domingo, 11 de diciembre de 2016

El Coronel no tiene quien lo mire.



Tomó con fuerza el borde de las sábanas y las lanzó al piso como si súbitamente desprendieran fuego. Su esposa, acostumbrada a sus raros hábitos de estrés pos guerra, solo atinó a darle la espalda y susurrar “Cuando se te pase, apagas la luz”. Pero la incomodidad no desapareció.

El Coronel se sentó al borde de la cama, agitado como si hubiese saltado una valla colosal y con el sudor cayéndole de la frente como una cascada salada. Parpadeó unas cuantas veces y el miedo lo volvió a poseer.

- ¡Vieja! ¡VIEJA! – gritó desesperado el Coronel – Todo aparece y desaparece ¡Algo anda mal!

La vieja Sigifreda, a sabiendas que esa conversación duraría horas y horas, dio un bufido de incomodidad y un leve suspiro de resignación después. Prendió la luz, acomodó la almohada a modo de respaldar y se preparó para volver a oír otra disparatada teoría de su senil marido.

- ¿Qué sucede ahora? – dijo mientras veía las gotas de sudor brillar al borde del rostro del coronel.

- ¡No te has dado cuenta! – dijo indignado el militar en retiro - ¿Dónde se va el mundo mientras dormimos?

La vieja parpadeó. En una ocasión su marido estaba convencido de que los bolivianos iniciarían un ataque masivo por las fronteras de Brasil (Dios sabría por qué lo harían desde ese lado); asustado por el inminente ataque, el Coronel ordenó construir un búnker en el sótano de la casa con estantes repletos de conservas para el día de la guerra. Como es de suponer, la guerra nunca llegó y las conservas pasaron a alimentar hambrientos animales callejeros que se aventuraban a entrar al recinto preparado para el apocalipsis andino. En otra ocasión creyó que los ecuatorianos envenenaban las cuencas hidrográficas del país preparando una intoxicación masiva y así poder iniciar una invasión. El viejo, en su afán de proteger el entorno, rompió las tuberías de la zona y ordenó la construcción de un destiladero para el agua de lluvia en su techo y repartía un balde por día a todos los vecinos bajo la promesa de que se uniesen al ejército una vez se inicie la guerra. Como también es de esperar, el ataque jamás sucedió y tuvieron que lidiar con una considerable multa ante los servicios de agua y desagüe de la ciudad. Pero lo de hoy era distinto, sus excentricidades ya rondaban lo metafísico y eso era preocupante…

- No se va a ningún lugar, querido – dijo serenamente Sigifreda- simplemente está allí hasta que abras los ojos.

El Coronel sopesó la información de su esposa mientras miraba al techo. Una pequeña araña tejía sutilmente su tela, completamente ajena a la extraña discusión de madrugada.

- Mira esa araña, vieja – dijo el viejo señalando con un dedo tembloroso al arácnido – antes que lo mirásemos ¿Dónde estaba?

- Supongo que siempre estuvo allí, mientras dormíamos hasta que despertaste – dijo intentando fingir interés en el asunto.

- Pero jamás lo sabremos, vieja – dijo el Coronel con los ojos como platos – esa araña solo estuvo allí mientras la observamos ¡antes simplemente no existía!

La vieja puso los ojos en blanco ante el escepticismo e intentó acabar con ello lo más rápidamente posible. Aun eran las dos de la mañana.

- Querido, simplemente los objetos están allí los mires o no, no hay nada que temer, nada se mueve de su lugar por no mirarlo. Nada aparece y desaparece, es como ver una máquina en funcionamiento, así no veas lo que sucede por dentro, puedes sentir sus efectos por fuera. No porque alguien no te mire, vas a dejar de existir…

La vieja se calló de golpe al darse cuenta de lo que había hecho. El Coronel, al oír la última parte de la explicación ahogó un ligero grito y se llevó las manos a la cabeza. Cuando Sigifreda se dio cuenta, ya era demasiado tarde.

- ¡ESO ES! ¡ESO ES LO QUE SUCEDE! – gritó el viejo Coronel despertando al perro que dormía en el jardín e indignando a dos gatos que discretamente se colaban por los tejados - ¡LA GENTE DESAPARECE CUANDO NO LOS MIRAS!

