sábado, 16 de julio de 2016

La Cita (Primera Parte)



Dedicado al 7224 por brindarme los mejores

años de mi vida.




I



- Oh vamos, solo por una última vez – dijo Jordan mirándome aprehensivamente con una hoja de papel y un lápiz – te prometo que será solo la última.

Levanté la mirada y vi su rostro suplicante por un último favor, volteé y vi la ventana del aula. Aun había gente afuera y el ruido indicaba que el recreo daba para unos diez minutos más. Volví a concentrarme en mi dibujo.

- Esta vez no será gratis – dije indiferentemente haciendo trazos en mi boceto – te costará.

Jordan me miró sorprendido. Su rostro adolescente, erosionado por el acné, copete de pato en el cabello y dientes de roedor formaron un gesto que indicaba indignación y resignación. Cuando se es escolar, la situación financiera no es muy agradable que digamos, sin embargo, había excepciones.

- Soy tu amigo… - comenzó.

- Ahora eres mi cliente – le dije poniendo el lápiz en la carpeta y mirándolo al rostro.

Jordan, aun sorprendido, sacó sus escazas monedas del bolsillo y las puso en mi mesa.

- Es lo que tengo – dijo.

- Es suficiente – dije

La plata brillaba en la mesa, casi tanto como las esperanzas de Jordan. Tomé el dinero y comencé. Aún tenía cinco minutos… y era suficiente.



II

Oh, señores. Ser escolar no era fácil, y ser de una escuela nacional, mucho menos.

Yo había llegado de otra escuela a inicios del año por razones que no vienen al caso y en este nuevo lugar había conocido la mismísima casa de Mefistófeles. Aquí es, como muy sabiamente me advirtió “El Fijol”, el lugar “donde se hacen los hombres”. Peleas, rabietas, insultos, apuestas y, sobre todo, un festival de hormonas masculinas.

Se dice que al llegar a los quince, tu cuerpo sufre un severo desajuste, trasladando el cerebro de la cabeza a la cintura (toda una proeza de la anatomía) y en efecto así era. Chicos mirando chicas nuevas en los recreos, chicos intertanto torpemente, con la delicadeza de un Neanderthal, ligar con muchachas juguetonas y ambivalentes, chicos expertos en el arte del mataperrismo a niveles olímpicos que poseían la habilidad prodigiosa de incluir comentarios sexuales hasta en las conversaciones más apartadas del caso. Y luego estaba yo.

No era que fuese el gran “ganso” de la escuela ni el pendejo más laureado de la zona pero estaba en el rango de lo que mis compañeros consideraban “fastidiable”. Excesivo de carnes, temperamento apacible y polilla de libros, no encajaba en un mundo donde Darwin podría haber escrito sin problemas un segundo tomo de su obra.

¿Qué hacía yo? Bueno, solo sobrevivir. Al inicio me fue muy complicado. Yo no sabía que había normas tácitas en el aula como “jamás avisar sobre los deberes al maestro” o “dar la hora real para el recreo y salida”, sinceridad que llevé a cuestas y me acompañó a los baños donde me llovían lapos y mochilasos. Luego de adaptarme, tenía que defender ferozmente mi integridad física y mental. Al inicio solo me quitaban mis almuerzos y al final ya ni sabía lo que era probar bocado en el colegio. Pelear era inútil, aquellos gorilas eran doctos en las artes marciales callejeras de cono, pero pronto supe donde estaba su debilidad. Las mujeres.

Ante esto es mi deber aclarar que no poseo la belleza de un Adonis ni la gracia de un sofista (siempre tuve una timidez patológica) pero tenía algo mejor: Una buena pluma.

No seré el genial César Vallejo ni el imprescindible Neruda pero para un grupo de chicos de colegio cuyo mérito más grande era leer las onomatopeyas de las revistas pornográficas, yo era el bendito Sófocles. Todo comenzó una mañana.

- Oe – dijo Ricardo “La Tortuga” – ¿han visto a la nueva de la sección D? Está allí, ya va a entrar con el pelado Márquez.

Un conjunto de cabezas atraídas por la lujuria miraron en dirección a las escaleras. La muchacha en cuestión había llegado al colegio hacía unas dos semanas y había atraído tantas miradas que era un milagro que su blusa no esté agujereada.

