vestido floreado un tanto sucio y un rostro de agotamiento, como si lo último que hubiese estado haciendo le hubiese tomado demasiado trabajo hacer.

- Discúlpame, he tenido un día muy ocupado y tuve que salir a última hora. Tengo sed. – dijo intentando formar una sonrisa pero solo le salió un bostezo. Tomo las dos latas de soda que yacían en el suelo y se bebió de un tirón lo que quedaba de ellas – deseo ir a dormir ahora mismo. Buenas noches.

Perplejo, vi como Elisa pasaba por debajo de mi brazo y se iba rumbo al corredor que separaba ambas habitaciones. Dio un golpe seco a la puerta y a los pocos minutos comenzó a roncar. Yo aún estaba de pie con la puerta a medio abrir. 

Y así pasaron las semanas. Todos los viernes, Elisa llegaba muy tarde y con los mismos síntomas de cansancio extremo. No voy a negar haber sentido celos en un inicio, de todos modos, mi estancia con Elisa era casi la de una vida de pareja pero sin contacto por lo que había desarrollado un afecto muy fuerte hacia ella pero sin el valor necesario para decírselo. Esto me ponía en una situación muy incómoda pues yo podría estar sintiendo un huracán pero Elisa solo una brisa. Lo razoné y supe que no había razones para estar celoso si la razón de sus desapariciones todos los viernes era por la salida furtiva con algún apasionado amante, de todos modos, yo también debería estar haciendo lo mismo. 

Lo que sí realmente me disgustaba era tener que esperar hasta la madrugada a Elisa todos los viernes para abrir la puerta. ¿Por qué no entregarle la llave? Por una sencilla razón, Elisa tenía tanta memoria como una canica. Era sumamente olvidadiza y distraída por lo que confiarle una llave sería como invitar a los ladrones a entrar por la puerta grande (razones para pensar ello no me faltaban puesto que ya habían robado varias veces en otros departamentos del edificio) por lo que era necesario que permanezca semidormido en el sillón hasta que la señorita entrase, se bebiese todo el agua que encuentre a su paso y se vaya a dormir. 

Una madrugada, mientras escribía en mi biblioteca, Elisa entró con camisón de Pijama para ver que hacía. 

- Hola ¿Preparas un nuevo cuento? – me preguntó mirándome con sus ojillos pícaros, ansiosa de saber que trama desarrollaría ahora.

- Sí, estoy pensando en un cuento de terror pero no se me ocurre nada concreto aun – dije mientras cerraba la pantalla de la portátil.

Elisa asintió con la cabeza y se sentó encima de la alfombra como Buda meditando. Aun me miraba fijamente.

- ¿Tienes algo que hacer los viernes? – me preguntó directamente, antes que pudiese reaccionar a su repentina sentada en el piso.

- Ehmmmm supongo que ver mi serie de televisión – dije como intentando hacerle recordar que antes teníamos una rutina juntos. Ella lo obvió.

- ¿Pero no sales a divertirte? – me volvió a preguntar.

Estuve tentado a decirle que no me interesaba salir con su hipotético novio o con sus amigos a alguna fiesta, que lo mío era la tranquilidad y un buen libro, pero conociendo lo distraída que era mi compañera, solo atiné a decir:

- Me estoy divirtiendo ahora. 

- ¿Quieres salir conmigo el viernes por la noche para ir por diversión? – dijo Elisa ignorando completamente, como ya lo había advertido, lo que mencioné. Su propuesta me resulto rara.

En el ya más de un año que llevaba viviendo con Elisa ella jamás me había hablado de “salir a divertirse por la noche”. Lo rechacé de plano, odiaba los ritmos contemporáneos y los espacios donde hubiese demasiada gente. 

- No – dije escuetamente. Al darme cuenta de la brusquedad de mi respuesta, intenté añadir algo – los viernes me toca escribir algo y no puedo ir por ahí pensando en tramas mientras me divierto.

Elisa me miraba sorprendida, como si algo no le cuadrara en mi respuesta. Finalmente sonrió.

- Sería bonito compartir más momentos contigo – dijo tiernamente.

Me vi tentado a decirle que sí, que con ella me iría hasta el fin del mundo pero me contuve. Pensar que ella ya salía con alguien los viernes por la noche me hería en el orgullo.

Pasaron más semanas y ya se me había hecho costumbre esperar a Elisa hasta altas horas de la noche. A veces llegaba sumamente cansada pero con una sed de camello (aun no encontraba explicación para la sed), bebía lo que había cerca y se metía a su cuarto en un estado semiconsciente por el cansancio.

