viernes, 23 de diciembre de 2016

El foso de la plaga (Tributo a “La Máscara de la Muerte Roja” de Edgar Allan Poe)



I

- ¡Ahí vienen, corre al sótano! – gritó desesperada la vieja al ver a los soldados cabalgar rumbo a su choza – No salgas por nada del mundo.

Un amasijo de ropas hediondas, rematado por unos pies ennegrecidos por la mugre del lugar se movió a toda velocidad entre los muebles de aquella cabaña. Buscó al tacto la manija que permitía el acceso al sótano y tiró con fuerza de ella. El polvo, el olor a cuerpos de animales podridos y la sensación de entrar al mismísimo infierno no evito que busque con avidez refugio en aquel inmundo lugar.

En el exterior, sonó el crujir de la madera astillada por los años y los cascos de los caballos habían detenido su rítmico galope. Se oyeron algunos sollozos.

- Por orden del rey. ¿Dónde se encuentra el muchacho? – dijo el soldado quien en una mano portaba un documento rematado por el sello rojo del rey y en la otra su brillante espada de plata que presionaba el pecho de la vieja.

- No entiendo a qué se refiere, oficial. Jamás lo hemos visto – gimoteó la vieja en medio del espanto al ver que más soldados temiblemente armados ingresaban a su hogar.

Tres soldados más, jóvenes todos, comenzaron a poner de vuelta y media la polvorienta choza. Sacudieron las camas, rompieron los barriles, abrieron las tinajas y asesinaron las gallinas. Era el completo caos. El muchacho observaba en silencio la escena desde un tablón a medio abrir.

- Anciana, no tiene por qué morir por esa escoria – dijo el soldado quien daba una mirada de reojo hacia sus hombres quienes aprovechaban la ocasión para llevarse todo lo que podían – solo tiene que entregarlo. Por el bien de todos.

La anciana, indignada por la advertencia, rompió a llorar desesperadamente mientras cogía con temor el borde de su vestido.

- ¡Lo hacen por ustedes, no por nosotros! – dijo con la fuerza que le permitían sus débiles pulmones - ¡Ustedes en el castillo y nosotros en el campo! ¿En qué les afecta la plaga? En nada, solo quieren evitar que llegue a su castillo asesinando a personas que podrían recuperarse. Dejen vivir a los que nos importan. ¡Se los suplico! ¡Ya está camino a ser curado!

La cuarentena, término que se aplicaba en el reino ante la amenaza de alguna enfermedad, era una solución que solo la autorizaba el rey. Ante el brote de alguna enfermedad mortal, era deber de la milicia ir a por todos los infectados y ejecutarlos de manera inmediata a fin de evitar una epidemia.

El oficial, indignado por la acusación de la anciana, cerró los ojos y hundió el acero en su débil pecho. La mujer apenas emitió un breve sonido de agonía y cerró los ojos mientras la tela del harapiento vestido se inundaba de rojo. Cuando el soldado abrió los ojos, la vieja había perdido toda expresión.

- ¡Lo encontramos! – dijo uno de los jóvenes militares que acompañaba aquel escuadrón de la muerte. Con la espada en la mano, apuntaba hacia un puñado de mugrientas ropas que había permanecido en un hoyo donde se guardaban las vísceras de animales. El olor era repugnante.

- Traigan al médico – dijo el oficial mientras retiraba su espada del pecho de la anciana.

El médico se acercó al inmundo amasijo de ropa y fue retirando lentamente cada paño. Cuando el último trozo de prenda fue extraído, el grupo de soldados no pudo evitar soltar una exclamación de asombro y repugnancia.

Un muchacho en edad adolescente los miraba aterrorizado mientras intentaba desesperadamente buscar al tacto algo filoso con qué defenderse. Uno de los soldados advirtió su intención y le tomó de las muñecas, jalándolo hacia la ventana para poder verlo mejor. Su piel parecía la de los mismos sapos del río, con protuberancias, algunas tan grandes como una canica, y gran cantidad de coágulos y pus. Su cara había sido desfigurada, quizá por algún accidente o por un intento de suicido, por lo que parecía ser algo muy caliente quedando prácticamente irreconocible al ojo humano. Solo se podían distinguir una rajadura horizontal, que los soldados adivinaron que sería la boca, y un par de carboncillos brillantes, que ahora botaban lágrimas, que presumiblemente serían sus ojos.

- Es el portador ¿Cierto? – dijo el capitán mirando con asco aquella aberración.

- He visto casos anteriores sobre brotes de la peste, pero ninguno como este – dijo gravemente el médico quien podía reventar las protuberancias con solo tocarlas – sin duda es el origen de la plaga.

Era lo que necesitaba. El capitán salió de la cabaña y sacó de una de las cajas que llevaba en la montura un rollo de papel y una pluma. Al entrar nuevamente a la casa, se dio cuenta que el muchacho se había desmayado del pánico y los soldados se apresuraban en cubrirlo con un manto negro. Como un fantasma de ébano.

- Firme aquí, doctor – dijo el oficial extendiéndole el documento al médico – es la autorización para proceder con nuestro trabajo.

El médico miró por última vez el cuerpo del muchacho. Sin duda era una más de las víctimas de las terribles plagas que aparecían cada cierto tiempo en aquellas lejanas tierras pero las órdenes del rey eran claras: Nadie enfermo debía de quedar con vida. Y si era el portador inicial, aún peor.

- Listo doctor, puede retirarse, nosotros haremos el resto – dijo el oficial mientras se echaba loción en las manos y en el rostro. Sus compañeros hacían lo mismo.

El médico dio un asentimiento con la cabeza y salió rumbo a la puerta de la hedionda choza. Al abrirla vio que el sol estaba a punto de esconderse y que las tinieblas ya comenzaban a acechar. Giró la cabeza por última vez para mirar el cuerpo del desventurado joven cuya suerte ya había sido echada desde el inicio de aquel día.

Mientras los soldados sacaban unas gruesas cadenas de sus monturas e iban discutiendo que posiciones tomarían para llevar el cuerpo infecto del muchacho, el joven seguía sentado y cubierto por completo con el manto negro. Leves manchas oscuras iban creciendo en algunas partes del manto como si la sangre estuviese ansiosa por abandonar tan inmunda presencia porque la muerte así lo exigía. Era un tributo al horror.



II

- No se acerquen mucho a él, podría morderlos o intentar contagiarlos de uno u otro modo – dijo el oficial mientras galopaba delante de la comitiva que llevaba al muchacho rumbo al foso de las plagas.

De pie, rodeado de cadenas a lo largo de todo su inhumano cuerpo, el infectado avanzaba lentamente mientras era jalado por la escolta de caballos que lo rodeaba. Cada paso que daba, dejaba un rastro de sangre atrás formando así un sendero de la muerte e inmundicia para cualquier desventurado carroñero que ansíe alimentarse de aquellas pisadas.

Debajo del manto negro, el muchacho solo podía observar pequeños momentos de iluminación lunar cuando la comitiva que lo jalaba por momentos cruzaba algunos claros de ese bosque. Sentía el olor de los cuerpos muertos por la infección, botados por allí a manos de desafortunadas familias que vieron perecer a sus seres amados por la terrible plaga. Hoy solo eran recuerdo y carroña de sabandijas.

No podía verlos, pero sentía el asco reflejado en los rostros de sus captores y en algunos momentos las arcadas que sentían al cruzar con algún cuerpo en descomposición. El propio capitán tuvo que bajar dos o tres veces del caballo para liberar algún vómito producto de aquel bosque repleto de hedor a muerte y descomposición.

En un momento el muchacho no pudo caminar más y se arrodillo en el suelo en silencio, suplicando mentalmente algo de piedad y que sea ejecutado allí mismo antes de sufrir la tortura del foso pero los soldados le negaban la muerte allí misma. Patadas y azotes sintió en su magullada espalda mientras que furibundas voces le proferían órdenes.

- ¡Levántate animal! – decía uno de los soldados propinándole una brutal patada en las costillas - ¡Ya has cobrado suficientes vidas!

- ¡Inmundo objeto! – gritaba otro mientras lo golpeaba con las cadenas hasta el punto de teñir con salpicones rojas las rocas del suelo - ¡Si no tuvieses esa peste te mataría con mis propios puños!

El dolor era algo con lo que había convivido muchos años por lo que los azotes y patadas solo eran parte de la rutina de vida que los dioses le habían hecho merecedor. No entendía por qué tanto odio hacia él. Él no había elegido tener aquella extraña enfermedad y, menos aún, llevarla al nivel de una epidemia.