- ¡Está muy buena! – dijo Raffa irguiéndose encima de todos como un mico en celo – un par de botellas en la tienda del Chicho a que la invito a salir.

Todos rieron estruendosamente. Al fondo se escuchó un silbato apurando a los demás a entrar a las aulas. Seguimos.

- ¡Qué vas a poder! – dijo Beto arrojándole una papa frita de su hamburguesa, tatuándola de mostaza y mayonesa en un extraño Ying Yang – ¿Ya te olvidaste como te dejó “La Carlita”?

Sonó un “Uhhh” en general. Yo reí y me llevé otro bocado de palomitas a la boca. Seguí mirando.

- Eso pasa porque eres un cavernícola, Raffita – dijo Alan señalándolo con un dedo manchado en Yogurt – “La Carlita” era una chica romántica y tú solo conocías la cabina de internet. Yo sí sé cómo tratar a una dama.

- ¿Qué es cavernícola? – preguntó alguien a modo de susurro.

- Qué se yo, pregúntenle al “Lentes” – dijo otro haciendo un gesto hacia mí.

- “La Carlita” es pasado, Betito, yo sé que ahora puedo ligarme a cualquiera y la nueva caerá – dijo triunfalmente Raffa devolviéndole la papa a Beto con una canasta directa a su bolsa de snacks – Apostamos ¿O temes?

Beto se puso de pié en el medio y un ambiente de tensión se generó en el grupo que siempre se reunía debajo del estrado de formación (lugar donde usualmente al último revisaban los auxiliares para comprobar si habían chicos ocultos para extender su recreo) y le extendió una mano desafiante a Raffa.

- Trato hecho Raffita – dijo serenamente Beto con las llamas del desafío ondeando en sus pardos ojos – ¿y qué te parece si le añadimos cien luquitas para aumentar la diversión?

Raffa tartamudeó pero se calló al instante. Cien soles era demasiado y el atrevimiento de Raffa le pasaría factura, sin embargo, en el 7224 retroceder a un desafío era algo penado por la ley popular con el exilio social.

- Dale – dijo sécamente Raffa estrechando su mano y calculando sus posibilidades que, obviamente, eran pocas.

Sonó un silbato y la puerta se abrió repentinamente.

- ¡Muchachos del demonio! ¡El recreo acabó hace diez minutos hoy se quedarán a barrer todo el segundo pabellón! – gruñó la instructora blandiendo una regla de madera como una porra y puso a prueba nuestras habilidades de evasión.

Mientras corríamos hacia el salón, le jalé la chompa a Raffa y me armé de valor para dirigirle la palabra a uno de los bravucones más problemáticos del salón.

- ¿Quieres ganar la apuesta?- dije e inmediatamente me arrepentí por mi atrevimiento, sin embargo continué – Yo puedo hacer que la chica nueva se enamore de ti.

Raffa se detuvo, me miró incrédulo como estando a punto de aceptar pero finalmente volvió a la cordura y carcajeó estruendosamente.

- Jajajajaja ¿En serio? ¿Un ganso como tú que no ha tenido novia me va a decir a mí cómo debo hacer mis cosas? – dijo entre carcajeos el bravucón pero no me inmuté - ¿Quieres que te haga comprar otro par de gafas cierto?

- Beto te ganará, tú no eres rival para él – dije intempestivamente y de nuevo me arrepentí por mi atrevimiento – pero yo te haré ganar a ti.

Ni sabía por qué lo hacía, solo pensé que sería bueno ayudar a Raffa a cambio de nada, pero Raffa no se lo tomó así. Me cogió de la chompa y me estampó en la pared.

- ¿Quieres que te mande a la enfermería, verdad? – dijo mostrándome su calloso puño a milímetros de mi chata nariz.

- Solo dale esto y ponle tu nombre… - gimoteé a causa de mi falta de oxígeno ya que Raffa me estaba asfixiando – cuando necesites otro búscame nuevamente.

Raffa cogió el papel que le extendí, me soltó y leyó entre líneas.

- ¿Qué es esta basura? – dijo arrugando la hoja.

- Es un poema, lo escribí yo y suelo hacerlo muy seguido – dije frotándome la garganta – estoy seguro que a ella le gustará porque es amante de Pizarnik, la vi leyéndolo en el recreo.

El gorila hizo caso omiso a la referencia gaucha de la poesía y volvió a abrir el papel como sintiendo que acababa de descubrir el fuego. Volvió a hablar.

