miércoles, 11 de febrero de 2015

Hey, teníamos un trato!



Para nuestro décimo aniversario matrimonial, Ana había reservado un cupo en uno de los restaurantes más elegantes de la ciudad. Ciertamente ello no me hacía ninguna gracia puesto que yo siempre he sido un hombre que prefería la sencillez al lujo, pero diez años de matrimonio (y cinco de noviazgo) me habían enseñado a mantener la boca cerrada a fin de evitar un conflicto y pasar una tarde tranquila sin molestias, esperando que el pago a plazos serene un poco mis nervios a la hora de ver mi estado de cuenta más tarde. Generalmente eso no sucedía pero el placebo estaba allí.

Ana se retrasaba una hora, algo que me traía completamente sin cuidado puesto que sus retrasos eran tan usuales como las deudas en mi casa. Al llegar a la segunda hora tuve una ligera preocupación que me dejaba en una agradable confusión: Si Ana llegaba, ya era hora de despedirse de aquel estupendo Picasso que hace meses había visto en aquella galería de arte. Si Ana no llegaba, bueno, el número de la galería estaba en su billetera.

Mientras me imaginaba a mí mismo taladrando la pared para poder ubicar el cuadro encima de la chimenea, Ana entró apresuradamente al restaurante, con un rostro muy serio y solo atinó a decir “hola cariño” con la dulzura de un sargento.

Acostumbrado a su bipolaridad, me apresuré a pedir la carta pero Ana ya se encontraba ordenando los pedidos, sí, ambos, al mozo. Exhalando, más con resignación que incomodidad, me acomodé en la silla e intenté comenzar la conversación.

Por alguna extraña razón que luego comprendí, Ana parecía estar escuchándome mucho menos de lo usual. Intente hacer algunas bromas, conversar algo de arte, algo de política pero era imposible. Ana solo se encontraba mirando la entrada del restaurante. Cuando llegaron nuestros pedidos cenamos en silencio. Más que un aniversario de matrimonio esto pudo haber sido un funeral, y luego vi que aquella realidad no estaba tan lejos.

El siguiente acto que me tomó completamente por sorpresa, pero así, con una sorpresa extrema, fue el siguiente. Mientras el mozo contabilizaba las órdenes en nuestra mesa, yo sacaba mi billetera al mismo tiempo que veía los rostros de Basadre mirándome desconsoladamente, deseando, más que nada en este mundo, irse con el dueño de la galería de arte, Ana había sacado su propia billetera (Sí, la suya propia). Me creerá el lector que muy pocas veces he visto aquella billetera, es más, creo que he visto más veces el Halley que aquella bolsa de cuero marrón, y pagó la cuenta.

Aún mudo del asombro, me dispuse a agradecerle la “invitación” pero antes de que pueda abrir la boca, Ana había comenzado a llorar.

Se deshizo en llanto y lloró amargamente en mi hombro. Decía que ya no era el mismo, que era muy frío, que lo nuestro no daba para más, que no nos permitíamos muchos lujos, que nada cambiaría y, finalmente, que tenía un amante.

Todos los reclamos anteriores me los sabía de memoria y en el mismo orden, Ana poseía la misma base de datos para los reclamos en un formato único, pero lo del amante me cuadró tres segundos después.

Debo admitir que no me enojé tanto como esperaba. Saqué a Ana de mi hombro y vi un amasijo de maquillaje por litros, deformes por los surcos de las lágrimas, pero no me conmoví. Si bien Ana no era lo que quería, era lo que tenía y cualquier incursión hacia ella era un casi un atentado contra mi patrimonio (y estoy seguro que yo también fui “patrimonio” para ella).

Intenté no ser rudo (no había cómo en ese lugar) por lo que resolví conversarlo en casa, alejados de aquellas personas que ya se acomodaban en sus asientos, prestos a gozar del espectáculo único que brinda una pareja peleando en un restaurante, pero ella se negó. Aquí vino el segundo golpe.

Ana no quiso que nos fuéramos. Cuando puse mis manos en el respaldar de la silla para incorporarme, llegó el mozo trayendo una botella de vino… y tres copas. Me senté inmediatamente intentando darle significado a ello, pero la respuesta llegó más rápido que mi sinapsis.

