viernes, 17 de marzo de 2017

Tantas veces tú, tantas veces tú

Dedicado a quien pueda ponerle
un final distinto a este cuento...

I


El primer plato se estrelló en la pared donde minutos antes mi cabeza había estado buscando con la mirada las llaves de la casa. El segundo plato si fue más certero. Sentí la intensidad del “crash” estallando en mis oídos y un dolor agudo recorriéndome el lado lateral de la cabeza, finalizada por la tibieza de la sangre recién descubierta.

- ¡Eres un miserable! – gritó Emma mientras buscaba con la vista más objetos para ser usados como proyectiles - ¡Te odio!

Ignoré sus palabras. Cogí un poco de algodón de la repisa y me fui rumbo al dormitorio. Los pasos de Emma persiguiéndome retumbaron por toda la casa.

- ¡Cobarde! – volvió a gritar dramáticamente - ¿Ahora huyes de mí?

Acomodé la silla frente al escritorio que compartíamos en la alcoba, le puse el seguro a la puerta y saqué un trozo de papel para escribir algo ¿Qué cosa? Ni yo mismo lo sé. El lápiz tamborileaba en mis dedos y las gotas de sangre que tímidamente caían de minuto en minuto iban tiñendo de carmesí la hoja. Exhalé largamente y conté los segundos que le tomaría a mi esposa darse cuenta que la puerta estaba trabada.

- ¡Ábreme! – dijo en una suerte de súplica mezclada con furia – Abre la puerta por favor…

Sentí que golpeaba la puerta con los puños pero cada vez se hacía menos constante y con menor fuerza. Deduje que Emma se había acurrucado a los pies de la entrada a nuestro dormitorio. A los pocos segundos comenzó a sollozar silenciosamente.

El corazón se me desgarró. Tomé la hoja de papel que, por ahora, solo tenía gotas de mi sangre y la lancé al tacho. Me puse las manos en los ojos para contener las lágrimas, porque así era yo y así me habían enseñado.

Afuera las nubes comenzaban a cargarse de humedad, como si su negrura fuese producto de la tragedia de un hogar destruido. Anunciaban lluvia en la radio. Ya más tranquilo, volví a mirar la hoja de papel en el suelo… se veía tan inútil, tan impotente y tan despreciable. Presione el lápiz contra el escritorio. Quizá por furia, quizá por frustración. La punta se rompió.

II

- ¡Me debes un maldito lápiz, Mael! – dijo iracundamente Junior, mi compañero de carpeta mientras veía su lápiz caer desde el cuarto piso donde estábamos e impactaba en la cabellera de una muchacha que salía en grupo de uno de los salones del primer piso de la facultad.

- ¡Le di! ¡Lo sabía, es ella! – dije triunfalmente ignorando los reclamos de mi amigo – Ah sí, te daré el mío saliendo de aquí.

La chica que recibió el impacto del lápiz inmediatamente volteó a ver hacia atrás. Nadie que conociese. Luego levantó su mirada hacia los balcones del edificio y vio, por una fracción de segundo, dos personas que apresuradamente se ocultaron detrás de las barandas.

- Idiotas – murmuró.

Volvió a darse la vuelta y salió con sus amigas por la puerta principal de la universidad, rumbo al área de fotocopistas, perdiéndose entre el mar de estudiantes.

- No sé qué ganaste con eso, francamente – me dijo Junior mientras pelaba una naranja cuando bajábamos de las escaleras.

- Es ella, Junior, la chica de la que te hablé – le dije con entusiasmo mientras él, ceremoniosamente, iba dándole las primeras mordidas a su fruta – la conocí en la escuela y ahora estudiaremos en la misma universidad. ¡Es mi oportunidad!

Mi amigo botó las cáscaras en la mochila de un estudiante de primer ciclo desorientado por la muchedumbre. Ya era un hábito. Luego se ajustó su propia mochila y me miró socarronamente.

- A ver. Me estás intentando decir que, pese a haber estudiado con ella por un año, nunca tuviste el valor de decirle algo y ahora, en la universidad, donde hay más competencia, crees que puedes lograrlo – preguntó irónicamente.

- Sería un asunto de probabilidades – dije esperanzadamente.

- Las probabilidades fallan si no se generan oportunidades – dijo acertadamente Junior.