- Oh Carlos, esto ya ha ido demasiado lejos – intentó calmar las cosas Sigifreda pero el Coronel ya había salido de control.

- ¡NECESITAMOS QUE CONSTANTEMENTE NOS OBSERVEN, VIEJA, NO PODEMOS QUEDARNOS ASI! – rugió el Coronel como si hubiese encontrado la quinta verdad de Buda - ¡ESTAMOS EN PELIGRO!

- Bien – dijo intentando calmar sus propios nervios la noble vieja – si realmente eso fuese así ¿Por qué seguimos aquí si a lo largo de nuestra vida hemos pasado momentos a solas?

El viejo cerró la boca unos segundos como intentando encontrarle alguna explicación “lógica” a la objeción de su esposa. Lo peor es que la encontró.

- Es como cuando te preguntas ¿Y cómo respiramos? – dijo el Coronel como si explicase el advenimiento del diluvio – solo cuando te haces esa pregunta, olvidas como hacerlo y tu respiración se paraliza unos minutos hasta que lo olvidas y vuelves a mecanizarlo.

- ¡EXACTO! –dijo la anciana creyendo haberle dado al clavo y poder recuperar el tiempo de sueño – solo tenemos que olvidarlo y nuestra existencia no correrá peligro si nadie nos observa, Carlos. Estate tranquilo.

- ¿Tú crees…? – dijo nerviosamente el Coronel.

- No lo creo. ES ASÍ – dijo Sigifreda – ahora coge esas cobijas, abrígate y recuperemos el sueño que nos quedan pocas horas para descansar.

El Coronel, aun dudoso, volvió a tomar las cobijas y se acostó al costado de su esposa, mirando nerviosamente el interruptor, a la espera de que su mujer apague la luz. Cuando las tinieblas reinaron de nuevo, Sigifreda aguantó la respiración unos segundos esperando otro desliz de su marido. Un minuto, dos minutos, tres minutos. No hubo respuesta.

- Vieja, necesitamos cámaras- dijo el Coronel desde las tinieblas.

- Cuatro minutos- dijo resignada Sigifreda- tienes un nuevo récord.

-

II

- Aquí están los clavos – resopló Sigifreda mirando fijamente su propia imagen en una pantalla gigantesca situada en el vestíbulo de la casa.

- Bien, déjalos en la mesa y pásame el martillo eléctrico que está en la escalera- dijo el Coronel concentrado en situar una cámara de video encima del dintel de la puerta.

Sigifreda avanzó por la casa y decenas de cámaras siguieron su recorrido. La filmaban por encima de su plateada cabeza, por sus regordetes costados, por su arrugado rostro, e incluso, por debajo de ella. Las cámaras habían plagado la casa como un enjambre de geométricos murciélagos encasillados en todos los rincones. Pero eso no era lo peor.

En la parte exterior, varias pantallas LCD adornaban la pared de la casa, mostrando a los transeúntes la vida de la anciana pareja de esposos como si fuese un espectáculo de interés público. Cualquier transeúnte que pase por la casa, inevitablemente volteaba a ver aquel extraño espectáculo donde habían cosas tan interesantes como correr por los pasillos en busca de papel higiénico o ver al viejo Coronel sacarse un moco con el meñique mientras veía la televisión.

- ¡Vieja! ¡Está funcionando! – gritó alegremente el Coronel dos semanas después de haber colocado las cámaras. Un grupo de curiosos turistas observaban las pantallas como si intentasen descifrar algo en el bizarro espectáculo.

- Yo no me siento cómodo, Carlos – dijo timoratamente la vieja mientras veía de reojo a dos curiosos que miraban desde la calle del frente el inmenso panel puesto encima de la casa – Nos ven las 24 horas del día y eso no le gusta a nadie.

- Vieja, a mí tampoco me gusta pero es por nuestra seguridad – dijo seriamente el Coronel levantando ceremoniosamente el índice y cerrando con solemnidad los ojos – Toda esa gente que desaparece en el mundo sin dejar rastro alguno es por esta razón. ¿Cómo un mundo con radares y satélites no pueden dar con el paradero de personas desaparecidas, grupos humanos, incluso un avión?

Sigifreda recordó el incidente de un avión desaparecido en Malasia pero estaba segura que no se debía a la razón que daba su esposo.