A lo lejos, un cuervo tronó el aire con su graznar y una bandada de aves nocturnas levantó vuelo alertando a los soldados sobre la cercanía de la medianoche. El oficial hizo una seña a los soldados quienes en aquel momento dejaron de golpear al muchacho y se apresuraron a subir a los caballos. El infectado, sumergido en un charco de sangre, se puso de pie y continuó la marcha con sus captores.

¿Hace cuánto estaba enfermo? Ya ni lo recordaba. Vagos recuerdos de él y su amada madre le venían a la mente por momentos: Corriendo por los prados persiguiendo abejorros, revolcándose en la tierra con los puercos, bañándose en el río mirando a los peces huir por su presencia. Un día simplemente todo cambió.

Primero fue una pequeña mancha en la pierna. Su madre le puso un poco de ungüento de sábila para atenuar la picazón pero cada hora que pasaba, la mancha crecía e invadía más partes de su joven cuerpo. En unas semanas, lo que en un momento era un muchacho común y corriente, risueño y pendenciero como los de su edad, se había convertido en un ser casi irreconocible rodeado de llagas y pústulas que execraban sangre y pus.

Trataron de esconderlo en la casa todo el tiempo. Corría el rumor que el muchacho había muerto ahogado en un río o devorado por los coyotes, su madre misma afirmó que el muchacho un día desapareció para protegerlo de la suerte que le esperaba a los apestados. Sin embargo los esfuerzos fueron en vano.

Se registraron brotes de la misma enfermedad en otras aldeas y pronto el rey, horrorizado ante la idea de que la peste pueda interrumpir sus continuos festines y fiestas en el castillo, dio la orden de cuarentena a sus escuadrones de la muerte. Soldados de diversos reinos purgaron las aldeas a fin de encontrar apestados y llevarlos hacia el foso de las plagas sin embargo no se había podido dar con el paradero del origen de la plaga. Hasta aquella tarde.

Viendo, paralizado por el pánico, el cuerpo inerte de su amada madre, el muchacho sintió que la pesadilla estaba a punto de comenzar cuando el médico comenzó a revisar su cuerpo en busca de las llagas más graves para dar su veredicto final: él era el origen de la peste. Y la agonía continuaba ya casi llegada la medianoche.

- General – dijo uno de los soldados tirando de una de las cadenas que sujetaban al muchacho a fin de indicarle que se detenga. El cuerpo envuelto en rojo y negro se detuvo - ¿No cree que sería mejor ejecutar aquí al muchacho?

El oficial no dijo nada. Solo miró preocupadamente la luna mientras meditaba sus posibilidades. Desde que había logrado su posición como oficial del rey, el general había dirigido un sinnúmero de ejecuciones por varios motivos: asesinos, herejes, parricidas, ladrones, secuestradores entre otros, sin embargo, de acuerdo a los mandatos de la iglesia y la propia pluma del rey, en el caso de los brotes infecciosos, la muerte por ejecución no era una opción. La orden explícita era arrojar el cuerpo con vida por el foso de la plaga antes de la media noche.

- Sigan avanzando – dijo sin mayor explicación a los soldados. Se encogieron de hombros y continuaron su marcha. Las huellas rojas siguieron aumentando.

Poco se sabía sobre el origen de aquel foso. Se decía que había sido construido, en tiempos antiguos, por algún ermitaño que acostumbraba ir allí a recoger agua en un cuenco de madera. Otros decían que era un lugar que sellaba la entrada al otro mundo, un lugar cavado por el mismísimo lucifer donde él y su legión de las tinieblas escondían los secretos del infierno. Otro grupo de historiadores señalaban que el foso había sido cavado para arrojar allí el cuerpo de herejes y apóstatas acusados por la iglesia durante los tiempos de persecución. Esa fue su función final.

Desde tiempos antiguos, reyes de toda dinastía que habían logrado alcanzar el poder en aquella región, habían ordenado que personas acusadas de iniciar un brote de plaga, fueran arrojadas a aquel foso antes de la media noche ¿La razón? Se creía que la muerte salía del foso a esas horas en busca de víctimas nocturnas, pero ella quería cuerpos infectados de otras personas, jamás de los portadores iniciales de la plaga pues este sabía que mientras el portador viviese, la plaga continuaría por lo que arrojarlo antes de esa hora era facilitarle la labor de asesinar personalmente a los portadores, y así, ponerle un fin a la peste.

A lo lejos, un lobo aulló y provocó un sobresalto entre la comitiva. Ya era media noche.

- ¡General! – dijo con miedo uno de los soldados abriendo los ojos como platos mirando la luna en todo su esplendor - ¿Qué hacemos? ¡Ya es media noche!

- Sigamos avanzando – dijo el oficial emulando un coraje que no encontraba mientras intentaba no mirar la espesura negra del bosque – según nuestros mapas, el foso no está muy lejos.

De repente, una repentina corriente de aire helado golpeó la comitiva y todos los soldados se detuvieron lívidos del miedo.

Pálido como el mármol, el oficial se bajó del caballo e hizo una seña rápida a sus compañeros para que hicieran lo mismo. Una vez en el piso corrieron a refugiarse detrás de una roca ante la escena temible del cual habían sido advertidos por curas y hechiceros.

Sintiendo el aire helado y los pelos crispados por el terror, los soldados vieron como una gigantesca sombra negra cruzaba el sendero por el cual estaban hace un momento. La sombra era tan alta que podía mirar por encima de los árboles, intentando oler con placer los cuerpos en putrefacción del bosque como si de un perfume tétrico se tratase.

En medio del camino sólo estaban los caballos y el muchacho de pié rodeado de cadenas. La sombra se detuvo delante de él y se agacho a oler su inmundo cuerpo. Los caballos cayeron al piso muertos en el acto.

- Lo va a matar – susurró uno de los soldados quien aferraba su mano con toda su fuerza a su espada.

- No, no lo hará – dijo en un susurro el oficial.

Tal como lo dijo el oficial, la sombra volvió a erguirse y continuó su camino hacia la aldea de la cual habían salido hace unas horas. Buscaba nuevas víctimas de la peste, cuerpos frescos que sintiesen la picazón y el ardor de la peste en su piel. La muerte haría una visita nocturna en busca de nuevas víctimas. Una vez hubo desaparecido del camino, los soldados volvieron al camino.

- No lo mató – dijo confundido uno de los soldados quien miraba con pesar a su corcel muerto por el mismísimo rey de las tinieblas – pero mató nuestros caballos.

- Es el portador original de la peste – dijo el oficial mientras sacaba las cosas necesarias de la caja de cuero que tenía atado el caballo – no le interesa él porque sabe que con el portador en vida la peste podrá seguir haciendo su trabajo.

- ¿Qué haremos sin los caballos? – dijo horrorizado uno de los soldados que había golpeado al muchacho hace unas hora - ¡Esa cosa volverá y esta vez irá por nosotros!

- Volverá al amanecer – dijo el oficial – el foso no debe estar lejos. Hay que ir y arrojar a este inmundo allí e irnos inmediatamente antes que amanezca. Ya luego la muerte hará nuestro trabajo al tenerlo allí adentro.

Los demás soldados se miraron aun pálidos por el miedo. Algunos se arrepentían de haber aceptado la misión pero ya estaba hecho. Aun sujeto con cadenas, el muchacho comenzó a toser y sollozar discretamente. Algo de pena asomó en la mirada del oficial pero decidió cumplir con su trabajo. Órdenes son órdenes.

- Vamos, aún tenemos una misión que cumplir – dijo el oficial tomando una de las cadenas y jalando el cuerpo.

Todos tomaron el borde de la cadena que les correspondía y continuaron su camino en silencio por la negrura del bosque. Como un funeral anticipado.



III

Delante del foso de la peste, los soldados respiraban con miedo el aire helado que salía de allí adentro. Era la morada del rey de las tinieblas.

- Quítenle las cadenas – ordenó el oficial mientras veía al muchacho tener breves espasmos producto de su llanto a lo largo del último tramo del camino – es hora de arrojarlo.

Los soldados liberaron al muchacho y este cayó al piso rendido por su propio peso y lo exhausto de su travesía.

- ¿Qué pasará una vez que el cuerpo caiga? – dijo uno de los soldados mientras asomaba la mirada hacia lo profundo del pozo.

- Llegará hasta la casa del rey de las tinieblas – dijo el oficial mirando la patética escena del muchacho tirado en el piso como un saco de verduras sangrientas. Temblando por el frío y por el miedo – allí la muerte lo encontrará y le dará fin salvándonos a todos de los efectos de la peste.

Los soldados se pusieron guantes de piel de jabalí y bolsas de yute en las cabezas a fin de evitar el contacto directo con el cuerpo del apestado. Cargaron al muchacho y sin mayor ceremonia, lanzaron el cuerpo por el foso de la peste. No se oyó en ningún momento el contacto con alguna base sólida ni líquida, el cuerpo simplemente siguió cayendo.