Quizá él tenía razón, a lo mejor solo quería contemplarla como lo hacía en la escuela. Al menos comprobé que era ella, la había visto de lejos anteriormente y adiviné que se trataba de la misma chica. Cuando volteó al sentir el impacto del lápiz en su cabello, mostró esas dos ágatas brillantes que tenía en la mirada, buscando al culpable que la amó en secreto por tantos meses, desde las sombras, desde un balcón, desde todos lados.

- Hey, Romeo – dijo Junior mientras miraba los horarios pegados en el tablón de anuncios – tenemos estadística en media hora, vamos por las separatas que dejó Monteagudo antes que reprobemos otro examen.

Avanzamos por el corredor plagado de estudiantes, profesores y personal de mantenimiento. Nos abrimos paso hasta las fotocopiadoras y solicitamos las separatas de estadística. Mientras Junior contaba las monedas para pagar por las copias, un olor dulzón, como cerezas en melaza o pipas de girasol con miel, se deslizó por encima de las sudorosas chaquetas y polos del tumulto abarrotados ante las máquinas.

Busqué con la mirada por encima de la turba pero no logré identificar aquel olor que me resultaba tan conocido. Sin esperarlo y sin adivinarlo, la chica que hacía unos minutos había sufrido el atentado “lapíztico” cruzó por mi lado cargando una serie de papeles y libros, siempre rodeada de su grupo de amigas, como escoltándola ante un posible ladrón, de bienes o corazones. Me empujó ligeramente y avanzó. La vi hasta que dobló la esquina dejando tras ella un sendero de aromas entre la sensación de la hierba recién cortada y el rocío matutino en un prado.

- Ya lo tengo – dijo Junior alcanzándome las fotocopias – Ahora corramos al pabellón “B” que la clase de Monteagudo se cierra a la hora.

- Junior, Emma acaba de pasar por mi… - comencé a decir pero Junior continuó.

- Ah, por cierto – dijo Junior sin alcanzar a oír lo que acababa de decir – necesito el lápiz que me acabas de quitar hace un rato.

Abrí la mochila aun pensando en si Emma me había reconocido, y si lo había hecho ¿Se acordaría de mí? ¿Sabría que estoy en su misma facultad? ¿Sabría lo mucho que la vi en secreto? ¿Sabría que era yo quien estaba detrás del “atentado” de hace un rato?

Con todas esas dudas aun circulando por mi cabeza, busqué a tientas el cierre de la mochila. Pero no lo encontré, este había sido corrido unos centímetros más allá, como si alguien la hubiese abierto hace un rato.

Aun extrañado, metí la mano hacia el fondo buscando el lápiz que le daría a mi amigo pero grande fue mi sorpresa al encontrar dos. Uno que me pertenecía y otro que hace unos minutos vi caer cuatro pisos hacia abajo desde el balcón.

Levanté la mirada apresuradamente para ver entre la multitud. El olor dulce estaba desapareciendo lentamente.

III

Emma había recuperado fuerzas. De un tirón hizo volar el picaporte de la puerta y esta se abrió de costado revelando a mi esposa con los ojos hinchados por el llanto y la lisa cabellera megra enmarañada como si de un mendigo se tratase. Me puse inmediatamente de pie. En mis ojos no había señales de lágrimas. En mi alma, sí.

- ¿Por qué? – me preguntó débilmente mientras se agarraba el pecho entumecido por los espasmos del llanto – Dijiste que estaríamos juntos para siempre…

Tomé el saco que estaba colgado en el perchero para enrumbarme a la calle a buscar una buena cantina donde olvidar este infierno, aunque sea por unas horas.

- ¿Por qué no me lo dijiste antes, Mael? – dijo con la voz quebrada – No debiste ilusionarme de esa manera.

Las nubes oscuras seguían arrimándose por todas las aristas del cielo, en consonancia con nuestras almas y vistiéndose de luto ante el funeral de un matrimonio. Como miles de los que se rompían a diario.

- Porque ya dejaste de gustarme – dije fríamente mientras volvía a dejar el saco en el perchero y sacaba de su bolsillo uno de los paquetes de cigarrillos que solía cargar a todos lados.

Prendí el encendedor, como si nada en este mundo me preocupase más que darle vida a mi ejecutor. Vi las llamas salir de su prisión gaseosa y estirarse hacia arriba como una lengua de fuego que acariciaba a lo lejos el rostro hinchado de mi mujer. Por un momento sentí deseos de lanzarle el aparato y así acabar con todo este problema. Di una bocanada y expulsé el humo. El efecto del tabaco iba recorriendo mi cuerpo, sedándolo y tranquilizándome.

