miércoles, 11 de febrero de 2015

Hey, teníamos un trato!



Para nuestro décimo aniversario matrimonial, Ana había reservado un cupo en uno de los restaurantes más elegantes de la ciudad. Ciertamente ello no me hacía ninguna gracia puesto que yo siempre he sido un hombre que prefería la sencillez al lujo, pero diez años de matrimonio (y cinco de noviazgo) me habían enseñado a mantener la boca cerrada a fin de evitar un conflicto y pasar una tarde tranquila sin molestias, esperando que el pago a plazos serene un poco mis nervios a la hora de ver mi estado de cuenta más tarde. Generalmente eso no sucedía pero el placebo estaba allí.

Ana se retrasaba una hora, algo que me traía completamente sin cuidado puesto que sus retrasos eran tan usuales como las deudas en mi casa. Al llegar a la segunda hora tuve una ligera preocupación que me dejaba en una agradable confusión: Si Ana llegaba, ya era hora de despedirse de aquel estupendo Picasso que hace meses había visto en aquella galería de arte. Si Ana no llegaba, bueno, el número de la galería estaba en su billetera.

Mientras me imaginaba a mí mismo taladrando la pared para poder ubicar el cuadro encima de la chimenea, Ana entró apresuradamente al restaurante, con un rostro muy serio y solo atinó a decir “hola cariño” con la dulzura de un sargento.

Acostumbrado a su bipolaridad, me apresuré a pedir la carta pero Ana ya se encontraba ordenando los pedidos, sí, ambos, al mozo. Exhalando, más con resignación que incomodidad, me acomodé en la silla e intenté comenzar la conversación.

Por alguna extraña razón que luego comprendí, Ana parecía estar escuchándome mucho menos de lo usual. Intente hacer algunas bromas, conversar algo de arte, algo de política pero era imposible. Ana solo se encontraba mirando la entrada del restaurante. Cuando llegaron nuestros pedidos cenamos en silencio. Más que un aniversario de matrimonio esto pudo haber sido un funeral, y luego vi que aquella realidad no estaba tan lejos.

El siguiente acto que me tomó completamente por sorpresa, pero así, con una sorpresa extrema, fue el siguiente. Mientras el mozo contabilizaba las órdenes en nuestra mesa, yo sacaba mi billetera al mismo tiempo que veía los rostros de Basadre mirándome desconsoladamente, deseando, más que nada en este mundo, irse con el dueño de la galería de arte, Ana había sacado su propia billetera (Sí, la suya propia). Me creerá el lector que muy pocas veces he visto aquella billetera, es más, creo que he visto más veces el Halley que aquella bolsa de cuero marrón, y pagó la cuenta.

Aún mudo del asombro, me dispuse a agradecerle la “invitación” pero antes de que pueda abrir la boca, Ana había comenzado a llorar.

Se deshizo en llanto y lloró amargamente en mi hombro. Decía que ya no era el mismo, que era muy frío, que lo nuestro no daba para más, que no nos permitíamos muchos lujos, que nada cambiaría y, finalmente, que tenía un amante.

Todos los reclamos anteriores me los sabía de memoria y en el mismo orden, Ana poseía la misma base de datos para los reclamos en un formato único, pero lo del amante me cuadró tres segundos después.

Debo admitir que no me enojé tanto como esperaba. Saqué a Ana de mi hombro y vi un amasijo de maquillaje por litros, deformes por los surcos de las lágrimas, pero no me conmoví. Si bien Ana no era lo que quería, era lo que tenía y cualquier incursión hacia ella era un casi un atentado contra mi patrimonio (y estoy seguro que yo también fui “patrimonio” para ella).

Intenté no ser rudo (no había cómo en ese lugar) por lo que resolví conversarlo en casa, alejados de aquellas personas que ya se acomodaban en sus asientos, prestos a gozar del espectáculo único que brinda una pareja peleando en un restaurante, pero ella se negó. Aquí vino el segundo golpe.

Ana no quiso que nos fuéramos. Cuando puse mis manos en el respaldar de la silla para incorporarme, llegó el mozo trayendo una botella de vino… y tres copas. Me senté inmediatamente intentando darle significado a ello, pero la respuesta llegó más rápido que mi sinapsis.

Un hombre alto y de buena presencia, aproximadamente de unos cuarenta años, había retirado una de las sillas de nuestra mesa y se sentó entre nosotros, destapó el vino y lo sirvió en las tres copas. Cuando Ana lo cogió de la mano supe que el vino era muy bueno.

El hombre se presentó. Su nombre era Raúl y era oficial de la marina, había conocido a Ana en una de las reuniones que daban sus amigas del club y tenían cerca de cuatro meses de “noviazgo”.

Mientras el hombre contaba los pormenores de su relación con mi esposa (demonios, tengo que pedir el nombre de este vino), yo solo sorbía silenciosamente mi copa mirando distraídamente los residuos en la base. Raúl dijo que se sentía profundamente apenado por lo sucedido y que estaba dispuesto a correr con todos los gastos del divorcio, muy aparte de dejarme una generosa compensación por lo problemas ocasionados, y que hoy mismo estaría presente en nuestra casa con un equipo de mudanza para que Ana pueda llevarse todo lo que “legalmente” le correspondía y, en caso que se lleve algo que para mí fuese indispensable, Raúl lo repondría en efectivo en aquel mismo instante, incluso me dio su número de celular.