Un hombre alto y de buena presencia, aproximadamente de unos cuarenta años, había retirado una de las sillas de nuestra mesa y se sentó entre nosotros, destapó el vino y lo sirvió en las tres copas. Cuando Ana lo cogió de la mano supe que el vino era muy bueno.

El hombre se presentó. Su nombre era Raúl y era oficial de la marina, había conocido a Ana en una de las reuniones que daban sus amigas del club y tenían cerca de cuatro meses de “noviazgo”.

Mientras el hombre contaba los pormenores de su relación con mi esposa (demonios, tengo que pedir el nombre de este vino), yo solo sorbía silenciosamente mi copa mirando distraídamente los residuos en la base. Raúl dijo que se sentía profundamente apenado por lo sucedido y que estaba dispuesto a correr con todos los gastos del divorcio, muy aparte de dejarme una generosa compensación por lo problemas ocasionados, y que hoy mismo estaría presente en nuestra casa con un equipo de mudanza para que Ana pueda llevarse todo lo que “legalmente” le correspondía y, en caso que se lleve algo que para mí fuese indispensable, Raúl lo repondría en efectivo en aquel mismo instante, incluso me dio su número de celular.

Un tanto confundido y no tan triste como esperaba, asentí y salí con rumbo a mi hogar acompañado de Ana. No nos dijimos nada en el taxi ni dentro de la casa. Ella fue a la sala y yo me quedé en nuestra habitación, mirando el techo recostado en nuestra cama.

Una furia súbita creció dentro de mí y lancé las cosas de Ana al piso, al fin y al cabo, las joyas de fantasía que le compré ni se molestarían en llevar. Pensé en que me habían visto la cara de idiota, que se llevaban a mi mujer aun buen postor, que arruinaban mis diez años de matrimonio, que tanto tiempo era para nada.

Luego de botar algunas lágrimas de furia comencé a consolarme. Bueno, al menos solo han sido diez años (y cinco de noviazgo, acotó mi mente), yo había leído de matrimonios mucho más antiguos que se habían quebrado de maneras más horrendas.

Pensando en ello, escuché el claxon de un camión estacionado delante de mi casa. Me incorporé, me dirigí a la ventana y vi a Raúl con mi esposa, dando las indicaciones a los sujetos de la mudanza para que se lleven ciertas cosas.

Observé atentamente a mi esposa. Ya no era la misma de antes, pese a que no teníamos hijos había engordado mórbidamente. Miré a un costado y vi una foto de nosotros, la diferencia en ella era abismal. Mientras en la foto estaba una versión mucha más joven de mí, pero con aspectos muy similares, Ana del pasado y Ana del presente era otra historia.

Luego pensé en lo terrible de su carácter, Dios, no creo que haya habido otro hombre que la aguantase (pero sí lo había, fíjese), también estaba su pasión desmedida por las joyas y los lujos como Smaugg del Hobbit (hasta puede que hayan pesado lo mismo). Por primera vez me fijé en su tocador. Una centena de pomos repletos de polvos, pintalabios, rizadores, cremas, etc, como mesa de alquimista medieval, eran los encargados de fabricarla por las mañanas ¿Cómo habrá sido Ana al despertarse? Nunca me había dado cuenta puesto que trataba de no soportar sus quejas sobre lo vieja que se estaba poniendo (sin duda a la espera de un halago).

Fui paseando por la habitación y al encontrar su armario, lo abrí. Allí estaban mi colección de lujo sobre la mitología lovecraftiana, mis cuadros que alguna vez pude comprar, mis enciclopedias, mi nuevo saco, mi gabardina, etc. Todo bajo la forma de vestidos, blusas, zapatos y una centena de otras cosas que había tenido que ir a comprar por complacer “algunos” caprichos.

Sentí como en el primer piso las cosas iban siendo removidas y trasladadas al camión, pero luego recordé que Raúl pagaría todo y, por alguna extraña razón, confiaba en que sí lo haría. Se veía un tipo de palabra.

Quizás al fin y al cabo deshacerme de Ana no sea tan malo, pensé. Quizás ahora si pueda comprarme todo aquello que me gusta: mis discos, mis libros, mis sacos, mis camisas, etc. Por otro lado, Raúl me dijo que esta misma tarde le giraría un jugoso cheque a su cuenta para que ambos se olviden del asunto y que todos los papeles del divorcio serían tramitados por él. Menudo detalle, yo odiaba la burocracia.