Emma me vio sentado en la cama aspirando el humo del cigarrillo con los ojos cerrados. Se puso de pié furiosa dejando su marca en la alfombra que años antes había sido testigo de tanto encuentros pasionales entre dos jóvenes esposos. Ahora era un testigo silencioso de la tragedia.

- ¿! Puedes mirarme cuando hablo!? – gritó furiosa al tiempo que elevaba la mano para lanzar una cachetada.

Sentí el tabaco extenderse hacia fuera de mi cuerpo, como si mis sentidos se extendiesen por la dispersión del humo. La mano de Emma rompió la expansión elegante del humo al agitarla en dirección a mi rostro. Sentí el humo quebrarse como un ligero cristal que separaba la calma falaz de la barbarie y adiviné sus intenciones. Antes que su mano impacte en mi rostro levanté mi brazo y la tomé por la muñeca en el aire, a centímetros de mi nariz.

Ella forcejeó histérica mientras gritaba insultos en todas las tonalidades pero yo solo miraba con atención la delicadeza de sus antebrazos.



IV

- ¡Suéltame, me haces daño! – dijo Emma mientras sonreía con los ojos vendados - ¡Me hace cosquillas!

La gente pasaba alrededor nuestro por el Parque de la Exposición, viendo de reojo a una joven pareja sentados en una banca debajo de un gran nogal. El escenario era curioso. Una joven tomada de las muñecas y con los ojos vendados por un chico quien plumón en mano escribía algo en sus brazos.

- No seas llorona. Solo falta un poco – dije sudando por el esfuerzo de mantenerla quieta mientras tomaba con fuerza el marcador - ¡Ya está!

Emma se quitó apresuradamente las vendas de los ojos y vio sus brazos. Tras soltar una breve carcajada me miró con expresión de fingida severidad.

- ¡Eres un vivo! – dijo Emma alegremente mientras seguía riendo a causa de sus improvisados tatuajes – Sabes que solo podría haber una respuesta.

Miré satisfecho mi obra y leí las palabras que le escribí en los brazos: “’ ¿Quieres ser mi novia?” decía en el brazo izquierdo. En el derecho el mensaje era más grande: “Si dices que sí, te diré como retirar la tinta”.

Tras unos meses de valor, resilencia y muchas lecciones aprendidas, mi amistad con Emma había logrado escalar hacia un nivel superior. Ya tenía la victoria cantada por adelantado, Emma y yo éramos almas gemelas. Ambos amábamos la literatura, la naturaleza, el arte y la risa. No había pareja más armoniosa que la que formábamos Emma y yo por lo que hoy solo tocaba la parte formal.

- ¿Y bien? – dije mientras guardaba el marcador en la mochila y otra pareja pasaba por delante de nosotros y estallaba en carcajadas al leer lo que decía en los brazos de Emma. No me importó - ¿Te sacaré esa tinta?

Emma se abalanzó hacia mí y me estampó contra el árbol. Un sereno y silencioso beso me paralizó cuatro de los cinco sentidos y las hojas desprendiéndose por encima de nosotros celebraban la unión de un amor cantado por el tiempo, como si de un matrimonio anticipado se tratase.

Cuando Emma terminó, podía ver sus ojos color café inundados en lágrimas. Sonreí.

- No llores, Emma – dije – La tinta indeleble se borra con alcohol.

Emma soltó una risa tímida y se colgó de mi hombro en un abrazo reparador mientras el árbol seguía haciendo llover hojas.

- Eres un tonto – me dijo susurrándome al oído. Sentía la humedad de sus mejillas surcadas con lágrimas pegadas a las mías – Pero acepto.



V

Terminé mi cigarro y me tiré en la cama, aun vestido con mi ropa del trabajo. Emma volvió a sollozar sentada en la alfombra.

- ¿Cómo pasó, Mael? – preguntó con voz ronca Emma.

No respondí, solo continué viendo el techo como una marioneta inútil sin su marionetista, estático y lívido ante lo que se había convertido esta relación de diez primaveras. Una mariposa entró por la ventana abierta, como anticipando el mal tiempo que se veía venir. Más nubes venían vestidas de luto para contemplar al futuro cadáver que estaba a punto de aparecer, sin viudas que lo lloren, sin amigos que lo lamenten.