Los militares miraron la escena unos segundo y luego miraron a su General quien meditaba si hacía bien lanzando el cuerpo del apestado después de la medianoche. Uno de sus soldados pareció adivinar sus pensamientos.

- ¿Cree que afectará en algo? – dijo mirándolo preocupadamente.

El oficial sabía que había roto el protocolo y un mandato casi sagrado para las leyes del reino pero pensó que quizá se tratara de algo más tradicional que científico. Se sintió más seguro.

- No, no creo que afecte en nada – dijo serenamente el oficial mientras daba media vuelta para dirigirse a sus soldados. ¡Soldados, cojan sus cosas y vámonos para el castillo!

Dejando el foso atrás, los soldados se internaron nuevamente en la negrura del bosque, pensando en una cama mullida, una buena comida y los placeres de sus esposas. La plaga había sido controlaba y la vida en el reino volvería a la normalidad en unos días. Tal era el regocijo que proporcionaba pensar en eso que el oficial se rascó mecánicamente la cara sin prestar atención a una pequeña mancha que había aparecido en su mejilla.





IV

El cuerpo caía y caía sin control. El muchacho miraba por los bordes rasgados de sus harapos las paredes de aquel foso sin fondo. Veía los ladrillos pasar uno tras otro como un desfile frenético de mosaicos sin mayor variación.

Sentía el aire helado golpeándole la cara, los bazos, el pecho y las piernas. Esa sensación de frío calmaba un poco el ardor de las pústulas y sentía que podría pasar una vida cayendo por aquel foso, sintiendo aquella breve sensación de bienestar.

Pasaban los segundos y luego los minutos. ¿Qué tan profundo era ese foso? No lo sabía. Lo que si sabía era que, así como él, numerosas personas acusadas de generar brotes infecciosos habían sido lanzados allí donde se creía que vivía la mismísima muerte.

De repente, sin previo aviso, el cuerpo golpeó una superficie líquida. El muchacho abrió los brazos y separó las piernas para iniciar un torpe nado hacia la orilla más cercana. Se quitó el agua de los ojos y miró donde estaba.

De pie ante la orilla de una laguna cuyos límites no eran visibles, se encontraba el infectado mirando lo vasto de aquel lugar. Miró hacia atrás y vio el agua de color negro golpeando el borde de la costa donde estaba parado. Al fondo solo la oscuridad más penetrante. Miro hacia adelante y observó un bosque frondoso y tétrico de árboles de tamaños colosales cuyas copas se perdían en la penumbra del techo. Apenas había iluminación.

Lo más sorprendente estaba arriba. Mirando hacia el “cielo”, una pequeña esfera de luz se hallaba suspendida como simulando una luna. Pero quedaba claro que no lo era. Aquello era la entrada del foso cuya distancia la hacía ver tan lejana que parecía un astro luminoso suspendido en aquel techo azabache sin estrellas.

El muchacho se sintió confundido sobre donde estaba. Él había oído historias terribles sobre el foso, que aquello era la entrada al infierno donde el mismísimo satanás lo sometería a torturas incesantes por el resto de su existencia. Lo que tenía ante sí era una playa negra frente a un bosque sumido en la oscuridad.

El muchacho avanzó rumbo hacia el único sendero que había en aquella zona, rodeado de árboles gigantescos y vegetación espesa. Si ese lugar tenía alguna salida, era necesario buscarla.

Tras caminar por casi una hora, a tientas y guiado por las corrientes de aire helado, el muchacho vio a lo lejos una leve antorcha. Emocionado por conseguir algo de luz que le permitiese continuar, el infectado avanzó hacia la fuente de iluminación, apartando las plantas de su camino en un ritmo frenético y desesperado por encontrar respuestas. Cuando logró quitar el último arbusto de su camino, logró ver la fuente de luz. Era una cabaña de madera en ruinas.

Asombrado por el descubrimiento, el muchacho cogió la antorcha y se internó en la cabaña buscando indicios de donde se encontraba allí adentro. Recorrió habitación tras habitación observando las cosas que había. Una sala decorada con muebles roídos por garras de animales salvajes que probablemente habitaban ese lugar, una cocina cuyos muebles era irreconocibles pues la maleza había penetrado por las ventanas, cubriendo todo a su paso. Un dormitorio empolvado que no daba señales de haber sido usada en mucho tiempo y, finalmente, una sala donde se podía ver solo una silla en el medio del piso crujiente de madera.

El muchacho aguzó la vista en medio del polvo que flotaba en el ambiente y vio que alguien se encontraba sentado en medio de aquella pequeña habitación. Se acercó y el corazón le dio un vuelco al verlo.

Un hombre, vestido como la nobleza del reino, se hallaba sentado en medio de la estancia. Sus ropajes eran finos y, al parecer, se encontraba mirando la pared de madera. El único detalle era que aquel extraño ser no poseía un rostro. Su cabeza solo era una masa de carne con cabello. Cuando el muchacho estuvo a punto de huir espantado, el ser habló.

- ¿Quién te ha dejado entrar? – resonó desde adentro de la masa de carne.

- Me han arrojado aquí – dijo temblando el muchacho.

El ser calló por unos momentos, como intentando contextualizar lo que le decía el infectado. Luego volvió a hablar.

- Lo han hecho mal – dijo nuevamente el ente – tendrían que haberte arrojado hace varias horas.

- Demoraron en encontrar el foso – dijo el muchacho un tanto más seguro al darse cuenta que el ente no deseaba atacarlo – no sé qué pasará conmigo.

- Son unos idiotas – dijo el ser. Acto seguido soltó una terrible carcajada que retumbo por todas partes de la cabaña desprendiendo polvo desde el techo – Disculpa, me ha hecho mucha gracia.

La carcajada del ser lo llenó de un poco más de valor. Al parecer no era violento. El muchacho volvió a hablar.

- ¿Dónde estamos? – dijo apresuradamente el muchacho.

El ser volvió a callar. No le hizo mucha gracia la pregunta.

- No importa donde estemos. Importa cómo salir – dijo serenamente mientras se acomodaba en la silla cruzando una pierna.

- ¿Quién eres tú?- dijo el muchacho mirándolo más atentamente.

- Mi nombre es Leonor VII, príncipe del Tercer Reino de Sajonia, heredero legítimo del trono de Baviera – dijo orgullosamente el ser – y tú eres solo un muchacho ordinario.

Para una persona que había sufrido maltrato y marginación los últimos años, el ser llamado “muchacho ordinario” resultaba más un cumplido que una ofensa.

- ¿Y qué haces aquí? – preguntó atrevidamente el muchacho. El ente dio un bufido como simulando ofensa, pero en el fondo le agradaba la pregunta.

- Hace muchos años, cuando solo era un joven idiota, cogí una terrible enfermedad que desfiguraba el rostro por manipular plantas venenosas – dijo en tono solemne, como intentando reconstruir una historia olvidada en el tiempo – mi madre, la reina, intentó ocultarme de mi padre aduciendo que me había ido a casar a otro reino y volvería para mi toma de mando como rey ya que era el primogénito. Mi hermano, celoso de mi primogenitura, había oído de la existencia de este foso en relatos que contaban los juglares y decidió que sería una buena idea enviarme con el príncipe de las tinieblas, la muerte en persona, para que se encargue de no dejarme salir nunca de aquí. Y funcionó, la muerte me arrebató la vida y mi rostro, pero dado mi rango de realeza, decidió regalarme esta choza para vivir apaciblemente mi estancia en sus dominios. Si muchacho, esto es el valle de la muerte.

El joven se estremeció al saber dónde se encontraba por fin. Las pocas esperanzas de escapar de ese lugar se apagaron. Era obvio que nadie podría volver de la muerte.

Devastado ante su suerte, el muchacho dio media vuelta para salir de la cabaña y buscar algún lugar donde pasar el resto de la eternidad. Cuando ya estaba cerca a la puerta, se dio cuenta que el ser lo seguía.

- No seas tonto, horrible criatura – dijo el ente quien se encontraba sentado en uno de los muebles de la sala “viendo” cómo el muchacho tomaba el picaporte de la puerta para salir – tu caso es distinto.

- ¿Por qué? – dijo el muchacho intentando contener las lágrimas – Mi madre ha sido asesinada por órdenes de ese terrible rey y su corte que solo piensan en cebar sus estómagos a costa de nuestros esfuerzos. Mi padre murió de hambre y cansancio trabajando por pagarle tributos a esa bola de sanguijuelas ¿De qué me vale vivir? ¿Para qué quiero volver arriba si el infierno se encuentra en ambos lugares? Quiero volver a ver a mi madre que se debe encontrar en alguna parte de este bosque.