Notablemente más alegre, comencé a pasear por el segundo piso pensando en que mañana mismo mandaría a que lo remodelaran a mi gusto. Donaría las cosas que quedan de Ana para convertir esa habitación en mi biblioteca personal. Al terminar la mudanza me iría a la ferretería a comprar algunos clavos para poner los cuadros que Ana había mandado al sótano por ser feos (Bueno, no a todos les gusta el arte británico de la posguerra) en los lugares más visibles de la casa. La televisión sería completamente mía y la conexión a internet estaría dispuesta exclusivamente para mis gustos (nunca olvidaré el día en que tuve que detener una videoconferencia porque la red no se daba abasto suficiente para el Skype y la novela brasilera de Ana. Terminamos viendo la novela) y finalmente estaba aquel estupendo Picasso.

En circunstancias normales, Ana me hubiese despellejado por “tirar a la basura” tanto dinero, pero ahora me valía tanto como pisar una galleta. Aquel Picasso me hacía ojitos cada vez que pasaba por la galería y, cuando fue puesto en venta, me juré comprarlo. Claro que para ello tendría que pasar por la aprobación de Ana pero hoy era tan rebelde como un quinceañero.

Riéndome como un maníaco fui por mi celular hasta la sala para llamar a la galería de arte y solicitar que me guarden aquel sublime Picasso cuando un grito de llanto inundó la casa. El sonido provenía de la entrada de mi casa.

Al llegar a la entrada, vi a Ana sentada en el suelo con sus maletas cubierta en lágrimas y, exigiendo, que le traiga un pañuelo y chocolates. La ignoré y sentí un incomprensible miedo.

Salí al exterior y vi al camión de mudanza, junto con los asistentes que, tan perplejos como yo, miraban hacia uno y otro lado buscando a la misma persona. Las cosas de Ana estaban en el camión y solo faltaban unas pocas dentro de la casa.

Asustado, quizás por sentir que pensé demasiado alto, que alguien más había leído mis pensamientos sobre diez años de experiencia con Ana, y, sobre todo, porque probablemente no volvería a ver mi Picasso, cogí vehementemente el celular y marqué el número de Raúl. Cuando sentí que contestaron la llamada, grité.



- Hey, teníamos un trato!





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lunes, 2 de febrero de 2015

La máquina del fin del mundo




I

IMPORTANTE: PARA ENTENDER ESTE CUENTO ES NECESARIO HABER LEÍDO EL CUENTO "EVA" PUBLICADO EN ESTE MISMO BLOG. Has click AQUÍ si deseas leer "EVA"

Lo llamaban: El Coleccionista.

En su incontable lista de aventuras se encontraban viajes tan largos como la física pueda describir, aún con cierta dificultad. Algunos habían demorado algunos años solares; otros, milenios enteros, pero el tiempo es relativo a quien lo percibe. La angustia sería un efecto obvio si planteásemos un viaje de tal duración a una criatura que no supere los cien años de existencia.

- ¿Me hiciste viajar toda mi vida por un trasto viejo? – preguntó esta hipotética persona sosteniendo un cubo con sus arrugadas manos y un rostro barbudo y desconcertado.

El Coleccionista sonrió repentinamente ante aquella jocosa situación imaginaria, miró el tablero de su nave y vio que todo andaba normal. Siguió pensando.

Era justamente el tiempo aquello que menos le preocupaba. Lo tenía de sobra y, lo que es mejor, lo utilizaba para cumplir una gran afición: El coleccionar objetos raros a lo largo del universo.

Seas humano o seas habitante de una civilización perdida en las estrellas, el prejuicio será siempre el mismo.

- ¿Coleccionista? ¿No tienes algo más productivo que hacer?

Hacía ya años que había dejado de importarle esos prejuicios. Ahora, el arte de coleccionar objetos, había formado el eje central de su vida y no lo iba a cambiar por nada en el universo… o de otros universos más.

Había viajado cerca de trescientos años solares buscando una reliquia que, según muchos habitantes de su planeta entendidos en el arte del coleccionismo, aún se debatía entre el mito y la realidad. Pero no importaba, El Coleccionista siempre obtenía lo que quisiera, por más difícil que pudiese ser encontrarlo o transportarlo, ninguno de sus objetivos había escapado de su agudo sentido de la detección ni de su fiel nave que, por tantas glorias y penas, lo había acompañado a lo largo de sus travesías.

