jueves, 15 de enero de 2015

El Hombre que nombra




Una leve corriente de aire lo despertó de su profundo sueño.


Tendido en el suelo, por la voluntad de alguna caprichosa divinidad, se encontraba él, sin noción alguna de su propia existencia, presente como un conjunto de órganos en funcionamiento ocupando un espacio en ese lugar.


Luego de abrir los ojos, reflexionó mirando lo infinito que se expandía en el cielo. Le tomó mucho tiempo comenzar a comprender su propio ser. Casi al llegar el final del día, había logrado mover algunos dedos de la mano y reaccionar levemente ante los cambios de temperatura.


Sintió el hambre y la sed, razones que lo obligaron a acelerar su comprensión de sí mismo. Dentro de algunas horas podía mover un brazo, el cuello, hacer algunas muecas y finalmente mover las piernas.


Como una grotesca marioneta, comenzó a mover algunas extremidades al mismo tiempo aleatoriamente como una danza extraña al ras del suelo. Al cabo de algunos minutos logró un avance importante: Sintió que se había desplazado.


Absorto en sus pensamientos, aún sin comprender en su totalidad el origen del desplazamiento, volvió a agitarse en el suelo más frenéticamente descubriendo que el principal motor de ellos era el movimiento de sus extremidades inferiores.


Al tercer día pudo erguirse en dos piernas.


Parado en el centro de una gigantesca estancia, yacía el hombre en medio de un laberinto gigantesco. A falta de enormes muros con intersecciones infinitas, había gigantescas montañas de objetos, tantos como los números podían tolerar. Hora tras hora el hombre recorría los pasillos observando los objetos en silencio sin reconocer ninguno, tan solo podía mirarlos.


El hambre y la sed se hacían insoportables. Pasado el quinto día, el hombre había recorrido cientos de pasillos, algunas veces había llegado a ver una nueva pila de objetos, y en otra, los mismos montones que había observado anteriormente. De manera instintiva comenzó a coger algunos de esos objetos y llevárselos a la boca. Probó muchos por varias horas. Algunos eran de textura suave, otros rugosos. Algunos poseían algún tipo de sabor y otros eran imposibles de romper. Al llegar la tarde, su necesidad de alimento y bebida lo tenían al borde de la locura. Miró hacia otros lados buscando algún objeto que no había probado hasta aquel momento y vio una pequeña esfera roja en el borde de una de aquellas montañas de cosas.


Trepó hasta la parte más alta y la cogió. Con un sentimiento similar a lo que nosotros comprendemos por esperanza, el hombre se llevó el objeto a la boca y lo masticó. La suavidad de su contenido y el abundante líquido en su interior provocaron en el Hombre una sensación que, hasta aquel momento, había sido desconocida: La alegría. Con la esfera roja en la mano, sentado en una de aquellas “montañas”, sintió un repentino remezón desde sus interiores. Algo mágico e invisible empezó a manifestarse dentro de él y, casi sin darse cuenta, unos extraños sonidos comenzaron a salir de su boca, ruidos repetitivos, exhalantes y de sensación agradable. La risa lo tomó por sorpresa.


Asustado, emprendió un rápido descenso llegando hasta el suelo, el cual consideraba seguro e intentó producir sonidos. Ese fue el inicio de todo.


El hombre sabía que pronto sentiría hambre nuevamente, también sabía que necesitaría más objetos como el que cogió para poder satisfacerse, el problema era que, para llegar a ello nuevamente, tendría que volver a probar muchas de las cosas que había cogido con anterioridad. Miró a su alrededor y vio uno de aquellos objetos duros que intentó morder, necesitaba identificarlo, necesitaba darle algún distintivo. Entonces el Hombre inventó el nombre.


Se paró en su propio lugar, temerariamente se acercó al objeto y lo señaló, como una especie de ritual para dar una orden muy importante, con su dedo índice muy cerca del objeto, el Hombre emitió un sonido. Desde aquel momento, ese objeto tuvo un nombre.


Maravillado por su descubrimiento, el hombre echó a correr por los pasillos buscando objetos que podría reconocer con la mirada. Cuando encontraba alguno, se detenía y le daba un nombre. Miles de objetos comenzaron a ser clasificados por el Hombre y poder ser usados en funciones distintas.


Cada objeto que era nombrado le producía una sensación de salvaje placer. Al darle un nombre a todo, poseía el control de lo que veía. En unas cuantas semanas, una gran parte del laberinto había sido clasificado


Ahora no se sentía ni débil ni indefenso. Podía reconocer todo lo que veía, había memorizado todos los nombres. Todo era suyo, nada se escapaba de su control. Pero así como el hombre había conocido el placer, pronto se encontraría con una nueva sensación: la codicia.


Pasaron los años y el hombre ya había ordenado aún más su sistema de nombramiento. Ya no se trataban de gruñidos y gemidos, ahora estos eran estructurados y ordenados. Algunos objetos eran clasificados de manera independiente y otros por parecidos a otros objetos siempre manteniendo la raíz del nombre inicial para que no se escape de su control. Durante ese tiempo, el Hombre había llegado a la conclusión que aquel laberinto era infinito. Esta idea, lejos de preocuparlo, hizo que su ambición aumentase aún más. Si el laberinto era infinito, las montañas de cosas en él también lo eran, y si él podía nombrar cada cosa que viese, lo infinito sería de su propiedad.