Las semanas pasaron y luego los meses caminaron sobre sus huellas. Día a día decenas de curiosos se acercaban a la casa para observar la rutinaria vida de los viejos donde cosas tan comunes como cortar el césped o preparar un jerez se habían convertido en espectáculos que atraían visitantes de otros lugares para confirmar el rumor.

- Y ¿Por qué lo hace? – preguntó un grupo de turistas ingenuos que llegaron hasta aquel lugar atraídos por la “Casa televisiva”.

- Por seguridad, muchachos, por seguridad – contestaba radiante el Coronel que se sentía alegre de tener gente las 24 horas del día que viesen su actividad diaria.

Por las noches también la rutina de espectáculos continuaba. Conociendo que el tránsito de peatones disminuiría en las horas nocturnas, el viejo contrató un servicio de internet (del cual no tenía ni la más remota idea de cómo funcionaba) y le pagó a un técnico para que las horas nocturnas de sueño sean enviadas a un servidor streaming en la red. Para hacer la cosa aún más “eficiente”, el viejo usó sus ahorros para pagar una agencia de publicidad web que le permitiese a su canal nocturno de sueño aparecer en avisos de páginas de gran tráfico de visitas e interacción. Como era de esperarse de internet, el viejo resultó todo un fenómeno mediático.

Sentirse observado todo el tiempo lo llenaba de vida y de confianza. El temor ante dejar de existir había ido menguando a medida que más y más gente acudía a observar tan extraña situación. Por momentos, cuando no veía a alguien en el patio de su casa, el viejo salía corriendo por la puerta, gritando y vociferando, intentando llamar la atención de cualquiera que esté cerca de allí para que girase su cabeza y pusiese su mirada en él. Luego de eso, todo volvía a saberle bien.



III

- Vieja ¡VEN APÚRATE! – dijo el Coronel mientras, pálido del susto, veía la pantalla del ordenador.

Sigifreda dejó las coles en la olla, se secó las manos y fue a ver que sucedía ahora. Al acomodarse junto a su enrarecido esposo, observó una cifra en la pantalla que tenía delante de él. La cifra era el número uno.

- ¿TE DAS CUENTA, SIGIFREDA? – dijo exasperado el viejo mientras golpeaba con la punta del dedo la pantalla LCD haciendo que el uno se deforme por breves momentos al ritmo de su ira – Solo una persona nos vio dormir anoche ¡Estuvimos a punto de morir!

- No seas ridículo, Carlos – dijo la vieja cansada de seguir con la misma situación todos los días – Nada nos garantiza que aquel sujeto, dios sabrá desde qué parte del mundo nos ha visto, nos haya mirado TODA LA NOCHE. Pudimos haber seguido durmiendo tranquilos y el solo entró unos minutos a curiosear y nada más.

El viejo pareció no escuchar las palabras de Sigifreda y se llevó una temblorosa mano a la cabeza mientras se rascaba nerviosamente el cabello. Necesitaba más personas, más encargados de velar por su existencia. Si tan solo se volvía a repetir lo de la noche anterior nada le garantizaba que siempre tuviese al menos un vigía. Necesitaba ir al lugar indicado y conseguir a la gente indicada.

A la mañana siguiente, Sigifreda se levantó a las seis de la mañana, como de costumbre, y notó algo extraño. Su marido no se encontraba roncando al costado. Supuso que había ido a la ciudad en busca de más cámaras y salió a regar el jardín como de costumbre. Grande fue su sorpresa que al abrir la puerta principal, un batallón de jóvenes soldados trotaban y formaban en filas rectas encima de su sagrado césped.

- ¡Válgame Dios! – exclamó entre asombrada y enojada.

- ¡Media vuelta derecha! – dijo el viejo Coronel quien ahora portaba su otrora uniforme militar, cargado de medallas como un árbol de navidad - ¡Vamos a pasar revista!

La vieja miró asombrada a los jóvenes de verde que ingresaban uno a uno a la casa mientras el Coronel llamaba sus nombres. La vieja corrió adentro a intentar sacarlos pero los chiquillos solo negaban con la cabeza y decían.

- Lo siento mucho señora, son órdenes desde el cuartel – dijo uno de ellos mientras se paraba recto como un poste al costado del refrigerador.