- Tu madre no se encuentra aquí – dijo serenamente el ente – ella no fue asesinada por una plaga, aquí solo nos encontramos los que generamos brotes. Tu madre descansa en paz en otro lugar.

- Entonces quiero ir a ese lugar – dijo desafiante el muchacho.

- Es inútil, criatura – dijo el ser quien cambiaba de posición – Ella no volverá, está atada como nosotros en otro de los reinos de la muerte. Aquí, en el valle, solo se encuentran los focos infecciosos que han azotado a la humanidad. Tú, yo y otros seres que verás en el bosque, han sido responsables de más muertes que cualquier guerra iniciada por obra del ser humano. Todos teníamos vidas tranquilas y normales, solo que la enfermedad decidió visitarnos un día y nuestra suerte fue echada ¿Qué hicieron los gobernantes por nosotros? ¿Curarnos? No, prefirieron asesinarnos, apartarnos de nuestros seres queridos como si fuésemos apestado sin sentimientos, sin tener en cuenta que teníamos toda una vida atada a nuestras familias. Vénganos muchacho, la venganza de los infectados está en tus manos, solo tú tienes las herramientas para poder darle una lección a los nobles que nos pusieron aquí generaciones tras generaciones. Solo tú puedes hacernos justicia.

El muchacho, cuyas lágrimas surcaban su magullado rostro, escuchó atentamente lo que le decía el ente. Tenía razón.

Innumerables generaciones de infectados habían sido separadas de sus familias. Leprosos, verrugosos, portadores de forúnculos, tuberculosos etc, fueron puesto a disposición de sus autoridades, que sin piedad, fueron condenados al aislamiento social, alejados de las razones de vivir y condenados a vivir peor que las bestias de los desiertos, obligados a alimentarse de carroña y pelear por unas gotas de agua. Hoy, él mismo, había sido un eslabón más de la cadena que habían creado los sanos poderosos.

- ¿Cómo saldré? – dijo el muchacho lleno de la fuerza que la venganza podría brindarle.

El ente se acomodó nuevamente en el sillón y se reclinó hacia adelante, poniendo las manos en las rodillas como si estuviese a punto de revelar un celoso secreto.

- Mientras te traían aquí ¿Viste a la muerte salir ir por el sendero del camino? – dijo haciendo un hilo de su voz.

El muchacho recordó la sombra negra que vio a través de la tela. Sintió lo helado de su presencia y como los caballos caían como bultos atrás de él. Sin duda era la muerte en persona.

- Sí – dijo en tono seguro.

- Entonces tus ejecutores no cumplieron adecuadamente su trabajo – dijo serenamente el ser – te arrojaron después de la media noche, cuando el rey de las tinieblas HA SALIDO a buscar víctimas. Es decir, él no se encuentra aquí ahora.

Tenía sentido aquello que decía. Si la muerte había salido a trabajar, era obvio que nadie cuidaba estos dominios en este momento.

- ¿Pero cómo treparé el muro del foso? – dijo el muchacho – se ve tan alto como la luna.

- Muchacho ingenuo – reprendió el ente – nadie dijo que treparás las paredes, eso sería imposible, lo que tienes que hacer es buscar a los tres centinelas de la muerte y arrebatarle las llaves que abren el tifón de la laguna de sangre donde la muerte acostumbra a bañarse luego de regresar de su jornada nocturna. Se dice que la salida está debajo de la laguna, tienes que drenarla para escapar por allí.

En otro contexto, la hediondez de la sangre le habría causado arcadas, pero había pasado tanto tiempo familiarizado con la sangre de sus heridas, que el hecho de tocar sangre ajena ya no le era repugnante.

- ¿Dónde viven los tres centinelas? – dijo en tono decidido.

- En el valle de la muerte – dijo seriamente – solo sigue el sendero luego de esta cabaña. Sus casas están esparcidas por todo el valle y solo ingresa allí en total sigilo. Los centinelas no suelen estar despiertos a estas horas por lo que si procedes a buscar la llave en silencio, no notarán tu presencia.

- ¿Y si alguno se da cuenta que he entrado? – preguntó el muchacho pensando en cómo evadirlos.

- Te convertirán en vísceras de cerdo, toro o algún animal que deseen y te exhibirán en el suelo como una advertencia hacia otros que intenten hacer lo mismo – dijo cautamente – solo ve en silencio y busca la llave.

El muchacho, quien comenzaba a sentir el miedo en su costrosa piel, se sintió tentado a retroceder. El ente, al sentir los sentimientos de cobardía del infectado, añadió.

- Te daré esto – dijo el ser – es uno de los mayores tesoros que he podido conservar a lo largo de mi eternidad aquí. Es un quiebratiempo.

El muchacho extendió la mano para recibir el objeto. Se trataba de una pequeña galleta hecha de una masa simple sin mayor rasgo de ser sobrenatural.

- Fue amasada por el hechicero de la corte donde antes reinaba, al ser ingerida, el tiempo se detiene tres segundos – dijo el ente mientras intentaba recordar más del quiebratiempo – recuerdo que el hechicero fabricó cuatro y tres fueron utilizadas. Pensé en utilizar la última aquí pero en mis circunstancias no tiene sentido. Úsalo para escapar. Nos vemos, es la hora de mi siesta.

El muchacho tomó el quiebratiempo, dio las gracias y salió al exterior de la cabaña- Sintió el aire helado golpear su magullado cuerpo y miró en dirección al sendero que se abría delante de él. Tenía pocas horas antes que amanezca. Era hora de encontrar al primer centinela.



V

Caminó por un par de horas en medio de la frondosa vegetación oscura. Algunas ranas y serpientes lo acompañaban en su camino, como asombrados que un habitante de aquellas profundidades ose caminar libremente por el valle de la muerte.

Al cabo del tiempo calculado, a lo lejos vio una estructura cuadrada de piedra iluminada desde dentro por alguna fuente de luz amarilla. Era lo único que despedía luz en aquella parte del bosque.

El muchacho tomó con fuerza su bolsillo, asegurándose que el quiebratiempo siguiese allí. No lo usaría con el primer centinela, la idea era usarlo solo si la circunstancia era urgente y la ameritaba.

Llegó hasta la entrada. No había puerta y se dio cuenta que no la necesitaba puesto que nadie en sano juicio entraría allí.

Desparramado por el suelo, a lo largo de toda la habitación, innumerables vísceras de animales se encontraban regadas por doquier. Tripas, cabezas de puerco, patas de animales y rabos, podían ser vistos decorando un suelo viscoso por la sangre en descomposición que hacía sumamente difícil mantener el equilibrio de pie.

El muchacho buscó con la mirada al centinela pero no lo encontró. Se tiró al piso intentando ver a la luz de una antorcha que se encontraba suspendida en medio de la sala, la evidencia de huellas pero no encontró ninguna.

Levantó las cabezas de animales en descomposición a la búsqueda de la llave pero fue infructífero. ¿Y si la llave se encontraba colgando del cuello del centinela? Ese pensamiento lo aterró hasta que se dio cuenta que era imposible.

Suspendido en el techo, en una posición imposible para el ser humano, se encontraba el primer centinela, aferrado a la superficie del techo como un monstruoso insecto. Su rostro era blanco como la muerte y estaba lleno de cicatrices. Tenía los ojos cerrados por lo que supuso que estaba durmiendo y la razón por la que no podría tener la llave allí era simple. Era incorpóreo, transparente como un fantasma, sin duda no podría coger nada sólido.

Haciendo el menor de los ruidos, el muchacho continuó en su búsqueda. Demoró alrededor de media hora inspeccionando las vísceras pero no encontró absolutamente nada. Frustrado por la falta de resultados, el muchacho se puso de pie y volvió a mirar la antorcha, pensando en cómo podría sacarla de allí para aprovechar su luz e iluminar otras zonas en la oscuridad para verificar si la llave estaba allí.

Buscando alguna manera para retirar la antorcha, lo vio.

Dentro de la flama crepitante, suspendido en el aire, una pequeña llave dorada giraba en medio del fuego, como tentando a su espectador a retirarla. Había sido tan obvio, era lógico que siendo su portador un ser incorpóreo, haya puesto la llave en medio del fuego a fin de evitar un robo.

Intento meter la mano pero el calor de las llamas chamuscó su ya infecta mano. El olor desprendido por la carne cocinada llenó la habitación. El centinela se movió un poco en el techo, como saboreando el olor pero aun dormido.