Un tanto confundido y no tan triste como esperaba, asentí y salí con rumbo a mi hogar acompañado de Ana. No nos dijimos nada en el taxi ni dentro de la casa. Ella fue a la sala y yo me quedé en nuestra habitación, mirando el techo recostado en nuestra cama.

Una furia súbita creció dentro de mí y lancé las cosas de Ana al piso, al fin y al cabo, las joyas de fantasía que le compré ni se molestarían en llevar. Pensé en que me habían visto la cara de idiota, que se llevaban a mi mujer aun buen postor, que arruinaban mis diez años de matrimonio, que tanto tiempo era para nada.

Luego de botar algunas lágrimas de furia comencé a consolarme. Bueno, al menos solo han sido diez años (y cinco de noviazgo, acotó mi mente), yo había leído de matrimonios mucho más antiguos que se habían quebrado de maneras más horrendas.

Pensando en ello, escuché el claxon de un camión estacionado delante de mi casa. Me incorporé, me dirigí a la ventana y vi a Raúl con mi esposa, dando las indicaciones a los sujetos de la mudanza para que se lleven ciertas cosas.

Observé atentamente a mi esposa. Ya no era la misma de antes, pese a que no teníamos hijos había engordado mórbidamente. Miré a un costado y vi una foto de nosotros, la diferencia en ella era abismal. Mientras en la foto estaba una versión mucha más joven de mí, pero con aspectos muy similares, Ana del pasado y Ana del presente era otra historia.

Luego pensé en lo terrible de su carácter, Dios, no creo que haya habido otro hombre que la aguantase (pero sí lo había, fíjese), también estaba su pasión desmedida por las joyas y los lujos como Smaugg del Hobbit (hasta puede que hayan pesado lo mismo). Por primera vez me fijé en su tocador. Una centena de pomos repletos de polvos, pintalabios, rizadores, cremas, etc, como mesa de alquimista medieval, eran los encargados de fabricarla por las mañanas ¿Cómo habrá sido Ana al despertarse? Nunca me había dado cuenta puesto que trataba de no soportar sus quejas sobre lo vieja que se estaba poniendo (sin duda a la espera de un halago).

Fui paseando por la habitación y al encontrar su armario, lo abrí. Allí estaban mi colección de lujo sobre la mitología lovecraftiana, mis cuadros que alguna vez pude comprar, mis enciclopedias, mi nuevo saco, mi gabardina, etc. Todo bajo la forma de vestidos, blusas, zapatos y una centena de otras cosas que había tenido que ir a comprar por complacer “algunos” caprichos.

Sentí como en el primer piso las cosas iban siendo removidas y trasladadas al camión, pero luego recordé que Raúl pagaría todo y, por alguna extraña razón, confiaba en que sí lo haría. Se veía un tipo de palabra.

Quizás al fin y al cabo deshacerme de Ana no sea tan malo, pensé. Quizás ahora si pueda comprarme todo aquello que me gusta: mis discos, mis libros, mis sacos, mis camisas, etc. Por otro lado, Raúl me dijo que esta misma tarde le giraría un jugoso cheque a su cuenta para que ambos se olviden del asunto y que todos los papeles del divorcio serían tramitados por él. Menudo detalle, yo odiaba la burocracia.

Notablemente más alegre, comencé a pasear por el segundo piso pensando en que mañana mismo mandaría a que lo remodelaran a mi gusto. Donaría las cosas que quedan de Ana para convertir esa habitación en mi biblioteca personal. Al terminar la mudanza me iría a la ferretería a comprar algunos clavos para poner los cuadros que Ana había mandado al sótano por ser feos (Bueno, no a todos les gusta el arte británico de la posguerra) en los lugares más visibles de la casa. La televisión sería completamente mía y la conexión a internet estaría dispuesta exclusivamente para mis gustos (nunca olvidaré el día en que tuve que detener una videoconferencia porque la red no se daba abasto suficiente para el Skype y la novela brasilera de Ana. Terminamos viendo la novela) y finalmente estaba aquel estupendo Picasso.

En circunstancias normales, Ana me hubiese despellejado por “tirar a la basura” tanto dinero, pero ahora me valía tanto como pisar una galleta. Aquel Picasso me hacía ojitos cada vez que pasaba por la galería y, cuando fue puesto en venta, me juré comprarlo. Claro que para ello tendría que pasar por la aprobación de Ana pero hoy era tan rebelde como un quinceañero.

Riéndome como un maníaco fui por mi celular hasta la sala para llamar a la galería de arte y solicitar que me guarden aquel sublime Picasso cuando un grito de llanto inundó la casa. El sonido provenía de la entrada de mi casa.

Al llegar a la entrada, vi a Ana sentada en el suelo con sus maletas cubierta en lágrimas y, exigiendo, que le traiga un pañuelo y chocolates. La ignoré y sentí un incomprensible miedo.

Salí al exterior y vi al camión de mudanza, junto con los asistentes que, tan perplejos como yo, miraban hacia uno y otro lado buscando a la misma persona. Las cosas de Ana estaban en el camión y solo faltaban unas pocas dentro de la casa.

Asustado, quizás por sentir que pensé demasiado alto, que alguien más había leído mis pensamientos sobre diez años de experiencia con Ana, y, sobre todo, porque probablemente no volvería a ver mi Picasso, cogí vehementemente el celular y marqué el número de Raúl. Cuando sentí que contestaron la llamada, grité.



- Hey, teníamos un trato!





Un agradecimiento especial a mi ilustrador Danilo por el arte conceptual. He aquí su página oficial : https://www.facebook.com/Educacion80?fref=ts


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