El Coleccionista levantó la vista y miró por la ventana principal de la nave, Un infinito manto de estrellas se revelaba ante él, sin dar indicios de la existencia de algo más que el vacío. De rato en rato destellaban pequeñas luces y, trazando una larga cola, se perdían en las profundidades del universo. Probablemente estrellas fugaces o compañeros viajeros.

Bajó por las escalerillas metálicas que se encontraban en la cabina del piloto y se sentó en una especie de sala con sillones plateados y varios paneles. Dejó la cabina en piloto automático.

El Coleccionista activó uno de los paneles y una larga lista celeste se desplegó en tres dimensiones delante de él. El Coleccionista contó cada uno de los objetos que había conseguido estos últimos tres años. Especímenes de vidas extrañas, trozos de planetas desaparecidos, vehículos extravagantes, arte de civilizaciones desaparecidas, sonidos grabados en soportes extraños, colores inimaginables, minerales exóticos, etc. Bajó la vista mientras iba viendo el “check” azul que había al costado de cada nombre, lo que indicaba que el objeto ya se encontraba en sus almacenes a la espera de un comprador interesado o un cambio por otra cosa de su interés. A medida que iba bajando llegó hasta la parte final donde brillaba el último nombre: La máquina del fin del mundo. Este no tenía el “check” azul.

Había sido un reto titánico encontrar la localización de “la máquina del fin del mundo” puesto que, del lugar donde venía, se asumía que su existencia era un mito ya que solo su planeta era poseedor de tecnología de vanguardia y ninguna otra criatura en el universo podría haber creado algo tan magnífico. El Coleccionista no se dejó llevar por la sabiduría popular y pasó días y noches buscando a los pilotos de las naves que habían visto “la máquina del fin del mundo”. Algunos lo recibieron gustosos, otros no quisieron hablar del tema. Ninguno había pasado cerca de ella puesto que se temía que hubiese vida hostil por lo que se habían mantenido a una distancia de centenas de kilómetros, sin darle mayor importancia.

Al final, juntando toda la información posible sobre “la máquina del fin del mundo”, El Coleccionista trazó algunas coordenadas en el ordenador de su nave, orientándose hacia las posibles zonas donde se encontraría dicho objeto. Había marcado quince posibles zonas. Visitar catorce de ellas ya le había tomado trescientos años.

No podía evitar sentir un ligero desasosiego por tanto tiempo invertido en dicha empresa. Él sabía que, en esos trescientos años, pudo haber conseguido muchas reliquias más y venderlas a un muy generoso precio, pero los rumores sobre la máquina lo habían obsesionado tanto que no se detendría hasta llevarse la máquina con él, algo que, sin duda, lo haría inmensamente rico y famoso.



II

El Coleccionista dormitaba plácidamente en su asiento de piloto cuando un indefinido timbre lo despertó de golpe. Maldiciendo primero al timbre por haber interrumpido su sueño y bendiciendo la nave entera por haberlo despertado después de enterarse de la razón, El Coleccionista se incorporó y accionó la apertura de la ventana principal que estaba delante de él: el espectáculo fue inmenso.

Una plataforma gigantesca, miles de miles de veces más grande que la nave del coleccionista, se encontraba flotando a la deriva en el espacio. Pese a la gran antigüedad que se le atribuía, aún estaba en funcionamiento. Prueba de ello eran las innumerables luces que aún parpadeaban en los costados de esa colosal nave, como guiñando provocadoramente al coleccionista a que se interne en sus secretos.

El Coleccionista no pudo ver la parte superior, puesto que se encontraba casi al nivel de la base de aquella plataforma, pero divisó una escotilla de entrada en un extremo alejado. Operó algunas luces en su cabina de piloto y calculó el diámetro de aquel agujero. Era lo suficientemente grande como para estacionar su nave.

La nave cruzó a toda velocidad el vacío existente entre su emplazamiento inicial y el agujero y, al cabo de unos minutos, se encontraba dentro de la gigantesca máquina. El Coleccionista bajó extasiado de su nave, admirando la ominosa ingeniería de una raza tan distinta a la suya.