Pensó una y otra vez sobre cómo sacar la llave hasta que tuvo una idea. Al pie de la antorcha, se encontraban restos de cráneos y huesos carbonizados. Era obvio que aquello que mantenía vivo el fuego eran las vísceras en el suelo que, poco a poco, eran consumidas por el fuego a medida que el centinela las juntaba en la mitad de la sala, como una macabra chimenea.

Tomó una de las patas de puerco que estaba en el piso y comenzó a empujar la llave a fin de sacarla fuera de las llamas. Al cabo de unos segundos, la llave cayó al suelo haciendo un leve tintineo. El centinela continuó profundamente dormido.

Tomó la primera llave y huyó a toda velocidad de aquella casa.





VI

Con la primera llave en el bolsillo, el muchacho continuó por su travesía por el valle de la muerte. De pronto se dio cuenta de un obstáculo. El sendero había acabado.

Delante de él había un gran precipicio cuyo fondo era imperceptible dada la gran oscuridad del lugar. No había más camino ni señal alguna de a dónde ir. Aguzó la vista hacia el otro lado y vio que el sendero continuaba. El problema sería cruzar.

No tenía idea de la hora que sería pero supuso que eran las cuatro de la mañana. La muerte volvía de sus labores nocturnas a las seis por lo que era urgente que busque alguna manera de cruzar ya que luego sería ejecutado y no habría solución alguna.

Repentinamente, un leve ronquido rompió el silencio de la escena.

Sentado bajo un gigantesco árbol, el segundo centinela se encontraba durmiendo plácidamente. Era mucho más pequeño que el anterior y, al igual que su compañero, carecía de solidez física. Lo cual solo conllevaba a una idea: La llave tenía que estar oculta cerca de allí.

Intentó ver maneras para cruzar el precipicio pero era inútil la oscuridad no le permitía ver ni muy abajo ni muy arriba. Entonces la idea vino: El árbol donde dormía el segundo centinela era la clave.

Si bien descender era imposible, subir por el árbol le permitiría tener una mayor visión sobre cómo salir de la segunda casa. Tomó cautela y, haciendo el menor ruido posible, comenzó a trepar.

Una rama tras otra, el muchacho continuó escalando la infinidad de ramas del gigantesco árbol. Pero había un problema: El árbol no acababa nunca.

Siguió escalando y escalando cerca de cuarenta minutos y era inútil, ahora no solamente no podía ver a sus alrededores, sino también el piso había desaparecido. Se encontraba solo, aferrado al árbol en total oscuridad.

El temor lo invadió y sintió lo peor. Faltaba poco tiempo y probablemente nunca terminaría de escalar.

Siguió trepando y trepando pero no había un fin. Hasta que su cabeza se dio un golpe seco. Había llegado a un tope. Si bien había avanzado bastante escalando las ramas de aquel árbol, no había sido lo suficiente como para haber llegado al techo del foso ya que si había llegado al techo, aquello sería la superficie del mundo de arriba.

Tocó con las manos la superficie de arriba y sintió una ranura diminuta. Tenía la forma de una llave.

Con un entusiasmo eufórico, el muchacho sacó la llave y la introdujo. Una puerta se materializó arriba y tiró del picaporte.

Al cruzarla se dio cuenta de algo extraño. El camino del sendero continuaba y era exactamente al que había visto hace un rato al otro lado del precipicio. El muchacho cruzó y cerró la puerta. Esta desapareció y, en su lugar, una diminuta llave dorada brillaba en el césped oscuro. Al otro lado del precipicio, aun podía ver al centinela durmiendo apaciblemente, recostado en las raíces de tan enigmático árbol.



VIII

Faltaba poco, muy poco.

Dando zancadas, a la velocidad máxima que le permitía su cuerpo maltrecho, el muchacho cruzó el resto del sendero hasta llegar a otra orilla. Lo que vio delante de él si le causó náuseas y arcadas.

Un lago circular se abría delante de él, pero no era agua lo que tenía. En su lugar, una masa viscosa de carne putrefacta, sangre y excrementos llenaban la laguna. Podía ver en su superficie algunos ojos de animales que flotaban aleatoriamente, observándolo como si cuestionasen su presencia. Mirando hacia adelante, en el medio de la laguna, una diminuta isla tenía un pedestal cuya parte superior albergaba un cofre de cristal. Dentro de él, una llave dorada levitaba mostrando el valioso tesoro.

A diferencia de las dos casas anteriores, el centinela de esta zona si era visible a simple vista. Sentado y profundamente dormido, se encontraba el centinela de aquella zona dentro de un bote que flotaba en medio del mar de inmundicia.

Sabía que tenía poco tiempo y que probablemente la muerte retornaría en menos de una hora por lo que tenía que idear un plan para poder cruzar.

Puso uno de los pies en la laguna y sintió como se hundía en medio de los despojos. Quizá cruzarlo a nado sería la única manera. Pero lo que sucedió a continuación lo hizo desistir de cualquier intento. Una garra viscosa y filuda, lo tomó del tobillo e intento jalarlo hacia las profundidades. El infecto, aferrándose al suelo, logró tirar hacia atrás salvándose a tiempo de formar parte de aquella masa de putrefacción.

Encontrar la solución no fue tan difícil. Más allá, flotando en medio del lago, el cuerpo de un toro muerto se encontraba yendo a la deriva. Con cuidado de no tocar la superficie, el muchacho jaló de una de sus patas hacia él, y con ayuda de una roca, logró abrir el cuerpo del animal y sacar todas las vísceras hacia afuera y usar su interior como si de un bote se tratase. Tomó uno de los fémures que había en las orillas y comenzó a remar hacia la isla.

El centinela continuó su siesta sin darse cuenta de la llegada del intruso. Diez metros, ocho metros, seis metros, faltaba muy poco para poder llegar a la isla. Sin embargo cuando el chico llegó a poner un pie en la tierra, una terrible voz retumbó por toda la sala.

- Detente – dijo la tronante voz del centinela quien había despertado – De todos modos, no saldrás vivo de aquí.

El muchacho, quien no había contado con el despertar del guardia, volteó a mirarlo. Lentamente el bote se deslizaba por el mar de inmundicia rumbo a él. El centinela lo miraba con unos penetrantes ojos rojos que brillaban desde la oscuridad mientras se acercaba.

- Aléjate – le dijo el muchacho – ya llegué muy lejos como para retroceder.

- La muerte no tardará mucho en llegar – dijo el centinela – no imaginas cuanto se molestará de ver a un apestado como tú haber tocado sus sagradas llaves.

- No me quedaré mucho tiempo – dijo el muchacho – tengo cuentas que saldar con el mundo de los vivos.

Cogió una piedra y rompió el cofre de cristal. El centinela se elevó en el aire y fue a toda velocidad rumbo a él muchacho a fin de que no tomase la llave pero fue tarde.

Cuando se metió la llave al bolsillo, el centinela se detuvo de golpe. Una escalera de huesos había aparecido en el lugar donde había estado el pedestal y se dirigía hacia el techo de la estancia. Boquiabierto, el muchacho reaccionó con tiempo y logró subir a todo trote los escalones. El centinela, horrorizado por lo que pueda pasar, levitó a toda la velocidad para arrebatarle la llave sin embargo ya era tarde.

A medio subir las escaleras, una puerta apareció en el medio. El muchacho cogió desesperadamente la llave y la introdujo en la cerradura hasta que encajó y le dio vuelta. Antes de entrar volteó a mirar a su perseguidor. Se había detenido.

- ¡Has firmado tu sentencia de muerte, humano! – dijo el centinela mirando a su alrededor – Ya es el amanecer y el señor de las tinieblas se encargará personalmente de ti.

Temeroso de lo que pueda pasar, pero movido por su convicción, el muchacho entró por la puerta y la cerró. Se encontraba en los aposentos de la muerte.

Allí, tal como lo descrito por el ente sin rostro, una enorme laguna de sangre, intensamente roja y fresca, se ondulaba por doquier. Más adelante, en lo que el supuso la otra orilla, se encontraba el mismísimo trono de la muerte, decorada por huesos, calaveras y guadañas.

Los minutos apremiaban. Sin pensarlo dos veces, se dispuso a arrojarse a la laguna carmesí cuando el trono estalló en llamas.

Oscuro como el bosque que acababa de cruzar y helado como la nieve, la muerte se materializaba en su trono y dirigía su terrible mirada hacia aquel intruso que había llegado a profanar su reino. Levitó desde su lugar y se dirigió rumbo al muchacho quien guardaba la llave y el quiebratiempo en su bolsillo. Sin pensarlo dos veces, se sumergió en la sangre.

Buscó con la mirada la zona descrita por el ente pero esta no existía. Miró hacia los costados, hacia arriba, hacia las profundidades pero todo terminaba siendo igual de llano.