Estiré los brazos en la cama, como a punto de ser crucificado. Quería que mi pecho se abra para que ingrese más aire y así me quite la horrible sensación de estar a punto del llanto. No quería quebrarme, ni ante Emma ni ante nadie. Es horrible jugar a ser el duro pero es necesario.

Emma se puso de pié, por un estúpido momento pensé que se acurrucaría a mi lado, aprovechando mis brazos abiertos como si de un abrazo en espera se tratase. Cerré los ojos, lo desee con todas mis fuerzas pero nada pasó. No le dije nada.

Emma se fue rumbo al velador que teníamos al lado de la cama y sacó una botella de Whiskey, luego extrajo uno de los vasos que había en los cajones y de un golpe seco lo puso en la mesa. Se sentó a mi lado y me vi tentado a cogerla de la cintura. Emma vertió el licor en el vaso y yo veía como el líquido naranja iba subiendo por el cristal. El olor agrio se dispersó por toda la habitación y la mariposa huyó por la ventana.


VI

- ¿Te sirvo uno? – me preguntó radiante Emma mientras tomaba su vaso de Whiskey.

Volteé a ver a mi esposa, estaba más bella que de costumbre. Una hermosa cabellera negra y lisa como una cascada de ébano se escurría por su rostro perfilado color perla. Dos ojos vivarachos y expresivos me contemplaban detrás de unas gafas de pasta y su sonrisa coqueta me hacía estremecer tras la copa que tenía en las manos. La tomé por la cintura y sentí detrás de ese vestido negro los efectos de la vida de recién casados. Era una belleza personal, solo yo la comprendía.

- Que sean dos, Emma – dije mientras los invitados seguían llegando a nuestra fiesta de recién casados.

Emma llenó dos copas y me estiró una mientras la tomaba emocionado y me intentaba aflojar la corbata ya que la presión me incomodaba.

Saludos, regalos y felicitaciones comenzaron a llegar a lo largo de toda la noche. Emma y yo estrechamos manos y estiramos besos a cuanto invitado llegaba a nosotros. Tras un par de horas de cumplir con nuestras obligaciones de anfitriones, jalé a Emma por la muñeca rumbo a una puerta discreta detrás de la orquesta que animaba la fiesta.

- Ven conmigo – le dije mientras aceleraba el paso.

- ¡Qué haces! – preguntó sorprendida Emma – En cualquier momento llegarán más invitados. No podemos irnos.

Le sonreí y seguí jalándola por el corredor oscuro hasta que, a tientas, logre tocar el picaporte y abrir una puerta oculta detrás de una cortina.

Una oleada de aire salado nos golpeó en el rostro y sonido de las olas rompiendo en la costa llenó nuestros oídos. La luna se reflejaba en el ondulante mar y la arena, aun tibia por el calor del día, calentaba las suelas de nuestros zapatos, invitándonos a deshacernos de los incómodos trajes de ceremonia.

- Esto es… hermoso – dijo Emma mientras el aire balanceaba su cabello con elegancia, como si recibiese a la reina de aquellos parajes. Y reina se sintió.

No lo pensé dos veces. Me agaché y cargué a Emma de un solo movimiento. Ella se sorprendió al inicio pero luego quiso poner objeciones.

- Mael ¡Estás loco! – dijo riendo mientras me golpeaba juguetonamente – Tenemos que volver a la ceremonia ¡No tenemos otros trajes de repuesto!

Me volví sordo por un momento y corrí rumbo a la playa con ella en brazos. Detrás de nosotros, las huellas en la arena dejaban un camino forjado por el amor, un camino que solo podía tener un viaje de ida, jamás de retorno.

Emma rió con fuerza al sentir la espuma de la playa impactar contra su vestido y el agua empapar su cabellera. Cuando el agua llegaba a la altura de mi cintura, solté a Emma y la marea nos meció al compás de la orquesta, que ahora sonaba tan lejana.

- ¡Estás loco! – rió Emma mientras me veía con esos ojos que me enamoraron desde el inicio de todo.

- Por ti, si – le dije mientras intentaba mantener el equilibrio en el agua por la marea.

La luz de la luna nos iluminaba y por un instante solo nos miramos, como si ya cualquier palabra dicha resultase inútil. Y así era. Emma y yo solo necesitábamos mirarnos para casarnos, y nos casábamos en cada minuto.