Las horas pasaron con El Coleccionista recorriendo los interiores de la gran máquina. Todo por dentro estaba enchapado en metal, presumiblemente algo que ellos conocían como “acero” pero que en su planeta se llamaba “Haxor”, una aleación rústica creada miles de años atrás y que había quedado obsoleto con el descubrimiento de nuevas aleaciones. Los circuitos estaban operativos y aún había una gran cantidad de oxígeno dentro de la nave. La gran pregunta era ¿Quién la pilotaba?

Luego de continuar su investigación, mientras anotaba todo ferozmente en una memoria portátil, resolvió su duda al llegar a una gran estancia. Estaba llena de pequeñas habitaciones con objetos de uso cotidiano. Las sillas, camas, mesas, televisores, estantes, computadores, entre otros, se agrupaban ordenadamente, conservando aún sus funciones diarias. El Coleccionista siguió caminando.

Al doblar una esquina de aquel laberíntico recinto, dio con lo que parecía ser el corazón de la gran máquina: la cabina de los pilotos.

Como lo había supuesto al inicio, tamaña nave no podría ser pilotado por una sola persona, descubrió el gran panel que repartía la vida dentro de aquel colosal aparato. Observó los sillones repartidos en espirales, cada uno con una consola propia, las luces parpadeantes, los indicadores de dirección, los refrigerantes, la calefacción, etc. Ahora todo estaba vacío.

El Coleccionista quería ir a la superficie pero no sabía cómo. Buscó por largos minutos alguna entrada pero no halló nada similar. Al cabo de un momento regresó a las grandes habitaciones donde los pilotos descansaban mientras otros hacían sus labores de turno. Paseó hasta el final de los cubículos y halló lo que buscaba.

En la gran habitación del lado había muchas escaleras mecánicas que conectaban con la superficie, o así lo dedujo El Coleccionista al observar que la luz caía en el suelo como innumerables hojas a los pies del pasto en un otoño cruel, pero con la promesa de la primavera. El Coleccionista subió a una de ellas y presionó el botón de subida. Con un quejido mecánico, la escalera se accionó y, lentamente, El Coleccionista fue emergiendo hacia el exterior. Había algo muy raro en todo ello.

No encajaba nada con lo que sabía sobre “la máquina”. Los años que había pasado estudiando los mitos sobre “la máquina” le revelaban una gran ciudad artificial flotante hacia un rumbo desconocido con una gran población en ella, ignorante de su destino. Lo que él veía ahora era sólo un gigantesco bosque.

Millares de árboles de gruesos troncos, frondosos y robustos, poseían casi toda la superficie de “la máquina”. A duras penas, El Coleccionista se fue abriendo paso entre las ramas y troncos caídos en aquel suelo, en parte metálico y en parte con arena artificial. Ajustando un poco la vista pudo observar vehículos de transporte humano en un estado de abandono total, grandes edificios ahora utilizados como varas para una gigantesca vid, plazas y pasajes cubiertos por un gran techo de hojas y la gran cúpula sostenida por vigas metálicas en forma de arco que tenía en el medio un gran foco incandescente que brindaba la luz del día. Ahora estaba en un estado precario y cubierto de musgo por algunas partes y de enredaderas por otras.

Algo muy resaltante en todo esto era que no se apreciaba la presencia de lo que hubiesen sido sus habitantes, la ciudad estaba completamente deshabitada, sin restos humanos de sus anteriores habitantes. Quizás se desintegraron en polvo por el paso de los años, pensó El Coleccionista

Aún en aquel estado, El Coleccionista no podía estar más alegre: Ganaría una inmensa fortuna y una fama en niveles que no podría imaginar. Alegremente, tarareando una melodía, se internó en aquellos pasajes hechos de ramas y hojas mientras intentaba sacar cuentas si le saldría más rentable venderlo por partes o de manera íntegra. Tendría que empezar por revisar cada recinto de aquella gigantesca ciudad-bosque flotante. Busco con su mirada algún edificio que sea de acceso parcial (la cantidad de ramas era increíble y dificultaba el paso) y lo encontró. El Coleccionista se paró frente al edificio y leyó el rótulo que había en la puerta. Decía “Edificio Kapa”.

Luego de comprobar que el ascensor estaba obstruido (presumiblemente algún gran helecho se había colado dentro del sistema), El Coleccionista optó por subir usando las escaleras. Revisó habitación por habitación intentando ver objetos de valor. Encontró muchos y los fue inventariando. Finalmente llegó al vigésimo piso y abrió la puerta, una de tantas que había abierto aquel día.