- Me vale un comino de donde venga tu orden ¡FUERA DE MI CASA! – gritó la vieja con la fuera de sus frágiles pulmones mientras intentaba sacar a otros dos que ingresaban a su baño.

El Coronel, quien ya había terminado de pasar lista a sus soldados, volvió con una sonrisa de oreja a oreja a la cocina y servía dos copas de vino. Una para él y otra para Sigifreda.

- ¿No te parece una idea genial, Sigifreda? – dijo radiante mientras veía a los soldados acomodarse en todos los rincones de la casa, todos posando su mirada en la pareja de ancianos – Así seremos observados todo el día y toda la noche, sin temor a la desaparición.

- ¡TE HAS VUELTO LOCO! – gritó Sigifreda mientras agarraba a su esposo de los costados de la cabeza y abría los ojos como platos – ESA GENTE NO DEBE ESTAR AQUÍ, SON DESCONOCIDOS

El Coronel, quien no entendió la razón de la explosión de furia de su esposa, retrocedió un paso y sacó lentamente las manos de su mujer y las puso a sus costados. Señaló a uno de los soldados y dijo:

- Estos jóvenes son estudiantes de la Escuela Militar. Obedecen órdenes como es normal en cualquier institución castrense. Debido a mi rango y a algunos contactos, pude hacerme con un par de docenas de ellos para que nos observen constantemente y no tengamos que depender de cámaras o líneas de internet. ¡Imagínate el día que se vaya la luz!

La vieja retrocedió incrédulamente unos pasos y se acomodó a ciegas en el sillón más cercano mientras se tapaba el rostro con las manos, como si no diese crédito a los niveles de locura a los que había llegado su esposo.

- Te has vuelto loco, Carlos – dijo como si lo estuviese sentenciando – ya has llegado muy lejos.

- ¿Desea un vaso con jugo de naranja, señora Albornoz?- dijo uno de los jóvenes soldados, quien sin despegarles la mirada directa al rostro, se acercó con una jarra y un vaso.

La vieja se secó una de las discretas lágrimas que caía por su mejilla y recibió el vaso.



Epílogo

- ¡Me niego rotundamente! – gritó el viejo y corrió a encerrarse a la cocina donde cuatro familiares soldados hacían la misma rutina de hace cinco meses. Observarlos todo el tiempo.

La vieja resopló y corrió detrás del Coronel llevándole un volante que promocionaba a un reconocido psiquiatra que estaba de paso por la ciudad durante aquellos días.

- Te hará bien, querido – dijo suplicantemente la vieja mientras intentaba sacarlo por debajo de la mesa – no pierdes nada hablando de tus miedos con él.

- No pienso revelarle esta verdad a alguien que solo intentará convencerme de lo contrario – dijo el Coronel mientras intentaba alejarse de los huesudos brazos de su mujer quien intentaba sacarlo de su infantil refugio – si quiere venir, que venga, pero yo no iré con él.

Dos horas después, el timbre sonó y la vieja corrió a abrir la puerta mientras decenas de ojos la seguían en su trayectoria.

- Aish, no veo la hora en que esos tipos regresen a su cuartel – dijo fastidiada viendo de reojo a los soldados en la sala. Abrió la puerta.

Un sujeto de rostro adusto y porte gallardo entró por la puerta de la extraña casa. Una docena de militares apostados desde diversos ángulos de la sala repitieron al unísono: “Buenos días, señor” mientras la vieja ponía los ojos en blanco y se disculpaba con el médico por la extraña escena.

- ¿Dónde se encuentra? – preguntó el psiquiatra mientras sacaba una libretilla.

- No quiere salir de la cocina, doctor.

- ¿Es tan grave como me lo comentó por teléfono? – preguntó el médico mientras observaba de reojo a los soldados.

- Como no tiene idea…

Sigifreda y el psiquiatra fueron hasta la cocina donde estaba el viejo debajo de la mesa y cinco soldados mirándolo directamente. El médico hizo un ligeros chisteo de incomodidad y se dirigió al Coronel quien no dejaba de gruñir debajo de los manteles.

- Señor Albornoz, he venido a ayudarle – dijo serenamente el psiquiatra.