El amo y señor de las plagas, lo siguió en su trayectoria por el lago de sangre, ansioso de recuperar la llave que le permitiese a uno de sus reclusos escapar y logró tomarlo de los tobillos.

Por segunda vez en aquella noche, el infectado volvió a forcejear contra la fuerza de la muerte a fin de liberarse pero la fuerza descomunal que ejercía era imposible de resistir.

Como una especie de niebla negra, la muerte abrió sus fauces revelando una terrible boca poblada por centenares de colmillos afilados como navajas. Era el fin de su viaje y no tendría el final de justicia que había anhelado.

A punto de ser devorado por el monstruoso rey, metió la mano rápidamente al bolsillo y, de un solo bocado, ingirió el quiebratiempo a fin de ganar unos segundos para poder escapar y dar un rápido vistazo por la profundidad de la laguna.

El tiempo se detuvo completamente. Por unos segundos, la ondulación en la superficie sangrienta se detuvo como si de unas extrañas dunas se tratasen. Debajo, petrificado como una horrenda estatua de humo, la muerte se encontraba estática con una de sus garras sosteniendo el tobillo del muchacho y con la boca sobrenaturalmente abierta. Sin embargo, había encontrado un detalle.

Si bien la muerte no poseía un cuerpo físico, si había algo físico dentro de él. La sangre dentro de la cual estaba sumergida, había dado color a una diminuta cerradura que se encontraba, en lo que él podía deducir, era el corazón de la bestia.

Apresurado, sabiendo que los segundos eran escasos y contra todo lo que los reflejos de supervivencia pudiesen indicar, se metió a la boca de la muerte y extendió su brazo a fin de insertar la última llave. Dio vuelta a la cerradura.

El movimiento recuperó su fluidez, el quiebratiempo había finalizado su trabajo. La muerte, al sentir al muchacho dentro de sus fauces, cerró la boca con la intención de tragarlo pero ya era demasiado tarde.

La cerradura abrió un tifón dentro del ser maligno que ocasionó un drenaje masivo de la sangre de la laguna. Como si de un huracán se tratase, la sangre ingresaba a gran velocidad dentro de la muerte mientras esta gritaba terriblemente de agonía.

El muchacho peleaba por salir pues la corriente de sangre lo jalaba hacia adentro como un torrente de alta intensidad. La muerte misma agonizaba pues habían alterado su naturaleza. Finalmente el muchacho se rindió en sus intentos de salir y se dejó arrastrar por la corriente.

Dio una serie de vueltas en espiral mientras se internaba en la profundidad compleja de quien se había encargado de castigar a la humanidad desde su aparición. No sabía que le esperaba allí adentro ni a donde iría, solo sintió que daba vueltas, vueltas y más vueltas mientras se acercaba al corazón mismo del rey de las tinieblas.

Finalmente terminó.

Se encontraba de pie dentro de la laguna de sangre, ahora drenada completamente. No había ni rastros de la muerte.

De pronto se sintió distinto, completamente distinto a cómo había estado hace mucho tiempo. No había dolor de las llagas producto de su enfermedad ni rastros de heridas en su cuerpo. Se asustó.

Delante de él, habían algunos charcos de sangre producto del drenaje que había presenciado hace unos minutos. Se acercó a ver su reflejo.

Un joven muchacho le devolvía la mirada con un rostro conocido. Era su rostro hasta antes de la plaga.

Se miró de pies a cabeza ¿Dónde estaba su anterior cuerpo? ¿Dónde estaba la muerte? ¿Qué había sucedido? Miró hacia el suelo y encontró una pista de lo que había pasado.

Regado a sus pies, trozos de su piel anterior se encontraban allí, como si hubiesen sido desprendidos con cuidado producto de una metamorfosis, revelando que su cuerpo anterior había sido reemplazado por el que se encontraba sano. Pero aún faltaba la otra interrogante ¿Dónde estaba la muerte?

Casi por reflejo, miró en dirección al trono de huesos que se encontraba arriba de él. Estaba vacío. Como si alguna extraña divinidad le hablase al oído, el renacido levitó hacia el trono y lo acarició con sus delicadas manos.

El trono comenzó a arder.



Epílogo

De pie, mirando desde una colina penumbrosa en dirección al castillo, se hallaba la Muerte Roja contemplando lo que prometía ser una ceremonia de la nobleza, como tantas de las que se celebraba a costa de la miseria de la gente.

Personas, a las que recordaba en otra vida, hacían su entrada portando grotescas máscaras mientras se saludaban entre sí, felicitándose por los atuendos y los lujos que exhibían al ingresar al baile ofrecido por la corte.

Cerró los puños. Sintió unas hormigas subirse por el dorso de su pie pero no lo incomodó. Debía ajustar cuentas.

Bajó lentamente de la colina, mientras sacaba su máscara a portar dentro del baile. A diferencia de las que llevaban los otros, la suya no era de yeso ni papel, era de carne, la suya propia, y reflejaba la expresión más horrorosa de todas: La de su vida anterior.

A medida que descendía rumbo al castillo, su capa roja ondulaba en el viento y su capucha ocultaba parte de su cabeza. La máscara haría el resto.



Las hormigas, al cabo de unos segundos, estaban muertas.






domingo, 11 de diciembre de 2016

El Coronel no tiene quien lo mire.



Tomó con fuerza el borde de las sábanas y las lanzó al piso como si súbitamente desprendieran fuego. Su esposa, acostumbrada a sus raros hábitos de estrés pos guerra, solo atinó a darle la espalda y susurrar “Cuando se te pase, apagas la luz”. Pero la incomodidad no desapareció.

El Coronel se sentó al borde de la cama, agitado como si hubiese saltado una valla colosal y con el sudor cayéndole de la frente como una cascada salada. Parpadeó unas cuantas veces y el miedo lo volvió a poseer.

- ¡Vieja! ¡VIEJA! – gritó desesperado el Coronel – Todo aparece y desaparece ¡Algo anda mal!

La vieja Sigifreda, a sabiendas que esa conversación duraría horas y horas, dio un bufido de incomodidad y un leve suspiro de resignación después. Prendió la luz, acomodó la almohada a modo de respaldar y se preparó para volver a oír otra disparatada teoría de su senil marido.

- ¿Qué sucede ahora? – dijo mientras veía las gotas de sudor brillar al borde del rostro del coronel.

- ¡No te has dado cuenta! – dijo indignado el militar en retiro - ¿Dónde se va el mundo mientras dormimos?

La vieja parpadeó. En una ocasión su marido estaba convencido de que los bolivianos iniciarían un ataque masivo por las fronteras de Brasil (Dios sabría por qué lo harían desde ese lado); asustado por el inminente ataque, el Coronel ordenó construir un búnker en el sótano de la casa con estantes repletos de conservas para el día de la guerra. Como es de suponer, la guerra nunca llegó y las conservas pasaron a alimentar hambrientos animales callejeros que se aventuraban a entrar al recinto preparado para el apocalipsis andino. En otra ocasión creyó que los ecuatorianos envenenaban las cuencas hidrográficas del país preparando una intoxicación masiva y así poder iniciar una invasión. El viejo, en su afán de proteger el entorno, rompió las tuberías de la zona y ordenó la construcción de un destiladero para el agua de lluvia en su techo y repartía un balde por día a todos los vecinos bajo la promesa de que se uniesen al ejército una vez se inicie la guerra. Como también es de esperar, el ataque jamás sucedió y tuvieron que lidiar con una considerable multa ante los servicios de agua y desagüe de la ciudad. Pero lo de hoy era distinto, sus excentricidades ya rondaban lo metafísico y eso era preocupante…

- No se va a ningún lugar, querido – dijo serenamente Sigifreda- simplemente está allí hasta que abras los ojos.

El Coronel sopesó la información de su esposa mientras miraba al techo. Una pequeña araña tejía sutilmente su tela, completamente ajena a la extraña discusión de madrugada.

- Mira esa araña, vieja – dijo el viejo señalando con un dedo tembloroso al arácnido – antes que lo mirásemos ¿Dónde estaba?

- Supongo que siempre estuvo allí, mientras dormíamos hasta que despertaste – dijo intentando fingir interés en el asunto.

- Pero jamás lo sabremos, vieja – dijo el Coronel con los ojos como platos – esa araña solo estuvo allí mientras la observamos ¡antes simplemente no existía!

La vieja puso los ojos en blanco ante el escepticismo e intentó acabar con ello lo más rápidamente posible. Aun eran las dos de la mañana.