- ¿Y por qué no la conquistas tú? – dijo mirándome con una sonrisa socarrona.

No respondí. Solo miré hacia abajo sintiéndome estúpido por lo que pasó y arrepintiéndome de todo. La razón era mi timidez y nada lo cambiaría. Sin pensarlo, vi nuevamente la mano de Raffa pero esta vez sacando un bolígrafo de mi mochila y añadiéndole su nombre.

- Más te vale que sepas lo que haces o perderé cien soles – dijo mientras terminaba de escribir – cien soles que, por supuesto, tú pagarás si no funciona tu estrategia.

Abrí la boca pero sabía que sería inútil. Raffa metió el papel en una enciclopedia para que se alise y subió escaleras arriba dejándome solo en el vestíbulo. Antes de perderse, volteó a verme.

- Gracias, enano – dijo.



III

Está demás decir que Raffa ganó la apuesta, está demás decir que nadie le creyó como lo hizo, está demás decir que no perdí cien soles y que, incluso, encontré 20 soles metidos en mi mochila al día siguiente de ganar la apuesta, está demás decir que Raffa estaba más presumido que Pavo Real en celo cogido de la mano de la chica nueva y, sobre todo, está demás decir que mi vida cambió drásticamente en el 7224.

Para empezar, ya no sufría el acoso de los bravucones porque Raffa me protegía. Algo con que no había contado era que a partir de aquel momento, mi fama se extendería por todos los polvorientos salones de aquel entrañable colegio.

“Es un poeta”

“Es un artista”

“Es un idiota”

Las opiniones variaban de acuerdo a quien se le preguntaba. Lo cierto era que a partir del incidente con Raffa, las propuestas de trabajo me llovían dejándome considerables sumas de dinero. Era el gurú del amor, curiosamente un gurú que no poseía mayor experiencia que hacer poemas a sueldo para musas de terceros.

- Dime qué hiciste – pregunté serenamente mientras abría mi cuadernito de compromisos.

- La cagué, hombre – dijo apesadumbradamente el “Muralla” de la sección “A” mientras sacaba su billetera – necesito recuperarla, “Gafitas”

- Son quince soles, “Muralla” – dije anotando su caso como “Reconquista del amor por traición de un idiota”

- ¡No es justo, gafitas, a mis amigos les cobras diez! – dijo exaltado el muralla.

- Lo tuyo es reconquistar por un error propio, no es conquistar, cuando conquistaste (que por cierto fue con mis cartas) te cobraba diez, la tarifa cambia – dije mirándolo por debajo de mis gafas y jugueteando con el lápiz en la mano.

El “murallas” sacó el dinero y lo puso en la mesa. Se fue y comencé mi labor.

En otros casos, el trabajo era más simple como dedicatorias por aniversario, pedir disculpas por asuntos de poca monta o, simplemente, mantener la relación. Y era allí donde tenía un mayor número de ganancias.

Al ser yo el principal proveedor emocional de la escuela, el 90% de mis clientes vivía una relación “irreal” ya que usaron una personalidad falsa, la de las cartas, para conquistar a mujeres sensibles lo que generaba que estas chicas se hayan enamorado de una ilusión, que no era otro que yo. Algo completamente insospechable.

Sin embargo, como todo gran Napoleón Bonaparte, yo también debería tener mi Waterloo, y mi Waterloo se llamó Kattia P. M. y cursó el quinto año de secundaria en el 2005, año de estos nostálgicos recuerdos.

De estatura tolerable, ojos negros, sonrisa labrada en ternura, huequillos en las mejillas que derretirían el acero y quebrarían el diamante, cabello pardo ondulante al viento de invierno y fulgurante a las caricias del sol de Noviembre, Kattia era, aquello definido por esta horda de salvajes, como “Una auténtica mujer”.

Nadie tenía el valor de hablarle puesto que su belleza intimidaba. No faltó quien recurrió a mí para aplicar la misma treta de siempre pero por alguna extraña razón sentía que no podía impresionarla, que era imposible. Me sentaba en los recreos a coger un lápiz y un papel para elaborarle cumplidos pero no salían, se quedaban en la punta del carboncillo y retornaban al borrador. No podía escribirle nada.

Pronto comenzaron a visitarme personas de otros salones rogando por mis servicios pero me negaba a todo. Sin inspiración no podía haber eficiencia.