- ¡NO NECESITO DE SU AYUDA! – bramó el Coronel sin dejar su trinchera - ¡LÁRGUESE DE AQUÍ! ¡USTEDES QUIEREN QUE YO DESAPAREZCA!

- Lo ve, doctor, es demasiado grave – dijo la vieja Sigifreda con lágrimas en los ojos mirando al psiquiatra como su último recurso.

El psiquiatra pensó unos momentos su estrategia evaluando lo extraño de aquella situación. Luego de unos minutos volvió a mirar en dirección al Coronel.

- Señor, me temo que tendrá que enfrentar su miedo aquí mismo – dijo el psiquiatra mirando de reojo a los soldados – se quedará solo en esta cocina.

- ¿Está seguro? – dijo la vieja anhelantemente aguantando la respiración.

- Estoy muy seguro – dijo el psiquiatra- sin un enfrentamiento a sus miedos, jamás podrá volver a tener una vida tranquila y arrastrará a los que lo quieren en su delirio. Hágalo por usted, señor Coronel, pero sobre todo hágalo por su buena esposa quien ha tenido la valentía de aguantarle todos sus delirios.

Habiendo dicho eso, el psiquiatra hizo una señal a los militares apostados dentro de la cocina. Uno a uno, estos fueron abandonando el lugar donde se encerraba el Coronel y este vio incrédulo cómo sus jóvenes soldados se retiraban por la puerta principal. Cuando faltaba uno solo para que allí solo estuviesen el psiquiatra, su esposa y él, gritó.

- Se los suplico, no hagan esto, no entienden que es algo de vida o muerte, necesitamos ser vistos para existir.

- Señor Coronel – dijo el psiquiatra serenamente mirándolo a los ojos – usted solo padece un delirio producto de la intensa vida que ha tenido dentro de su trayectoria militar. El estrés pos guerra es más común de lo que cree y este puede ser solucionado con una sencilla terapia de enfrentamiento de fobias.

- Usted no me entiende, doctor – dijo casi suplicando el Coronel – esto es una amenaza real.

Cansada de oír suplicar a su esposo y ver al psiquiatra razonar con una piedra, la vieja Sigifreda decidió tomar las cosas por su cuenta.

- Oh, demonios, váyase al carajo Carlos, esto solo puede solucionarse de una manera – dijo airada la vieja sorprendida de su arranque de furia.

Sigifreda se dio media vuelta rumbo a la puerta y jaló de la manga a un confundido psiquiatra que salía casi a empujones de la cocina. El Coronel se puso de pie al instante intentando evitar a toda costa lo que ya era evidente. La vieja sacó de un empujón al psiquiatra y, de un salto, salió de la cocina y cerró la puerta lo más rápido que pudo.

Se escucharon una serie de gritos y golpes dentro de la cocina. La puerta sonaba y sonaba una y otra vez, producto de los incesantes golpes del Coronel quien suplicaba que la abriesen pero la vieja se plantó delante de la puerta, indiferente a las súplicas de su marido. Uno de los soldados intentó acercarse pero la vieja lo fulminó con la mirada.

- Ni lo intentes, hijo – dijo serenamente. El soldado retrocedió.

Luego de cinco minutos, los sonidos cesaron y nuevamente reinó la paz dentro de la cocina. La vieja miró al psiquiatra.

- ¿Lo ve? Solo era necesario ponerse fuerte, doctor – dijo la vieja sudando por el esfuerzo de contener la puerta

El médico, arrepentido de haber aceptado ese caso, se secó el sudor con un pañuelo y pidió a la anciana que se retirase de la puerta para poder ingresar y hablar nuevamente con el Coronel. La puerta se abrió, un grupo de curiosos soldados se acercaron a mirar junto con la anciana sin embargo nada los preparó para lo que verían a continuación.

Dentro de la cocina, donde no habían ni ventanas ni otras puertas, yacía todo en su lugar, ordenado e impoluto como de costumbre. Debajo de la mesa, el piso tal y como lo habían visto los últimos treinta años, sin nada nuevo que observar. Revisaron los cajones, el horno e incluso el refrigerador. El Coronel había desaparecido.


2 comentarios:

  1. Entretenido relato que desarrolla una idea muy interesante. El final se veía venir, pero no por ello desmerece el relato.
    Un saludo,

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  2. Gracias por la observación. Un abrazo.

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