Algunas tardes que Elisa iba al trabajo, yo iba corriendo a su recámara para revisar si habían preservativos en su bolso para poder así confirmar mi sospecha del amante, pero nada. Elisa simplemente iba y venía los viernes con el mismo agotamiento de siempre. Pronto ella se volvió aún más adicta a las novelas de terror, la leída de noche y de día. Cuando nos encontrábamos almorzando en el comedor, Elisa solía contarme sobre sus historias favoritas y sus autores de terror favoritos, al poco tiempo ella se convirtió en una verdadera erudita del género terrorífico. 

También me confesó que hacía meses asistía a un club de amantes de la literatura del terror que se reunían todos los miércoles en el Boulevard de Jirón Quilca a conversar y discutir sobre nuevas historias que iba encontrando y que se había hecho íntima amiga de una tal Brenda, tía solterona que había pasado su vida leyendo novelas de terror y siendo amante en secreto y a distancia de la memoria de Lovecraft. 

Por mi parte, siempre que Elisa me insistía para que la acompañase los viernes a ir por diversión, yo me negaba rotundamente. A veces Eli desistía al primer intento, pero en otras ocasiones insistía como si se tratase de algo personal. Pero siempre el resultado era mi negativa.

Hasta que un día ella decidió cambiar de estrategia. 

Nos encontrábamos viendo la TV mientras comíamos los restos de pizza que quedaban en el fondo de la caja cuando Eli tomó el control remoto y apagó la TV de golpe. 

- Ven conmigo – dijo sin mayores preámbulos mirándome.

- Ahora no, necesito comenzar a escribir una nueva narración – dije un poco confundido por la repentina acción de Elisa.

- Hoy no, el viernes – dijo ella mirándome a los ojos intentado nuevamente convencerme.

- Sabes mi respuesta – le respondí mientras intentaba quitarle el control pero ella lo arrojó al otro lado de la sala.

- Necesito que sepas algo de mí – dijo ella firmemente sin prestar atención al control remoto que se había desarmado producto de la caída – una vez que lo sepas depende de ti si deseas que siga siendo o no tu compañera de piso.

Me quedé perplejo, nunca había visto a Elisa tan seria. Me molestaba saber que Elisa seguiría saliendo por las noches los viernes pero me aterraba pensar que ella se iría para siempre. Solo me quedaba una salida.

- ¿Por qué es tan importante? – pregunté mirándola inquisidoramente yo.

- Porque es parte de mí ahora y me gustaría que lo vieses – respondió ella con su sonrisa de niña.

- ¿Estás saliendo con alguien? – pregunté sin poder contenerme.

Elisa sonrió coquetamente y se puso de pie para ir a recoger el control remoto. Tras poner las piezas en su lugar, prendió la TV y se recostó a mi lado en el sillón.

- El viernes lo sabrás – me dijo finalmente. 



V

- Ya son las diez de la noche – me dijo Elisa entrando a mi biblioteca sin tocar, como de costumbre – hay que ir subiendo al auto.

De mal talante y resignado a pensar que lo más probable sería que Elisa me llevaría a algún bar con sus amigas para presentarme o, en el peor de los casos, para salir con algún irracional novio, cogí las llaves del auto que dejaba debajo de uno de mis libros favoritos y me encaminé a la cochera del edificio. 

Eliza ya me esperaba dentro. Se había colocado el cinturón de seguridad mientras sonreía detrás de las lunas delanteras mientras yo me iba a colocar en la posición del chofer.

Tras arrancar el auto, Elisa prendió la radio y buscó alguna emisora de pop contemporáneo. Aún más malhumorado, comencé a acelerar por la carretera casi vacía que se iba para el Sur. En el camino, Elisa me iba contando historias de su niñez y de los amigos que había ido conociendo en aquellos años, yo por mi lado, asentía a cada rato, oyendo muy poco, como si tuviese una pelotilla de goma pegada en la papada que hacía que rebote mi cabeza una y otra vez. Elisa me iba guiando.

- Dobla por este lado.

- Sal por este otro.

- Ingresa por esta calle.

Llegó un momento en que comencé a perderme ya que Elisa me llevaba por calles que yo no conocía, en eso miro el marcador de combustible. Marcaba en “Bajo”.

- Eli, necesito que pasemos por un grifo para llenar de combustible el auto – pregunté mientras examinaba preocupadamente el tablero de indicaciones. Elisa asintió.

Elisa asintió y dijo que había un grifo a tres cuadras de allí. Fuimos.