A veces la observaba como un asesino debajo de las escaleras mientras veía su falda ondular por los pasillos mostrando dos tonificados muslos que guardaban en el medio la rosa de la pasión. Otras veces pedía permiso para ir al baño solo con la intención de pasar por su aula y ver por la ventana un pedacito de rostro que se veía tan ajeno a mí, tan extraño al sabor de la sensualidad cotidiana y de una belleza intimidante a la búsqueda de algo que me permitiese inmortalizarla en una hoja de cuaderno pero nada salía.

Me frustré y conocí una nueva humillación: la que me hacía a mí mismo mi ego de falso poeta. Por momentos me quedaba unos minutos afuera del aula antes de salir para aprovechar ese aroma dulzón a primavera que desprendía su cabello y destilarla en un papel por la tarde pero el momento aquel solo podía ser usado para el goce instantáneo, no para aplicación tercera.

Lo intenté en el salón, en la escalera, en los baños y en la cochera pero era imposible. Mis clientes presionaban.

- Ya perdiste tu toque, Gaffitas.

- Gaffitas ¿Qué pasó?

- Gaffitas, creo que ella no es humana.

Y era probable que sea eso, la bendita chica no era humana. Miraba al cielo imaginando como podría haber llegado la nave espacial de Kattia y la depositase en las graderías de la entrada de este manicomio. Es tan difícil pensar que alguien como ella podía ser real pero lo era.

Saltaba en los recreos, corría hacia los vestidores, parloteaba con sus amigas y, por supuesto, rechazaba pretendientes en cantidades industriales. ¿Y si alguna vez yo escribiese para mí? Tonterías pensé, alguien como ella solo querría un galán de telenovelas o un caballero inglés. Yo solo era un falso trovador.

Una tarde, como tantas otras, salí del colegio y en el camino a casa vi el clásico árbol de manzanas (sin manzanas) que yacía allí desde mis años más tempranos. Aun toda inspiración no asomaba y mucho menos pensaba en hacerlo. Me senté a los pies del árbol, saqué un cuaderno y decidí garabatear lo primero que se me venga a la mente, solo dejar fluir algo de prosa en medio de tanta frustración.

Eres mi cultura,


eres mi pensar,

eres la dulzura,

eres mi amar.

Eres una rosa,

eres una flor,

una mariposa,

eres el amor.

- No está mal – murmuré mientras el viento limpiaba el carboncillo restante en la hoja.

No terminé de leer bien aquel poema cuando una mano me tomó del hombro.

- ¡Gaffitas! ¡Aquí estabas! – era Jordan quien jadeaba por la maratón que había emprendido al verme. Se sentó a mi lado bajo el árbol – me contaron que ya no estás en “actividad”.

Estuve tentado a decirle que ya no tenía inspiración, que probablemente fue justamente el amor lo que me quitó las ganas de escribir sobre el mismo. Había pasado tantos meses escribiendo para el amor de terceros que cuando me tocó escribir para mí, me topé con el irremediable obstáculo de encontrarse a sí mismo como rival.

- Es cierto, Jordan, ya no lo hago – dije apurándome en estrujar el papel y meterlo al bolso, pero fue tarde.

Jordan hizo un rápido movimiento con el brazo y me quitó el papel de la mano. Cuando leyó el contenido, lo dobló y se lo metió al bolsillo.

- ¿No que no, Gaffitas? – dijo divertidamente el muchacho – dame un precio para esto. Si no fuese una conquista especial no te lo pediría.

Quizás tiene razón. Total ¿A quién le iba yo a dedicar eso? Tonterías. Me acomodé la casaca y la avaricia me poseyó nuevamente. Si de todos modos iba a tirar al tacho ese poema ¿Qué me evitaba de sacarle algunos soles de ganancia?

- Son cinco soles – dije mirando a lo lejos como grupos de chicas salían cacareando, empujándose y riendo. Quizás entre ellas estaba la incauta que sería estafado por el falso galán.

Jordan puso el dinero en mi mano y se alejó corriendo colina abajo. Antes que se pierda me invadió una tremenda curiosidad, sazonada con angustia de gritar una pregunta. Y así lo hice.

- ¡Eh Jordan! ¡Para quién es esa bazofia! – grité

Jordan se detuvo, volteó a verme sonriendo y luego continuó la carrera a todo trote.


Continuará...


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