- Querido, simplemente los objetos están allí los mires o no, no hay nada que temer, nada se mueve de su lugar por no mirarlo. Nada aparece y desaparece, es como ver una máquina en funcionamiento, así no veas lo que sucede por dentro, puedes sentir sus efectos por fuera. No porque alguien no te mire, vas a dejar de existir…

La vieja se calló de golpe al darse cuenta de lo que había hecho. El Coronel, al oír la última parte de la explicación ahogó un ligero grito y se llevó las manos a la cabeza. Cuando Sigifreda se dio cuenta, ya era demasiado tarde.

- ¡ESO ES! ¡ESO ES LO QUE SUCEDE! – gritó el viejo Coronel despertando al perro que dormía en el jardín e indignando a dos gatos que discretamente se colaban por los tejados - ¡LA GENTE DESAPARECE CUANDO NO LOS MIRAS!

- Oh Carlos, esto ya ha ido demasiado lejos – intentó calmar las cosas Sigifreda pero el Coronel ya había salido de control.

- ¡NECESITAMOS QUE CONSTANTEMENTE NOS OBSERVEN, VIEJA, NO PODEMOS QUEDARNOS ASI! – rugió el Coronel como si hubiese encontrado la quinta verdad de Buda - ¡ESTAMOS EN PELIGRO!

- Bien – dijo intentando calmar sus propios nervios la noble vieja – si realmente eso fuese así ¿Por qué seguimos aquí si a lo largo de nuestra vida hemos pasado momentos a solas?

El viejo cerró la boca unos segundos como intentando encontrarle alguna explicación “lógica” a la objeción de su esposa. Lo peor es que la encontró.

- Es como cuando te preguntas ¿Y cómo respiramos? – dijo el Coronel como si explicase el advenimiento del diluvio – solo cuando te haces esa pregunta, olvidas como hacerlo y tu respiración se paraliza unos minutos hasta que lo olvidas y vuelves a mecanizarlo.

- ¡EXACTO! –dijo la anciana creyendo haberle dado al clavo y poder recuperar el tiempo de sueño – solo tenemos que olvidarlo y nuestra existencia no correrá peligro si nadie nos observa, Carlos. Estate tranquilo.

- ¿Tú crees…? – dijo nerviosamente el Coronel.

- No lo creo. ES ASÍ – dijo Sigifreda – ahora coge esas cobijas, abrígate y recuperemos el sueño que nos quedan pocas horas para descansar.

El Coronel, aun dudoso, volvió a tomar las cobijas y se acostó al costado de su esposa, mirando nerviosamente el interruptor, a la espera de que su mujer apague la luz. Cuando las tinieblas reinaron de nuevo, Sigifreda aguantó la respiración unos segundos esperando otro desliz de su marido. Un minuto, dos minutos, tres minutos. No hubo respuesta.

- Vieja, necesitamos cámaras- dijo el Coronel desde las tinieblas.

- Cuatro minutos- dijo resignada Sigifreda- tienes un nuevo récord.

-

II

- Aquí están los clavos – resopló Sigifreda mirando fijamente su propia imagen en una pantalla gigantesca situada en el vestíbulo de la casa.

- Bien, déjalos en la mesa y pásame el martillo eléctrico que está en la escalera- dijo el Coronel concentrado en situar una cámara de video encima del dintel de la puerta.

Sigifreda avanzó por la casa y decenas de cámaras siguieron su recorrido. La filmaban por encima de su plateada cabeza, por sus regordetes costados, por su arrugado rostro, e incluso, por debajo de ella. Las cámaras habían plagado la casa como un enjambre de geométricos murciélagos encasillados en todos los rincones. Pero eso no era lo peor.

En la parte exterior, varias pantallas LCD adornaban la pared de la casa, mostrando a los transeúntes la vida de la anciana pareja de esposos como si fuese un espectáculo de interés público. Cualquier transeúnte que pase por la casa, inevitablemente volteaba a ver aquel extraño espectáculo donde habían cosas tan interesantes como correr por los pasillos en busca de papel higiénico o ver al viejo Coronel sacarse un moco con el meñique mientras veía la televisión.

- ¡Vieja! ¡Está funcionando! – gritó alegremente el Coronel dos semanas después de haber colocado las cámaras. Un grupo de curiosos turistas observaban las pantallas como si intentasen descifrar algo en el bizarro espectáculo.

- Yo no me siento cómodo, Carlos – dijo timoratamente la vieja mientras veía de reojo a dos curiosos que miraban desde la calle del frente el inmenso panel puesto encima de la casa – Nos ven las 24 horas del día y eso no le gusta a nadie.

- Vieja, a mí tampoco me gusta pero es por nuestra seguridad – dijo seriamente el Coronel levantando ceremoniosamente el índice y cerrando con solemnidad los ojos – Toda esa gente que desaparece en el mundo sin dejar rastro alguno es por esta razón. ¿Cómo un mundo con radares y satélites no pueden dar con el paradero de personas desaparecidas, grupos humanos, incluso un avión?

Sigifreda recordó el incidente de un avión desaparecido en Malasia pero estaba segura que no se debía a la razón que daba su esposo.

Las semanas pasaron y luego los meses caminaron sobre sus huellas. Día a día decenas de curiosos se acercaban a la casa para observar la rutinaria vida de los viejos donde cosas tan comunes como cortar el césped o preparar un jerez se habían convertido en espectáculos que atraían visitantes de otros lugares para confirmar el rumor.

- Y ¿Por qué lo hace? – preguntó un grupo de turistas ingenuos que llegaron hasta aquel lugar atraídos por la “Casa televisiva”.

- Por seguridad, muchachos, por seguridad – contestaba radiante el Coronel que se sentía alegre de tener gente las 24 horas del día que viesen su actividad diaria.

Por las noches también la rutina de espectáculos continuaba. Conociendo que el tránsito de peatones disminuiría en las horas nocturnas, el viejo contrató un servicio de internet (del cual no tenía ni la más remota idea de cómo funcionaba) y le pagó a un técnico para que las horas nocturnas de sueño sean enviadas a un servidor streaming en la red. Para hacer la cosa aún más “eficiente”, el viejo usó sus ahorros para pagar una agencia de publicidad web que le permitiese a su canal nocturno de sueño aparecer en avisos de páginas de gran tráfico de visitas e interacción. Como era de esperarse de internet, el viejo resultó todo un fenómeno mediático.

Sentirse observado todo el tiempo lo llenaba de vida y de confianza. El temor ante dejar de existir había ido menguando a medida que más y más gente acudía a observar tan extraña situación. Por momentos, cuando no veía a alguien en el patio de su casa, el viejo salía corriendo por la puerta, gritando y vociferando, intentando llamar la atención de cualquiera que esté cerca de allí para que girase su cabeza y pusiese su mirada en él. Luego de eso, todo volvía a saberle bien.



III

- Vieja ¡VEN APÚRATE! – dijo el Coronel mientras, pálido del susto, veía la pantalla del ordenador.

Sigifreda dejó las coles en la olla, se secó las manos y fue a ver que sucedía ahora. Al acomodarse junto a su enrarecido esposo, observó una cifra en la pantalla que tenía delante de él. La cifra era el número uno.

- ¿TE DAS CUENTA, SIGIFREDA? – dijo exasperado el viejo mientras golpeaba con la punta del dedo la pantalla LCD haciendo que el uno se deforme por breves momentos al ritmo de su ira – Solo una persona nos vio dormir anoche ¡Estuvimos a punto de morir!

- No seas ridículo, Carlos – dijo la vieja cansada de seguir con la misma situación todos los días – Nada nos garantiza que aquel sujeto, dios sabrá desde qué parte del mundo nos ha visto, nos haya mirado TODA LA NOCHE. Pudimos haber seguido durmiendo tranquilos y el solo entró unos minutos a curiosear y nada más.

El viejo pareció no escuchar las palabras de Sigifreda y se llevó una temblorosa mano a la cabeza mientras se rascaba nerviosamente el cabello. Necesitaba más personas, más encargados de velar por su existencia. Si tan solo se volvía a repetir lo de la noche anterior nada le garantizaba que siempre tuviese al menos un vigía. Necesitaba ir al lugar indicado y conseguir a la gente indicada.

A la mañana siguiente, Sigifreda se levantó a las seis de la mañana, como de costumbre, y notó algo extraño. Su marido no se encontraba roncando al costado. Supuso que había ido a la ciudad en busca de más cámaras y salió a regar el jardín como de costumbre. Grande fue su sorpresa que al abrir la puerta principal, un batallón de jóvenes soldados trotaban y formaban en filas rectas encima de su sagrado césped.

- ¡Válgame Dios! – exclamó entre asombrada y enojada.

- ¡Media vuelta derecha! – dijo el viejo Coronel quien ahora portaba su otrora uniforme militar, cargado de medallas como un árbol de navidad - ¡Vamos a pasar revista!