Le indiqué al empleado que le pusiera medio tanque y bajé del auto para comprar cigarrillos en el market, Elisa, con la delicadeza de un infante, me acompañó. Mientras estaba en caja pagando el precio de los cigarrillos, Eli tiró de mi casaca intentando avisarme de algo.

- ¿Podríamos comprar agua? – preguntó aprehensivamente mientras cogía la botella más grande. Asentí.

Entonces recordé qué tenían en común todos esos viernes en que Elisa llegaba sumamente tarde. Lo primero que buscaba era una fuente de agua para beber y luego se iba a dormir. Estuve tentado a preguntar la razón en aquel momento pero Eli a se iba en dirección al carro.

Volvi a manejar y Eli seguía con su perorata de hacía unos minutos. Cuando observé mi reloj, vi que este ya anunciaba las once de la medianoche. 

- Eli ¿Por qué tenemos que ir tan tarde a una reunión de amigas? – pregunté mientras veía que cada vez se hacía más tarde y a Elisa no parecía importarle.

- Nadie dijo que era una reunión de amigas – dijo serenamente

Continué manejando en silencio y llegó lo que me temía. Había un gran cartel que rezaba “Saliendo de Lima”

- Elisa – dije ahora seriamente – acabamos de llegar a los límites de la ciudad y aun no llegamos a la dichosa reunión que dices. ¿Nos has perdido, no?

- No – dijo ella calmadamente y con su sonrisa de pony caricaturesco – es por allí, maneja de frente hasta que lleguemos al desierto.

Me sentí estupefacto. ¿Elisa quería que maneje fuera de Lima a estas horas a sabiendas que en el camino había un sinnúmero de asaltante?

- Eli, no pienso continuar. Allí afuera hay ladrones y delincuentes.

- Créeme que no – dijo Elisa ahora sin sonreír – al lugar donde vamos es seguro.

- ¿Hay algún local de eventos en medio del desierto? – pregunté sarcásticamente.

- Algo así – contesto Elisa seriamente – solo sigue la pista en línea recta, como si saliésemos de la ciudad.

Maldiciéndome a mí mismo por mi ingenuidad y afecto por Elisa, acepté. Tras quince minutos en silencio y al volante, la pista se había vuelto completamente oscura, solo brillaban los faros de otros autos que iban y venían ocasionalmente. Entonces Elisa me detuvo.

- Voltea por ese sendero – dijo señalando a un lado del camino.

- ¡Estás loca! – dije casi gritando y golpeando el claxon de casualidad – ¡Ese lugar es pura arena, las llantas se hundirán y no podremos sacar el auto cosa que nos pondrá en situación sencilla para algún delincuente!

- Ya he venido decenas de veces en el auto de otras amigas – dijo sin perder el tiempo mirando al cielo por momentos – no se hundirá, te lo aseguro.

Nuevamente maldiciéndome por mis sentimientos hacia Elisa, salí de la carretera para ir por el sendero desértico y, para mi sorpresa, el auto continuó su trayecto como si de una pista se tratase. Ya más calmado, decidí preguntarle a Eli algo que se caía de evidente.

- Elisa ¿A dónde estamos yendo? 

Elisa respiró profundamente y cerró los ojos, como si intentase tomar aire para algo muy serio y de difícil explicación. Tras abrir los ojos me miró y dijo decididamente.

- Estamos yendo a ver la hora del diablo.




Epílogo

Manejé en silencio quince minutos más, temeroso de que pueda descubrir otra palabra incoherente en mi compañera que me hiciese confirmar que tenía algún tipo de problema mental. Ya eran las 11:30 de la noche. Repentinamente, Elisa me dijo:

- Detente. Desde aquí iremos a pie – dijo mientras se quitaba el cinturón.

Yo ya ni me resistí a dar mi argumento sobre los asaltantes a viajeros, simplemente la obedecí como para acabar con esto lo más antes posible. Cogí una linterna y salí del auto.

Mientras avanzábamos por el helado y arenoso desierto alumbrándonos con la linterna, logré ver algo. Una gran plataforma circular de piedra estaba allí, en medio de la nada. Me sorprendió y asustó.

- Elisa ¿Dónde demonios estamos? – pregunté muy asustado mientras iluminaba la plataforma. Era completamente circular y muy espaciosa. Allí podrían caber fácilmente más de 50 personas,

Mi compañera no respondió. Entonces un repentino sonido de decenas de motores encendidos rompió el silencio. 

- ¿Qué es eso? – pregunté más asustado que confundido.