Tiernamente Emma se acercó a mí y, tomándome por las mejillas, me acercó a su rostro para darme un beso suave pero cargado en pasión. Una gaviota cantó a la distancia.

- ¿Volvemos a la ceremonia? – pregunté juguetonamente.

Emma me miró y, en silencio pero sin perder su sonrisa, se sacó el vestido y los zapatos y los dejo flotar libremente por la superficie. Hice lo mismo con mi traje.

Tras unos minutos, nuestras prendas se perdían mar adentro.



VII

Tener los brazos estirados era en vano. Un trueno sonó a lo lejos

Emma había terminado toda la botella del Whiskey y seguía sentada al borde de la cama. Ya cualquier rastro de llanto había desaparecido. En su rostro ahora se dibujaba la seriedad y dureza. No pregunté nada.

Mi esposa se puso de pie y fue de frente al armario para buscar algo. Sentí el sonido de la ropa caer al suelo y las cajas salir disparadas de allí producto de la ira de Emma. Al final encontró lo que buscaba.

Una maleta de viaje, la misma que usamos en nuestra luna de miel, apareció encima de nuestra cama y Emma sacaba las etiquetas y fotos que habíamos pegado en ella hace algunos años. Tras acabar el asesinato de recuerdos, Emma comenzó a acomodar su ropa en ella. Las lágrimas volvieron a caer de su rostro mientras se acomodaban en la maleta junto con las prendas. Me puse de pie de inmediato.

- ¿Qué haces? – pregunté bruscamente. Unas gotas de lluvia comenzaron a golpear levemente la ventana.

Emma no me respondió, siguió poniendo apresuradamente más prendas dentro de la maleta y sus lágrimas se hacían cada vez más frecuentes. En mi garganta el nudo me mataba pero mis ojos seguían siendo dos desiertos.



VIII

- ¿Te ayudo a llevar las maletas al aeropuerto? – le sugerí a mi esposa mientras terminaba de llenar un formulario para nuestra empresa– Podría sacar el auto de la cochera y llevarte hasta allí.

- Descuida querido – me dijo Emma mientras ajustaba la última cerradura y le encargaba a su asistente que lleve las maletas al taxi – tú tienes una reunión de trabajo más tarde y no puedes ir agotado por algo que puedo hacer yo.

Emma partía a un viaje de negocios rumbo a China por dos semanas para poder establecer contratos con abastecedores del extranjero. Confiando en las habilidades sociales de mi esposa, aquello era un asunto sencillo.

- Entonces me quedaré – dije volviendo a sentarme – Y durante este tiempo ¿Quién me ayudará con el lado de relaciones públicas?

Emma me miró extrañado, como si aquella pregunta no tuviese otra respuesta.

- ¿Cómo que quién te ayudará? – me preguntó con el ceño fruncido mientras le alcanzaba la última maleta al taxista – Será María, como siempre ¿No? O acaso quieres dejarle el negocio a algún desconocido?

Sonreí en silencio. Era lo que quería escuchar. En la puerta, María, amiga de mi esposa desde la universidad, hablaba con el taxista sobre la ruta que tomaría rumbo al aeropuerto.

Emma terminó de llevar todo y se detuvo a hablar unos minutos con María en la puerta. Luego se despidieron y mi esposa me mando un beso volado desde el taxi mientras este se perdía calle abajo. Tras la desaparición del taxi, María dio media vuelta e ingresó a la casa. Cerró la puerta y me miró fijamente.

- Dos semanas – dijo guiñándome el ojo y cerrando las cortinas de la ventana que había a su lado.

No le respondí, ya estaba acostumbrado a los encuentros con María. Año tras año ya se habían vuelto frecuentes.

Me desajusté la corbata y María se abalanzó sobre mí. De un tirón botó todas las cosas que había en el escritorio y, a los pocos minutos, los cristales de la habitación se empañaban en humedad por el sudor de los cuerpos.

Menos el cristal de la diminuta cámara de seguridad que parpadeaba, discretamente, detrás de uno de los retratos de Emma…



Epílogo

- ¡A donde te vas! – grité sorprendiéndome de mi repentina prepotencia.

- Me voy para siempre – respondió Emma desafiante mientras intentaba cargar la pesada maleta.