La vieja miró asombrada a los jóvenes de verde que ingresaban uno a uno a la casa mientras el Coronel llamaba sus nombres. La vieja corrió adentro a intentar sacarlos pero los chiquillos solo negaban con la cabeza y decían.

- Lo siento mucho señora, son órdenes desde el cuartel – dijo uno de ellos mientras se paraba recto como un poste al costado del refrigerador.

- Me vale un comino de donde venga tu orden ¡FUERA DE MI CASA! – gritó la vieja con la fuera de sus frágiles pulmones mientras intentaba sacar a otros dos que ingresaban a su baño.

El Coronel, quien ya había terminado de pasar lista a sus soldados, volvió con una sonrisa de oreja a oreja a la cocina y servía dos copas de vino. Una para él y otra para Sigifreda.

- ¿No te parece una idea genial, Sigifreda? – dijo radiante mientras veía a los soldados acomodarse en todos los rincones de la casa, todos posando su mirada en la pareja de ancianos – Así seremos observados todo el día y toda la noche, sin temor a la desaparición.

- ¡TE HAS VUELTO LOCO! – gritó Sigifreda mientras agarraba a su esposo de los costados de la cabeza y abría los ojos como platos – ESA GENTE NO DEBE ESTAR AQUÍ, SON DESCONOCIDOS

El Coronel, quien no entendió la razón de la explosión de furia de su esposa, retrocedió un paso y sacó lentamente las manos de su mujer y las puso a sus costados. Señaló a uno de los soldados y dijo:

- Estos jóvenes son estudiantes de la Escuela Militar. Obedecen órdenes como es normal en cualquier institución castrense. Debido a mi rango y a algunos contactos, pude hacerme con un par de docenas de ellos para que nos observen constantemente y no tengamos que depender de cámaras o líneas de internet. ¡Imagínate el día que se vaya la luz!

La vieja retrocedió incrédulamente unos pasos y se acomodó a ciegas en el sillón más cercano mientras se tapaba el rostro con las manos, como si no diese crédito a los niveles de locura a los que había llegado su esposo.

- Te has vuelto loco, Carlos – dijo como si lo estuviese sentenciando – ya has llegado muy lejos.

- ¿Desea un vaso con jugo de naranja, señora Albornoz?- dijo uno de los jóvenes soldados, quien sin despegarles la mirada directa al rostro, se acercó con una jarra y un vaso.

La vieja se secó una de las discretas lágrimas que caía por su mejilla y recibió el vaso.



Epílogo

- ¡Me niego rotundamente! – gritó el viejo y corrió a encerrarse a la cocina donde cuatro familiares soldados hacían la misma rutina de hace cinco meses. Observarlos todo el tiempo.

La vieja resopló y corrió detrás del Coronel llevándole un volante que promocionaba a un reconocido psiquiatra que estaba de paso por la ciudad durante aquellos días.

- Te hará bien, querido – dijo suplicantemente la vieja mientras intentaba sacarlo por debajo de la mesa – no pierdes nada hablando de tus miedos con él.

- No pienso revelarle esta verdad a alguien que solo intentará convencerme de lo contrario – dijo el Coronel mientras intentaba alejarse de los huesudos brazos de su mujer quien intentaba sacarlo de su infantil refugio – si quiere venir, que venga, pero yo no iré con él.

Dos horas después, el timbre sonó y la vieja corrió a abrir la puerta mientras decenas de ojos la seguían en su trayectoria.

- Aish, no veo la hora en que esos tipos regresen a su cuartel – dijo fastidiada viendo de reojo a los soldados en la sala. Abrió la puerta.

Un sujeto de rostro adusto y porte gallardo entró por la puerta de la extraña casa. Una docena de militares apostados desde diversos ángulos de la sala repitieron al unísono: “Buenos días, señor” mientras la vieja ponía los ojos en blanco y se disculpaba con el médico por la extraña escena.

- ¿Dónde se encuentra? – preguntó el psiquiatra mientras sacaba una libretilla.

- No quiere salir de la cocina, doctor.

- ¿Es tan grave como me lo comentó por teléfono? – preguntó el médico mientras observaba de reojo a los soldados.

- Como no tiene idea…

Sigifreda y el psiquiatra fueron hasta la cocina donde estaba el viejo debajo de la mesa y cinco soldados mirándolo directamente. El médico hizo un ligeros chisteo de incomodidad y se dirigió al Coronel quien no dejaba de gruñir debajo de los manteles.

- Señor Albornoz, he venido a ayudarle – dijo serenamente el psiquiatra.

- ¡NO NECESITO DE SU AYUDA! – bramó el Coronel sin dejar su trinchera - ¡LÁRGUESE DE AQUÍ! ¡USTEDES QUIEREN QUE YO DESAPAREZCA!

- Lo ve, doctor, es demasiado grave – dijo la vieja Sigifreda con lágrimas en los ojos mirando al psiquiatra como su último recurso.

El psiquiatra pensó unos momentos su estrategia evaluando lo extraño de aquella situación. Luego de unos minutos volvió a mirar en dirección al Coronel.

- Señor, me temo que tendrá que enfrentar su miedo aquí mismo – dijo el psiquiatra mirando de reojo a los soldados – se quedará solo en esta cocina.

- ¿Está seguro? – dijo la vieja anhelantemente aguantando la respiración.

- Estoy muy seguro – dijo el psiquiatra- sin un enfrentamiento a sus miedos, jamás podrá volver a tener una vida tranquila y arrastrará a los que lo quieren en su delirio. Hágalo por usted, señor Coronel, pero sobre todo hágalo por su buena esposa quien ha tenido la valentía de aguantarle todos sus delirios.

Habiendo dicho eso, el psiquiatra hizo una señal a los militares apostados dentro de la cocina. Uno a uno, estos fueron abandonando el lugar donde se encerraba el Coronel y este vio incrédulo cómo sus jóvenes soldados se retiraban por la puerta principal. Cuando faltaba uno solo para que allí solo estuviesen el psiquiatra, su esposa y él, gritó.

- Se los suplico, no hagan esto, no entienden que es algo de vida o muerte, necesitamos ser vistos para existir.

- Señor Coronel – dijo el psiquiatra serenamente mirándolo a los ojos – usted solo padece un delirio producto de la intensa vida que ha tenido dentro de su trayectoria militar. El estrés pos guerra es más común de lo que cree y este puede ser solucionado con una sencilla terapia de enfrentamiento de fobias.

- Usted no me entiende, doctor – dijo casi suplicando el Coronel – esto es una amenaza real.

Cansada de oír suplicar a su esposo y ver al psiquiatra razonar con una piedra, la vieja Sigifreda decidió tomar las cosas por su cuenta.

- Oh, demonios, váyase al carajo Carlos, esto solo puede solucionarse de una manera – dijo airada la vieja sorprendida de su arranque de furia.

Sigifreda se dio media vuelta rumbo a la puerta y jaló de la manga a un confundido psiquiatra que salía casi a empujones de la cocina. El Coronel se puso de pie al instante intentando evitar a toda costa lo que ya era evidente. La vieja sacó de un empujón al psiquiatra y, de un salto, salió de la cocina y cerró la puerta lo más rápido que pudo.

Se escucharon una serie de gritos y golpes dentro de la cocina. La puerta sonaba y sonaba una y otra vez, producto de los incesantes golpes del Coronel quien suplicaba que la abriesen pero la vieja se plantó delante de la puerta, indiferente a las súplicas de su marido. Uno de los soldados intentó acercarse pero la vieja lo fulminó con la mirada.

- Ni lo intentes, hijo – dijo serenamente. El soldado retrocedió.

Luego de cinco minutos, los sonidos cesaron y nuevamente reinó la paz dentro de la cocina. La vieja miró al psiquiatra.

- ¿Lo ve? Solo era necesario ponerse fuerte, doctor – dijo la vieja sudando por el esfuerzo de contener la puerta

El médico, arrepentido de haber aceptado ese caso, se secó el sudor con un pañuelo y pidió a la anciana que se retirase de la puerta para poder ingresar y hablar nuevamente con el Coronel. La puerta se abrió, un grupo de curiosos soldados se acercaron a mirar junto con la anciana sin embargo nada los preparó para lo que verían a continuación.

Dentro de la cocina, donde no habían ni ventanas ni otras puertas, yacía todo en su lugar, ordenado e impoluto como de costumbre. Debajo de la mesa, el piso tal y como lo habían visto los últimos treinta años, sin nada nuevo que observar. Revisaron los cajones, el horno e incluso el refrigerador. El Coronel había desaparecido.


BattlegroundHunter.exe

I Tras una breve espera, la explosión se produjo. - ¿Cómo estamos de municiones, Chris? – preguntó Dante mientras acomodab...