Al ingresar a aquella empolvada vivienda, El Coleccionista reparó en algo curioso: No estaba inundado de ramas ni hojas, muy por el contrario, se encontraba sumamente ordenada. Si él no hubiese sabido de la desaparición de aquella raza, El Coleccionista hubiese jurado que alguien aún vivía allí.

Revisó los cajones, los armarios, la despensa y los estantes. El Coleccionista contabilizó en la mente todas aquellas posibles ganancias. Dio un último vistazo a la vivienda y reparó en que aún no había revisado una de las habitaciones. El Coleccionista ingresó.

Al abrir las puertas el corazón le dio un vuelco. Había alguien allí.

El Coleccionista sacó su arma y, lentamente, se fue acercando a aquella silueta. Era una especie femenina y se encontraba sentada en un sillón, mirando por una gran ventana el inmenso paisaje verde que estaba ante sus ojos. En el borde de aquella ventana, había un recipiente con un gran helecho que se desplomaba hacia afuera en un sinnúmero de hojas y ramas, como el agua que escapa de un recipiente lleno, mojando el piso y expandiendo su humedad. Por alguna extraña razón, El Coleccionista supo de donde vinieron todos aquellos árboles.

Giró su arma, a pocos pasos de la silueta, y de golpe se puso frente a ella. Había llegado muy tarde, mil años de tardanza.

La anciana estaba muerta. El Coleccionista la miró atentamente y, consternado, se preguntó por qué justo ella se quedó intacta dentro de aquella selva flotante. Vestía un vestido con estampas de flores, cabello suelto y alborotado, gafas gruesas y aún quedaba la expresión de una sonrisa. El Coleccionista miró sus manos, sostenían algo.

La mujer sostenía un cuaderno pequeño, algo que El Coleccionista sabía que lo llamaban “diario”, una especie de memoria de incidencias y anécdotas. Lo tomó y lo leyó. En la portada decía: Eva.





III



La nave iba a miles de kilómetros por segundo, rumbo a su planeta natal.

El Coleccionista había vuelto a poner en piloto automático la nave mientras tomaba un baño reconfortante. Las últimas horas habían sido muy intensas.

Conoció a Eva y se sintió dichoso por ello. Conoció su historia y su sufrimiento. Lamentablemente no vivió lo suficiente como para ver su sueño cumplirse pero para eso estaban los verdaderos amigos, para terminar de concretar sus ilusiones. Kitty se había encargado de ello.

Eva había fallecido hace más de mil años, completamente sola. Pero ella no se sentía así. La sociedad que la había “creado” no reparó en los profundos daños colaterales que tendrían sus ambiciones y pronto llevarían al fracaso otros planetas al llevar una cultura que estaba demasiado sumida en la corrosión de la avaricia. Por suerte, Eva no siguió aquellos pasos. ¿Qué quería Eva? Era simple. Un amigo.

El Coleccionista leyó por varias horas aquel diario, sentado a los pies de la difunta Eva, conmocionado por su experiencia y admirado por su tenacidad. Eva había optado por vivir la soledad de su sueño a la compañía de un engaño. Y eso fue lo que cambió todo. Ahora “La máquina del fin del mundo” era un gran bosque flotante, una promesa en órbita que les recordaba a los habitantes del universo, a todos ellos, que ni siquiera el más grande de los ingenios mecánicos podía frenar la libertad, y tanto Eva como Kitty habían vivido el mismo cautiverio. Ambas por los hombres.

Pero ahora Eva era libre, y Kitty también. Y así deberían permanecer por toda la eternidad. Cerró el diario y supo lo que tenía que hacer.

El Coleccionista salió de la ducha y se dirigió al panel con la lista de reliquias en tres dimensiones. La activo y fue hasta el final. La decisión que tomaría sería de una importancia vital ya que muchos otros buscadores de tesoros harían pedazos aquel lugar por saquear la memoria de Eva.

Donde brillaba el nombre “La máquina del fin del mundo” puso la etiqueta que decía “Inexistente”.




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SOUNDTRACK:


BattlegroundHunter.exe

I Tras una breve espera, la explosión se produjo. - ¿Cómo estamos de municiones, Chris? – preguntó Dante mientras acomodab...