Por reflejo me paré frente a la puerta de la habitación, obstruyéndole el paso. No permitiría que se vaya.

- No podemos perder tantos años por las puras – dije tontamente sabiendo la gravedad de mis actos.

- Eres un monstruo – me recriminó mi esposa – No has botado una sola lágrima, ni siquiera al verme tirada en el piso suplicando por tu atención.

Afuera, otro trueno sonó lejanamente y se veían siluetas de gente corriendo apresuradamente antes que la lluvia los sorprenda.

Es cierto, yo no lloraba. Era algo que había quedado en mí hace muchos años atrás por circunstancias de la vida y que me habían impedido sensibilizarme con situaciones como esta. Me sentí tentado a abrazar a mi esposa y decirle lo mucho que lo sentía pero luego recordaba lo grave del asunto. El nudo en mi garganta se volvió insoportable.

Dentro de mi saco, el teléfono móvil vibraba sin cesar producto de las decenas de llamadas de María intentando confirmar si mi esposa ya había llegado de viaje para volver a iniciar otra sesión de aventura y traición, como año tras año había ido carcomiendo nuestra feliz relación. No contesté.

Emma estiró su brazo y tiró de la puerta con fuerza. Me aparté.

Con la fuerza de un huracán, Emma tiró de su maleta de viaje y el sonido chirriante de las ruedas retumbaron por las paredes del corredor rumbo a la puerta. La seguí como un zombie, viendo como todo aquello que en algún momento tuvo sentido, hoy solo terminó siendo una broma de mal gusto contada por mí.

Emma abrió la puerta y un olor a humedad penetrante ingresó a nuestro hogar, como en algún recuerdo lejano, y sacó la maleta a la calle. La gente, indiferente al dolor ajeno, concentrado en sus propios problemas inmediatos, continuó su vida como si la lluvia fuera a arrebatarles la felicidad como la irresponsabilidad me la arrebató a mí.

Cuando Emma ya estaba a punto de cruzar la autopista, sucedió una increíble metamorfosis dentro de mí. Ella volteó a verme.

Mi alma se partió en millones de pedazos, todos disímiles entre sí, como un cruel rompecabezas hecho para perder las esperanzas. El nudo en mi garganta exploto y mi respiración se entrecortó peligrosamente. Las gotas de lluvia comenzaron a tatuar de humedad mi camisa y la gente apresuraba su paso. Mi diafragma se contrajo como en un intento de vómito pero solo expulsó tristeza. Finalmente mis ojos coronaron la patética escena. Comenzaron a llorar.

Como en un acto de complicidad con la naturaleza, mi rostro estaba mojado de agua y lágrimas, nadie hubiese podido deducir que lloraba, solo Emma. Y así lo dedujo.

Lloraba y lloraba en silencio, sin emitir ruido, sin emitir quejidos, simplemente botaba lágrimas mirando al suelo, con miedo de mirar hacia arriba y verme tan derrotado y humillado. Un trueno lejano volvió a sonar y en el suelo comenzaron a correr pequeños ríos de agua y lágrimas mías que la gente pisaba molesta por el estorbo que eran. Y así me sentía.

- No te vayas… - sollocé sin mirarla pero con el rostro contraído – No te vayas por favor.

La maleta de Emma estaba delante de mí, imponente como su padre, recriminándome por mi vergonzosa conducta. Detrás de la maleta, veía las piernas de Emma enfundada en botas de viaje, rectas y firmes como dos columnas griegas. Sin embargo avanzó hacia mí.

Cerré los ojos, esperaba un golpe, un insulto o algo peor.

Sin esperarlo ni advertirlo, una tibieza juvenil se posó en mi frente, como aquellos labios de veinteañera que hacía tanto tiempo coronaron un momento de felicidad. Sentí la realidad pasar como un caleidoscopio y la lluvia retornar a las nubes como si todo ello se hubiese tratado de un show eterno y de mal gusto. Cuando sus labios se separaron de mí, aun sentí la lluvia caer tenuemente. Tenía miedo de abrir los ojos y verme allí, frente a mí mismo, o peor aún, verme sin ella.

Sonó un trueno, esta vez encima de mí. Abrí los ojos. Emma había desaparecido y el sonido de sus botas y la rueda de las maletas retumbaban a los lejos. Me acurruqué como un niño en la puerta.

A los pocos segundos comenzó a llover fuertemente.




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