- Ya llegaron los invitados – dijo seriamente ella mientras hacía gestos con los brazos en alto en señal de saludo.

Una treintena de autos llegaron y se situaron a la misma distancia del nuestro con respecto a la plataforma. Casi cincuenta personas caminaban en dirección a la plataforma. Algunos nos saludaban con un gesto, cosa que hacía que Elisa los salude muy alegremente, mientras que otros apenas notaban que fuimos los primeros en llegar. Todos subieron y se comenzaron a acomodar de pie allí, para que nada se quede afuera.

- ¿Elisa, qué va a pasar? – pregunte aun sin entender que tenía que ver esto con las llegadas nocturnas de mi amiga a casa en un estado de fatiga extrema. 

Eli me miró y noté en su mirada algo que jamás había visto antes. Una seriedad madura. Elisa me cogió de las manos y me dijo mirándome a los ojos.

- Si a partir de esto tú ya no quieres verme, te entenderé – dijo seriamente. Yo solo temblaba de miedo y frío. Ella no – faltan diez minutos para que inicie la “Hora del diablo”. Si el miedo te invade, toma el auto y vete lo más rápido que puedas. No te preocupes por mí, yo iré con Brenda quien es la que me presentó a este club. Ella siempre vela por mi seguridad los viernes aquí.

Busqué con la mirada a Brenda, su solterona amiga, y la encontré unos metros más allá conversando animosamente con un par de chicos. No hice ningún gesto, Eli tomó eso como un sí.

Entonces sonó el timbre de mi reloj de pulsera. Eran las doce de la medianoche.

Como si de un interruptor se hubiese tratado, todas las personas dejaron de conversar repentinamente. Todas se hallaban de pie en sus lugares, como si esperasen algo. Elisa soltó mis manos e hizo lo mismo. Cerró los ojos y me di cuenta que todos estaban en la misma posición. Me invadió el pánico y me sentí tentado a ir corriendo al auto pensando en que esto nunca había pasado, pero el terror aun iba a empezar.

En el ya oscuro desierto, las negruzcas nubes se arremolinaban por encima de ese extraño club de diversión, como si intentase cubrir toda la zona de la plataforma de piedra. Yo me encontraba de pie, con las piernas como mantequillas por el miedo cuando vi que entre las nubes, una sombra oscura, tan oscura como el azabache, comenzaba a formarse por encima de todos.

La sombra tenía una forma humanoide y descendía de las negras nubes como una araña monstruosa desde su telaraña neblinosa. El espectro se comenzó a pasear y dar vueltas por encima de aquel grupo de personas, como si intentase provocar algo. Ahogué un grito.

Repentinamente, como si de un dominó se tratase, decenas de personas caían al piso, convulsionando y gritando de dolor, atormentados por la sombra. Saqué mi celular para pedir ayuda a la policía pero este marcaba “Sin señal”. Tomé de los brazos a Elisa pero ella no se movió. La sombra vino hacia nosotros.

Elisa se tiró al piso y comenzó a convulsionar violentamente. Daba débiles gritos y la espuma le cubría la boca. Horrorizado en medio de aquel mar de personas que yacían en el suelo dando bruscos movimientos, como poseídos, me vi tentado a irme a toda velocidad al auto y olvidarme de todo, pero no me iría sin Eli.

Tras quince minutos de agonía terrible, los cuerpos fueron dejando de temblar y convulsionar. La sombra había desaparecido y Eli ahora yacía inconsciente en el suelo, aun con marcas de espuma por el borde de su boca.

La gente poco a poco se iba poniendo de pie, con algo de dificultad, y se iban en grupos de dos o tres a sus autos, despidiéndose entre ellos hasta el siguiente viernes. Nada tenía lógica. Entonces allí Eli abrió los ojos.

- Eli, querida – dije intentando no perder la cordura por todo lo que había visto aquellos minutos – vámonos al auto, te llevaré al hospital. No te encuentras nada bien.

Elisa hizo una negativa lenta con la cabeza mientras intentaba ponerse de pie. La cargué.

- Solo vamos a casa – dijo débilmente – y dame la botella de agua que compramos en la estación. Mañana me mudaré si así lo deseas.

Cargué a Eli en silencio hasta el auto y ella bebió allí todo su contenido, casi sin dar pausas. Pisé el acelerador y puse retro.


BattlegroundHunter.exe

I Tras una breve espera, la explosión se produjo. - ¿Cómo estamos de municiones, Chris? – preguntó Dante mientras acomodab...