En base a aquel silogismo, el Hombre recorrió miles de pasillos más, siempre nombrando y nombrando más cosas. En cada nombramiento estaba el placer de obtener algo nuevo. Se sintió el dueño absoluto de todo, todo en aquel laberinto era nombrable, por lo tanto, todo era de él. O al menos eso creyó.


Una mañana, como tantas otras, el Hombre se levantó del suelo luego de despertar. Erguido bípedamente, comenzó a hacer un inventario rápido de todo lo que estaba en su rango visual. Nada nuevo, todo ello ya era conocido. Satisfecho, echó a andar nuevamente en busca de nuevos pasillos con objetos los cuales iría nombrando a medida que los veía como ya era su costumbre. Por seguridad, dio otro barrido rápido con la mirada en su entorno para confirmar que todo estaba en su lugar, cuando entonces lo vio.


La extrañeza y el desconcierto eran sensaciones que el Hombre había dejado de experimentar hace mucho, pero estas se apoderaron de sí nuevamente. Se acercó a lo que había visto, y con asombro vio que era algo nuevo. La novedad lo atraía, esa era la principal razón de su codicia y obsesión al nombrar un objeto y sentirlo como suyo, pero esto era diferente.


Sintiéndose en un inicio desconcertado por la repentina aparición de aquel nuevo objeto, el hombre se acercó a él con aire triunfal, estaba a punto de ser dueño de una nueva pertenencia. Levantó el dedo e intentó darle un nombre. Pero el nombre nunca existió.


Angustiado ante su falta de ideas, buscó y buscó en su cerebro algún nombre nuevo, pero no existía. Intentó la segunda fórmula que tantos resultados le había dado: asociarlo. Pero tampoco hubo resultado. El objeto era sencillamente innombrable.


Avergonzado, herido en su orgullo y profundamente preocupado, el hombre cogió otros objetos y lo ocultó debajo. Se dio media vuelta y buscó un nuevo pasillo qué recorrer.


Para su gran sorpresa, si pudo nombrar los demás objetos nuevos que había ido viendo durante aquel día. Para la llegada de la tarde, otro tanto de nuevas cosas habían pasado a su disposición. Satisfecho nuevamente por su ejercicio de poder, el hombre volteó hacia atrás y vio que, a lo lejos, estaba el pasillo que lo conectaba con aquel objeto innombrable. Por más que intentó, en ese segundo intento tampoco pudo darle un nombre. Doblemente humillado, cubrió nuevamente el objeto de su vista.


No pudo dormir bien. Durante la noche, los sobresaltos eran continuos y por su cabeza no dejaba de pasar la figura de aquel objeto innombrable. Se obsesionó y angustió a la vez. Ya no era el dueño de todo, había algo que escapaba de su capacidad para nombrar. Pensando en ello, de pronto sintió el pánico ¿y si no era el único objeto?


Trepó por una de las pilas de objetos más grandes que estaba cerca hasta su cúspide y vio que el laberinto se perdía en el horizonte con infinitas montañas de objetos. ¿Y si mientras iba explorando más allá se encontraba con pasillos llenos de objetos que no podía nombrar? El miedo llenó su mente. Desesperado, comenzó a bajar de aquel gigantesco montículo cuando de repente, una pisada mal hecha hizo que se precipitara al suelo en medio de una lluvia de cosas.


Se levantó frotándose las partes adoloridas y miró al suelo sin saber que hallaría la solución a su problema. En el piso, miles de fragmentos yacían desperdigados. Fragmentos que venían de objetos que antes habían estado íntegros, pero que por culpa de la caída del Hombre, estos se habían quebrado.


El hombre jamás había visto un objeto roto, por lo tanto le dio un nombre rápidamente. Como no pudo reconocer todos los pedazos de los diferentes objetos, le dio un nombre general a todas las piezas quebradas, pasando a ser un nuevo grupo en su clasificación. Al pensar en ello, levantó la cabeza rápidamente y miró en dirección al objeto innombrable. La solución era muy simple: Tenía que romperlo.


Sabía que, al romper el objeto innombrable, el nombre que le daría a sus despojos sería el mismo que recibiría los despojos de cualquier otro objeto, por lo tanto, este pasaría a ser suyo. Y esa también sería la solución a problemas similares en el futuro.


Visiblemente alegre, el Hombre cogió el objeto innombrable y lo estrelló en el suelo. Cientos de pequeños pedazos se regaron por el suelo y su sonido retumbó por toda la habitación. Extasiado, el hombre lo señaló y lo nombro. Ahora sí estaba satisfecho.


Sin embargo el sueño tampoco fue plácido. Tenía pesadillas con aquel objeto que fracasó al nombrar en la primera vez, sabía que había cometido trampa al sentirse impotente por no poder encontrar un nombre. La duda lo corroyó todos los días siguientes. Había dejado de recorrer pasillos nuevos, solo se concentró en aquel objeto falsamente nombrado por su transformación. Finalmente se rindió.


Angustiado, dejó de comer y beber. Solo se recostó en el suelo pensando en cómo había fracasado su lenguaje. No había sido posible nombrar todo y ello había desafiado toda comprensión suya posible. Necesitaba reinventarlo todo, reconocerlo todo, empezar todo nuevamente para evitar fallos como ese.


Tendido en el piso, el hombre se durmió por un gran tiempo. Suficiente como para olvidarse de todo lo aprendido y algún día volver a despertar para reinventarlo.




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